Caía el sol sobre los buhíos, las viviendas del pueblo taíno. Los hombres regresaban con una gran colecta de yuca y las mujeres les sonreían, aún sabiendo que comenzaba el trabajo duro de apilarla junto a la prensa, donde al día siguiente, antes de la salida del sol, jóvenes y ancianas se turnarían para preparar las tortas de casabe. Las primeras pelaban, lavaban y rallaban la yuca para prensarla, quedando vigilantes para que ningún niño lamerón escurriera algun pedazo de los palos, mientras las segundas tostaban el delicioso pan de la tribu. Ese olor tan sabroso invadía la aldea haciendo funciones de despertador para todos.
La noche se establece, cálida y húmeda, casi perfecta. El cacique, pequeño y regordete, aparta con una mirada violenta a dos de sus sirvientas artesanas. Con paso firme aunque algo gracioso, levantando los talones, como si quisiera parecer más alto de lo que es, se acerca al fuego sagrado. Allí le espera el chamán, encargado de preparar y alimentar la hoguera, que se ha sentado junto a doce guerreros dispuestos a comenzar el rito. Muy serios, miran al centro del fuego desde sus bancos de madera, labrados con formas humanas y animales, esperando impacientes el reparto de la cohoba.
Entre todos destaca uno, que por ser tan joven y frágil, pareciera no encontrar su lugar en ese rito a los dioses. Maguá de nombre, no perdía de vista lo que ocurría en su noche de iniciación. Al igual que los demás, su piel oscura estaba tintada con el rojizo zumo de bija, y sobre ella numerosos adornos, sobre todo en cabeza y cintura, que le hacían resplandecer con los reflejos del fuego. Era su noche de gala y estaba tenso, probaría por primera vez la cohoba, y él lo sabía, eso le haría ver a los dioses y con un poco de suerte podría hablar con ellos. Aunque temía que no se dignaran.
A los pies de las pequeñas estatuas sagradas había doce conchas de caracol, que a modo de cuenco, contenían un polvo amarillento. Junto a ellas, un palo de madera, tallado en los extremos. El chamán miró al cielo, sin luna y estrellado, y abriendo los brazos lentamente comenzó a gritar con fuerza los nombres de los dioses. Uno a uno, los doce guerreros se acercaron a las estatuas, agarraron el palo de madera y se lo introdujeron lentamente en la garganta provocándose el vómito para, a continuación, aspirar por boca la cohoba.
Maguá era ya un hombre, un auténtico taíno, digno de mujer y reconocimiento. Los demás comenzaron a bailar y cantar. Se arrodillaban a veces y parecían mantener conversaciones con el aire, sus caras multiplicaban los gestos, lanzaban sonrisas, mostraban miedos. El efecto de la droga les hacía enloquecer y agitarse, o caer exhaustos. Pero Maguá estuvo todo el tiempo sentado, con un semblante serio, casi triste, como si la cohoba hubiera sido para él un zumo de batata. La hoguera se extinguió, amanecía, llegaba el olor del casabe recién hecho.
Una vez terminado, el chamán gustaba de recoger las experiencias del rito, preguntando a cada uno de los participantes en la ceremonia sobre las órdenes recibidas de la deidad. Dudó mucho preguntarle a Maguá, porque le pareció haberle visto poco receptivo en la hoguera, y aun creyendo que sería una pérdida de tiempo, lo hizo, aunque con desgana. Maguá le confirmó que no había contactado con ningún dios conocido. Sólo aseguró recibir claramente tres visiones que no se le apartaron durante todo el ritual: su pueblo vacío, hombres de piel enferma y una gran cruz de madera.
RITO TAÍNO (PERROFIEL) Transmitida con arte,la atmósfera de ese ritual,en cada imagen,en cada palabra... Quien parece estar ausente y disperso,ha tenido una gran revelación. Felicitaciones por tu cuento. Pau 2