RELATO DE UN DIA DE LLUVIA
Por: Alacob Gruntel
Estaba ahí, parada bajo la lluvia, el paraguas cubría su cabeza, había emergido del sopor de la calle, del sonido de la lluvia, de los últimos estertores del día, había regresado de su pasado melancólico, de su viaje circular en el tiempo y elíptico en el espacio, se parecía a la otra, aún quedaba en ella la otra, pero ésta aparecía madura, más vieja es cierto, pero madura. Sonreía, sonreía quizás al tiempo o tal vez al marco de la puerta. Pensaba, quizás soñaba, soñaba con abalorios como ángeles o tal vez con un plato de comida. Se recortaba entre las gotas de la lluvia, se escabullía del frío o tal vez de la melancolía. Cómo dejarla ahí, cómo cerrar la puerta, cómo sonreírle y saludarla y no ofrecerle siquiera un rastro de compañía, imposible no admitiría en el cuarto cerrado de una existencia signada por gusanos multicolores, únicos portadores de luz. Se fue entrando, se fue metiendo en mi carne, en mi sangre, en mi existencia, en el punto medio de mi cerebro, allí donde se pierde el sentido de lo real y, comienza lo imaginable, penetró cada una de las aristas, se escabulló por cada uno de los rincones de mi precaria subsistencia, inundó la habitaci6n, dejando un rastro lluvia, dejando que se colara algo de la calle. Imposible no admitir un ser desvalido, abandonado por la vida, cansado de correr tras velos de oropel, imposible botarme a mí mismo a la calle. Miré su equipaje, si así se le puede llamar, imaginé los trapos que allí descansaban, trapos trasegados por la vida, vida recorrida por un mismo camino, polvoriento y circular, el mismo que un día la trajo a mí, el mismo que se la llevó, el mismo que ahora la conducía a mí. Tomó su café con deleite, con inocencia, como si el tiempo no hubiese transcurrido, como si hiciera un alto en su camino, como si no existiera. Trató de inundar el cuarto con una sonrisa de agradecimiento pero sólo consiguió atiborrarlo de recuerdos confusos que en tropel se arrojaron sobre cada uno de los objetos amenazando con destruirlos, con triturarlos hasta convertirlos en polvo, en arcilla para moldear nuevos objetos prontos a olvidar, prontos a llenar de esperanza la tenue luz que se filtraba a través de los ojos de la mujer. No estábamos solos. Sobre las sillas descansaban los días de sosiego, las noches de promesas, de alcoholizados besos, de humeantes abrazos, sobre la cama se retorcía la lubricidad de una noche excitada por la embriaguez, las sábanas aún conservaban el olor de su sexo, de sus axilas, de su sudor, todo se confundía, se entremezclaba en una alquimia de informes y múltiples olores y colores como larvas de insectos en celo. Inocente, no asumía la realidad de todo aquello, como una extraña dejó que el pocillo descansara en su regazo, trató de acomodar la mirada en algún lugar, parecía distante, sublime, inalcanzable, etérea, meditaba en el plato de comida del día siguiente. Sentí ganas de estrangularla, un nudo me apretó la garganta, traté de destruirlo con una palabra, pero no encontré la palabra adecuada, sólo me salió un mugido, un mugido de animal en celo, de macho cabrío ofendido en su amor propio, tuve que apretar una mano contra la otra, el dolor me sumió en la realidad. De nuevo intentó reír pero mi mirada la llenó de pánico, quiso gritar pero sólo le salió un graznido indefinible, se había acostumbrado al peligro, al rencor, se había cansado de temer, de intentar gritar, había aprendido a dejarse llevar, a manejar su lascivia, tal vez era lo único, lo último a que aferrarse. Sacó un vestido de la bolsa plástica, esperó mi aprobación, no tenia nada que decirle, lo acomodó en el lugar de siempre, se acercó a la cama, ausente siempre, empezó a desnudarse, pagaba su precio, ofrecía una recompensa, arrojaba una brizna de calor humano, no podía arrojar más, no era su culpa, otra vez sentí ganas de estrangularla, de apretarle el cuello, de ahogar su vida en mis manos, de traspasar su aliento vital. La tentación de la muerte despertó mi deseo, el deseo transformó mis intenciones primigenias, las hizo más lúbricas, más acuciantes, con saña apreté su sexo hasta que su gemido adquirió los matices del dolor y el placer, la sangre se agolpó en mi cerebro, me hundí en ella, me lancé a un abismo estrecho, seco, placentero y rabioso, la embestí con fuerza, con brutalidad, hasta hacerme daño, hasta sentir que partía sus carnes, hasta sentir que mil murciélagos y corrompidas alimañas devoraban mis entrañas, cercenaban mi médula y anidaban en mi espina dorsal, de la piel me brotaban hongos venenosos y espinas urticantes, me revolvía ebrio de desesperación, de desesperanza, incluso de humillación. Cuando la dejé a mi lado ya era tarde, se había ido para siempre, ya no me pertenecía o quizás ahora empezaba a pertenecerme, tal vez se habla ido como había llegado, con la lluvia, con su sonido al golpear las calles, al extenderse por el pavimento, al chocar con las basuras al corromperse con las carroñas, ahora sólo quedaba el recuerdo, la nostalgia del cuarto, de una noche de dolor atenuada por la amargura, barnizada por la angustia, sólo quedaba el murmullo de la lluvia sobre la ventana, la risa de los niños chapoteando el agua, las pisadas de los transeúntes ofendidos por el aguacero, los quejidos de los mendicantes sin techo, la distorsionada risa de los locos felices, hambrientos y ulcerosos, la despedida de los amantes sin retorno, todo era como antes, el tiovivo se había detenido, de el descendían los niños llorosos pero felices, presurosos y necesitados del abrazo de sus madres; una tenue luz se había apagado. Cuando abrí la puerta, ahí estaba, emergiendo del sonido de la lluvia, del sopor de la calle, recortada por el viento, dibujada por el último crepúsculo, roja, candente, fulgurante, con un paraguas separándola del firmamento, del infinito, ahora estaba seguro, estaba ahí nunca más se iría.
Muy bueno el cuento. Refleja la ciudad y los conflictos de la soledad, así como la violencia de las calles. Las almas desamparadas tienen un espacio de expresión aquí.