Ignoramos tras qué velo se esconde la inspiración mientras seguimos, ciegos, transitando por el camino de la escritura. La palabra anhelada, justo la que necesitamos en ese surco abierto entre dos metáforas, nos regala un beso de luz. Más allá de las palabras escogidas sigue habiendo oscuridad, una historia que desea ser contada, personajes que imploran la vida, escenarios de olores, sabores, gritos, júbilo y lamentos.
Tanteamos unos pasos más, y parece que estemos escribiendo un cuento.
Sobre nuestras espaladas, toda la experiencia vivida, las conversaciones surgidas en cada recoveco de lo cotidiano, los amores perdidos. La necesidad perenne de mirar y mirar y mirar dentro, de jugar –como niños con el barro- con nuestro propio interior.
Caemos de rodillas, como viajeros exhaustos, doblegados de fatiga y desencanto. A veces, el cuento se escapa de nuestras manos, se hace jirones. Parecía, de lejos, el más bello vestido de novia, pero al llegar a su lado, al rozarlo brevemente con las manos, se deshace en un final de polvo y cenizas.
Quizás descubrimos, entre esas cenizas, alguna frase extraviada. Así, con todas sus letras y un punto al final, y más allá del punto un hilo que se alarga y se alarga –de nuevo, dentro de la oscuridad-. Lo agarramos con firmeza –incluso nos parece sentir que el hilo se debate con vida dentro de nuestra palma, entre nuestros dedos- y seguimos caminando, abrazados por una nueva esperaza, en pos de aquella historia.
Ignoramos si somos nosotros los que nos abrimos camino hasta ella, o es la historia que encamina sus pasos en nuestro interior, deseando ser, deseando tomar forma a través de las palabras.
¿Somos dioses de aquello que creamos o simples médium de un mundo que no vemos, que se esconde tras velos y velos y velos de oscuridad y silencio?