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Otra vez comienza a soplar este viento frío que desnuda los viejos y torcidos árboles; los desviste con lentitud pero con firmeza. Y esas hojas golpean la pesada lápida haciendo un ruido leve y constante que resulta tan molesto como los martillazos del viejo sepulturero, cuando clava una caja.
Siento cada vez más frío; se cuela por la corroída madera. Ya no cobija la tierra; es esparcida por el capricho de la corriente del aire. Y el montículo quedó desgastado a nivel del suelo. Por eso ya no calienta este sepulcro: mi único hogar y refugio.
Huele a noviembre. Apesta a flores de muerto. No encuentro lo agradable del aroma; tan sólo es un instante y queda en el recuerdo, se parece a la vida. Y esa mezcla de olores a comida es una peste. El picante olor del chile rojo se mezcla con el pan de muerto; el champurrado, con los frijoles refritos; las frutas son como estas tumbas. Y todo eso ¿para qué? No sirve de nada. ¿Por qué no se dan cuenta de su insistencia inútil? ¡Nadie de aquí va a tragarse eso! Lo único bueno es el vino, el pulque, el tequila y la cerveza. Eso sí que es bueno, porque ayuda a olvidar y nosotros tan sólo somos eso: olvido, somos nada.
Odio este tiempo. Me recuerda cuando estaba con vida. Además, porque desde mi sepulcro negro, veo esa chispa que se hace menos. Veo cómo la flama de la vida de estas personas que visitan este viejo cementerio se va extinguiendo de a poco. Esta gente, que trae comida y pone esos altares, camina de la mano de la muerte; conviven con ella, se impregnan del olor a muerto. Entonces mueren sin remedio como morí un día, de a poco.
No soporto su presencia. Aborrezco lo que dicen. Sus plegarias suaves son estruendos ensordecedores; mis oídos no los toleran. Sus caras son vacías. Pero la forma de elevar al cielo súplicas de perdón y arrepentimiento, mientras ven el retrato engañoso de lo que fue un día, habla de sus sombrías almas que ocultan bajo la palidez fantasmal de sus caras.
Pensé que podía haber algo de vida en sus espíritus corroídos. Me equivoqué al pensar si quiera por un instante efímero que podían sonreír o degustar una sonrisa. Olvidé que sus sentidos eran incapaces de percibir; no podían disfrutar del alimento del alma por el trago amargo de la muerte que se pasaba con dificultad por sus gargantas secas. Por eso están más muertos que yo.
Al menos soy capaz de ver a los que no pueden captar con sus opacos ojos. Al menos puedo percibir lo que otros han dejado de sentir. Al menos disfruto del olvido del tequila y puedo probar lo que a los otros es desabrido. No como esta gente que se aferra a lo que ya no es, como esa señora.
Nunca entendí por qué se esmeraba tanto en barrer el polvo de la lápida de enseguida y en amontonar las velas con todos los santos de su devoción. No demoró en encenderlas al tiempo que contaba con sus dedos las cuentas de su rosario. Ella lo recitaba con voz baja pero muy de prisa, tan de prisa que la lista de letanías parecía de la extensión de un padre nuestro. El muerto de esa tumba, se había ido momentos antes, precisamente para no escuchar la monotonía del rosario de la voz de la que fue un día su mujer. Y se fue no por ser un muerto sordo, sino porque estaba como yo: harto de tantas palabras.
Tampoco entendí a esos jóvenes llenos de arrugas. No pasaban de los veintiocho años, pero ya habían perdido la vista pues hasta se equivocaron de tumba; sus esqueléticos cuerpos no tenían lugar para una pizca de ánimo. Eran unas almas en pena; tan sólo espíritus errantes. Lloraban pero en las cuencas de sus ojos no había lágrimas. Creo que tampoco tenían. Al menos daban la impresión de llorar de manera desconsolada. Pero no consiguieron palabra alguna de aquella mujer muerta; ella permanecía tirada en el suelo oliendo las flores que se caían de los vendedores.
La única persona que hacía algo con sentido fue esa señora. Los años se habían quedado en su piel; sus pliegues daban cuenta del desgaste de energía, ésta se desvanece pero no sin antes hacer estragos y marcar con arrugas la fragilidad humana. Sus manos artríticas, las mecía en el aire como queriendo asirse a algo. Y al no encontrar nada volvían a intentarlo una y otra vez, en distintas direcciones. La joroba en su espalda acentuaba más su aspecto lúgubre; hacía resaltar su fealdad. Esa deformidad era fiel testigo de su espíritu de guerrero. Nunca cedió ante las tempestades, tampoco a las impetuosas investidas de la muerte. No la doblegaron, pero sí consiguieron hacer un monumento en su cuerpo, como fiel testigo de los estragos de los vientos de muerte que hay en la vida.
Cuando le pregunté el por qué de su presencia en el cementerio, confirmé mis sospechas; podía oírme y verme. En un par de ocasiones le pregunté lo mismo, pero sus ojos no fijaban un punto, ni daban muestra de haberme localizado. Ella seguía con sus torpes movimientos y su mirada hacia todos lados, pero sin enfocar algún punto de este podrido cementerio. Y así sin voltearse a donde me encontraba, contestó con un intentó de voz. Traté de juntar las pocas letras que balbuceó. Y no fue difícil descifrar su mensaje. Ella estaba perdida. Por eso pertenece aquí. La tumba que estaba pisando era su casa. También llegué así, a este sepulcro. Entonces me quedé pasmado por unos instantes.
Mientras discurría en mis recuerdos. La extraña señora se dejó caer en la oscura tumba, cavada precisamente por los que venían a celebrar el día de muertos. El ruido del golpe enmudeció con prontitud; la tierra de inmediato la abrazó de manera voraz, como cuando alguien traga después de mucho tiempo de no haber probado alimento alguno. Ahora sí va a descansar. Al menos hasta el otro año. Las hojas y el viento, nunca se equivocan; llegan cuando lo tienen qué hacer.
Por eso prefiero quedarme en mi sepulcro, mi hogar y único abrigo, para ya no ver cómo se va muriendo la gente. Aquí en este cementerio, puedo encontrar el olvido, el refugio donde recordar lo que perdí cuando no era un muerto por completo.
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