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Relampagueos

Relampagueos
Te debo mis silencios.


El camino se encontraba extraordinariamente iluminado. La lluvia jugaba irresponsablemente con colores y formas; parpadeos y hondas en tenue amarillo, torrentes sucios en azul-verde, manchas extendiéndose impetuosas y rojas, casi trágicas, inevitables. La mirada clavada en el alto lo hacia volver hacia el atardecer; buscaba desesperadamente seguir adelante, el verde rompiendo la estática; disparándose hacia el hocico de la noche y el silencio.

Los rayos del sol desperdigándose voraces sobre baldíos y edificios, aceras, madrigueras, tabernas o habitaciones perfumadas, darían inicio a una oleada de movimientos erráticos, nerviosos, incesantes; vorágine necesaria, azote para los susurros que nos acosan. ¿Cómo alejarse del tráfago cartilaginoso que cargamos dentro? ¿Cómo, y sobre todo, por qué, ignorar el hecho de que al estar en una noche cualquiera (como ésta) frente al océano, escuchamos una especie de suspiro que no es más que la armonía de esos movimientos extraños que nunca cesan, que no dejarán de hacernos pedazos mientras respiremos. Silencio; después, un estallido...:

El humo del cigarrillo se filtra por la ranura de la puerta segundos antes de su llegada. Al entrar, deja caer el saco y se dirige al baño. La mirada torva cambia en el momento en que empieza a pujar; siente el brinco del agua estrellándose en el ano, exhala y permanece quieto.
– No debía de haberme ido...

El traqueteo del teléfono interrumpe la quietud escatológica.
-Déjame cagar tranquilo.

El chirrido viene hacia él insistentemente, como si deseara arrancarlo de una zona peligrosa. Sube su pantalón, pasea la mirada por todo el baño: toalla, humedad callada, excrementos ahogados hasta que al fin logra aterrizar en el espejo. Mientras lava sus manos en la caída desordenada del agua, recuerda haber vivido momentos similares; sofocado, lamentando cada pensamiento, escapaba hacia el aturdimiento del día, o bien, se escurría entre las ráfagas neón de las Vegas guiado por sus sentidos sobrecogidos de un lado a otro.

Otra vez el teléfono.
Con una mueca brutal de enfado levanta la bocina:

-Diga
-¿Damián?
-Sí.
-Habla Carlos.
-Ah, Carlo, bien, bien.
-¿Cómo estuvo el entierro?
- Bien, bien, ya sabes, alguien muere y entonces todas las moscas aparecen. Disculpa si se oye mal pero así son las cosas.
-Si, entiendo. En fin Dami. Mira, te hablo para pedirte que vengas. Ya pasó lo peor y creo que no tienes más que hacer; la casa ya está vendida y estar ahí en estas circunstancias no te favorece.
-Ummh. No sé Carlo. Tengo cosas que arreglar aquí. Es difícil de entender, yo sé pero, necesito arreglar algunas cosas sabes.
-Nono. Tienes razón Dami, pero te pido que lo consideres. No tienes nada que perder. La verdad es que me gustaría verte. Ha pasado mucho tiempo y pues la verdad es que...

Mientras enciende el cigarrillo escucha las palabras de su hermano saliendo de algún lugar de Arizona. El humo empieza a remolinear y a hacerse jirones a su alrededor...
Quisiera decirte que no es tan fácil Carlo, al menos no para mí. Uno se cansa de tanta mierda y, ummm, no sé.

... por más que se quiera y pase nunca se deben perder los lazos. ¿Entiendes?
- Claro Carlo.
-Bueno. Entonces te espero.
-Nos vemos Carlo.
-Cuídate.

*

Hacía más de diez o doce años que no veía en persona a su hermano. Las fotografías, cartas y llamadas telefónicas le ayudaban a construir una imagen grandilocuente de aquél con el que alguna vez llegó a corretear por un cementerio durante el ocaso, un día increíble; los dos con sus shortsitos deslizándose en la quietud del aire fúnebre, tarde de olor penetrante y dulzón; no recordaba porque estaban ahí, ¿Qué muerto había sido el pretexto de tanta dicha? No importó entonces y mucho menos ahora. En la oscuridad rafageada por la TV., intenta escuchar el canto de un pájaro betyi, labor extremadamente complicada, debido a que apenas empieza a digerir las palabras de Carlos aferrándose a los hilos de humo que chicotean la pesada atmósfera del cuarto: “te espero”.

Su padre había muerto la mañana anterior. La noticia lo estremeció. Tenía más de dos semanas en la ciudad y la primera noticia que recibió del viejo fue la de su muerte:
-Lo encontraron en la regadera con el cráneo partido.
-Mierda.

Pasa las horas entre el zaping y los cigarrillos. Todo pasa demasiado rápido; ayer volaba un hermoso papalote que su padre le había dejado sobre el comedor antes de ir a trabajar; hoy, un silencio lo envuelve e invita a adentrarse en el pedregal de llagas de esa brevedad; llantos, gritos machacados por más gritos, risas bailoteando, masturbaciones fugaces, juramentos de eternidad, blablablablabla. Todo termina convirtiéndose en imprecisiones marcadas por el dolor y la rutina.

Al verse ahí, la posibilidad de encontrarse con su hermano lo obliga a considerar el evento: un abraso asfixiante provocará el surgimiento desaforado de palabras, miradas, sonrisas y demás cosas.

-Realmente- dice frente al televisor- ver a Carlos puede ser grandioso. Ponerse al tanto con los seres queridos es algo que no se da todos los días. Una cosa es parlotear y otra ponerse al corriente.

Al decir esto, logró escuchar un sonido alarmante; una ola gigante cayendo sobre ellos, abriendo una eternidad de silencios incómodos que los obligaría a desvanecerse hasta el hartazgo: dos, cinco, diez millones setecientos cincuenta mil, y muchísimo más segundos de silencio resquebrajándose. Sacude la cabeza. Toma su saco y sale para bañarse en la lluvia nocturna, mágica, llena de gracia, tremendamente absurda, como todas.


*

Después de una lluvia el mundo entero, gatos, árboles, fuentes, luce presa de una limpieza que resplandece con la más suave de las miradas. Las luces artificiales y el viento que ya no encuentra nada que arrastrar a su paso parecen formar un conjunto abrumador; un corazón abriéndose lentamente a los sentidos enervados de vagabundos y demás figuras errantes. No se trataba de Carlos, ni de su padre; no era cosa del matrimonio fallido, de los trabajos que rechazó o que lo rechazaron; tampoco tenía nada que ver con los hijos que él jamás conoció ni llegaría a conocer. Era algo de él, siempre buscó evadir cualquier clase de conflicto: una mirada, voces violentando los monótonos sonidos del ventilador o el frigorífico, movimientos torpes en las fisonomías de los otros lo hacían revolcarse poco a poco, como algún reptil furioso que mordisquea su cuerpo antes de atacar.

Libera el humo por la nariz e intenta recordarla; paseando por la orilla del mar a las cinco de la tarde, cuando el cielo desploma una beatífica gama de colores sobre la enorme piel roñosa de las olas; las nubes y sus figurillas inquietas los invitaban a navegar en lo más alto, irían en las proas, no podrían ver cómo se despedazan en sus deslizamientos.
-Las nubes le fascinaban:
-“Siempre me llenan de imprecisiones”.

El claxon pasa a su lado arrancándole el mar, a ella y a todas sus nubes; después, ve el automóvil estrellándose contra un muro blanco bañado por el repiqueteo de una luz neón:
-Idiota- nueva exhalación de humo.
¿Qué era lo peor que podía suceder? Dos días, tres cuando mucho. Posiblemente no tendría la libertad de arrojar sus habituales escupitajos, no los vería chocar, igual que al automóvil, contra algún estorbo durante su trayectoria kamikaze. Lástima – dice echando humo por todos lados.

-¿Carlos?
-¿Sí?
-Creo que sí Carlo. Sí. Mañana por la noche estoy ahí.
-Gracias Dami. Vente con calma.
-Está bien, no te preocupes.
-Bien- la mirada se debate de un lado a otro golpeando con las paredes sin llegar a ningún lado.
-Oye carlo. Mira... ummm. No quiero nada ¿entiendes? Quiero decir las cosas no están para eso.
-Ohh. Entiendo Dami.
-Bien. Gracias Carlo.
-Te espero.
-Nos vemos.

Está metido en cama. Cierra los ojos. La imagen se aleja. Se hace más y más oscura. Vemos la habitación a lo lejos. Flotamos en una atmósfera difusa. Después, oscuridad plena.

*

PAPAPAAAAAAA---PAPAPARARARA---- PARARAÁ.
-Ese Yardbird estaba mal.

Enciende el motor. Un suspiro salido de no sé donde, avienta por la ventana todas las tensiones, muerte del padre, emoción de viajar y ver a su hermano, ganas de fumar sed y comezón en el culo. Al penetrar sus oídos, las notas amordazaron la silbadera y chillidos de forma abrumadora; casi despiadada. La carretera se abre profunda y tumefacta frente a él. La sentía a través del metal, tamborileando al ritmo de Van Morrison, Hendrix, Strokes, Max Roach; el pie continúa en el acelerador por simple inercia, avanzando y replegándose mecánicamente, uno-dos, la maquina jadea y Herbie Hancock lo lleva al éxtasis, pero la carretera no está satisfecha.

En la oscuridad de los lentes las cosas son succionadas y zarandeadas a 120 kilómetros por hora. Nada queda para él. Atrás, se levantan polvaderas de música, asfalto e ideas muertas, momentos que vivió pero jamás llegarían a ser importantes; sigue hacia adelante. El sol está en su punto más alto. Un deseo de seguir y seguir hasta que el tanque se deshidrate y termine constriñendo los miembros del vehículo lo obliga a disminuir la marcha.
El bólido se detiene:

-¿Cómo estas Carlo?
-¡Damián! Damián pasa por favor.
La casa es espaciosa, pintada de un verde que resalta los muebles y cuanto adorno se encuentra ahí. Fotografías de la esposa y el hijo marcando los pasos de cuantos deambulan por aquel espacio nerviosamente organizado.

-Temía que cambiaras de opinión Dami. Se que ha sido difícil, el entierro claro, y sinceramente entendería que no hubieses venido; pero ya vez, gracias. Gracias.
- Carlo. Carlo.

Una modesta cena en compañía de la nueva familia. La esposa y el hijo se retiran temprano, entienden que hay cosas de que hablar. El niño sonríe desparpajadamente, me mira complaciente; cómo si me conociera a pesar de lo que debo parecer para él con mis ropas arrugadas oliendo a tabaco y a viaje, con barba de dos semanas y el pelo enmarañado. Baja los ojos y estira sus manitas hacia las mías.

- Buenas noches tío Damián.
Corre con un halo de risitas sobre sus espaldas.
- Jajajajajja- Me simpatiza mucho. –Carlos Jr. Jajajajja.

La esposa sólo hace un amable ademán con la mano, una sonrisa furtiva, y después se diluye en el corredor oscuro. Tenía un magnífico trasero y buenas piernas. Beben y hablan con muchas reservas; recuerdos triviales, nuevas sobre el pasado ignorado de ambos, lamentaciones sobre la muerte, sonrisas y después silencio.

La eternidad de los silencios incómodos.

¿Cómo romper esto? La solución es obvia, pero teme empezar algo que no se detendrá hasta dejarlo seco. Abre una botella y da un poderoso trago. –Lo arruiné Carlo....; ¡Yo no la obligué a destruir las cosas!...; ¡no,no,no! No están fácil cómo decir que yo los abandoné Dami...; ¡Jamás hiciste nada por cambiar!... ¿Querías que me quedara con los brazos cruzados Carlo?... Sírveme otro trago, con mucho hielo. Una profunda calada al cigarrillo; reconocer que vives ocultándote no es algo que se pueda soportar por más de tres años... ¡Pero tenías que vender la casa a tan bajo precio! Yo no tengo nada Carlo, ¡Nada!...; Me gusta estar solo Carlo... Temes estar solo Dami; lo que no te gusta es que te toquen, ¡saltas con toda tu puta violencia y tus gritos!...; perdóname Carlos. No Dami, tú perdóname. -----
- Sírveme otro trago.

Entorno a ellos, la música forma un muro que protege al niño y a la esposa de Carlos de los gimoteos y los gritos. Agita la cabeza mientras exhala más y más humo.

Ese último comentario hizo que el bólido siguiera su marcha.
- No tengo porque parar.
Sube el volumen y enciende otro cigarrillo en medio de la noche que comienza a nacer.

*
Despierta sudando. A sus ojos les cuesta digerir los trozos de vidrio que centellean por todos lados. Ha estado fumando mucho últimamente; un viento arrastra olor a maleza recién cortada para mezclarse con las cenizas. Se incorpora y bebe de un vaso por tres o cuatro segundos. Escupe. Es agua que tiene ahí más de veinticuatro horas, es agua casi gris que le raspa la garganta. No puede entender cómo pasó.
– Tengo que llamarle. Voy a llamarle.
- Entiende es mi familia. No tiene nada que ver con nosotros.

Un pájaro trina, un perro pasa frente a su casa. Fue cosa de menos de quince minutos. ¿Cómo pasó esto?

La casa está destrozada: fotografías hechas jirones, muebles rotos y demás minucias se reflejan contra las paredes verdes. Está cansado; mira por la ventana para encontrarse con un azul oscuro y muy fresco; “la vasta media noche”- así le decía Sara a esta hora- dice al cerrar los ojos. Se lleva las manos al rostro. Siente sus lágrimas escurriendo entre las heridas frescas. Cuando ella dijo: “por supuesto que tienen que ver. No tienes porque andar llorando con nadie por nosotros.” Gritos y golpes se alojaron por todos los rincones de la casa. El niño corrió evadiendo los vidrios, la madera y demás objetos con desesperación. Si lo viéramos en cámara lenta, sería igual que en cualquier película de guerra, igual de absurdo y violento, aunque por supuesto mucho menos importante, no tendría la magnitud fatal de algún genocidio, no sería trascendente.

Un bólido de ruido que atraviesa la noche a cien kilómetros por hora levanta su mirada:
– No llegaste Dami. Te hubiera gustado mucho conocer a Paquito, te hubiera caído bien.

El último estertor del automóvil fue escuchado a las dos a.m. Damián fuma el último cigarrillo y está solo.
– Maldita sea, se acabó la puta gasolina- dice escupiendo el humo.
Recuerdan las hermosas tardes desperdiciadas frente al televisor, riendo y corriendo por toda la casa.

El teléfono suena. Una, dos, tres, cuatro, cinco veces; las hondas se pasean entre el destello de los vidrios rotos y los bufidos agonizantes y rojos de las colillas de cigarro.
- Contesta Carlo. Contesta.

Una nueva figura se hunde en el charco nocturno. Damián espera que su hermano levante el teléfono. El silencio se agita de un lado a otro. El teléfono suena, no contestan; los suspiros se disparan, los ojos hurgan la oscuridad. Dos figuras empiezan a fundirse en la noche, las trayectorias empiezan a marcarse lentamente; hoy un encuentro fallido; mañana el marasmo definitivo, esperanza en todas direcciones.
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
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