Visitaba por primera vez el zoológico. Era de mañana, una hermosa mañana de otoño, crujían bajo sus pies, aromáticas hojas, pintadas por la estación, en distintas gamas de marrones, ocres y naranja, le dolía pisarlas. Siempre había sido amante de la naturaleza, y enemigo acérrimo de ver a los animales cautivos. No sabía que era lo que lo había conducido hacia allí. Buscó una vez más en la bolsa, y bien en el fondo encontró la cajita de lata, esa que siempre llevaba para juntar lombrices y llevárselas a su abuela porque según ella enriquecían la tierra del huerto. Juan se disponía a regresar a su casa cuando vio un viejo Jacarandá al fondo de la calle, un árbol seco ya, pero que había cobrado vida gracias a una hermosa bignonia que lo había tomado de sostén… y cubría sus ramas ya sin vida, con infinitas flores rosadas…
Se le ocurrió pensar de pronto, que él era, para su abuela como las lombrices para el jardín, o como la bignonia para el jacarandá. Mientras podía le daba un poco de su propia vida a la abuela, su propia savia, le servía a ella para mantenerse vital…
Se fue silbando bajito, feliz con la reflexión…