Dedicado a todas las mujeres,
en especial a las que sufren
y a las luchadoras.

Rojas. Rosas rojas. Acabadas de salir de la floristería, aún con las perlitas efímeras prendadas de sus pétalos y con su belleza intacta erigida sobre las saetas verdes. El ramo, al lado de la maleta de óleos y los pinceles descabellados, es el símbolo de una nueva vida. Se acabaron los gritos, los insultos, y mi piel morena convertida en tierra abonada para las violetas. Violetas florecidas, más grandes o más pequeñas, diseminadas por mi cara, mis brazos o mi vientre. Mi temible jardinero, miedo, ahora, es lo último que te tengo.
Creía ser una especie de Cristo. Con un perdón infinito y un amor invencible, perdurable en el tiempo. De aquella creencia, sólo quedan las llagas y las espinas… y una cruz de recuerdo. Me tragué una y otra vez tus absurdos argumentos, los aliñaba y ya tenía la cena, pues siempre me los soltabas de noche, con tus tardanzas, y yo me acostumbré a no comer otra cosa, adelgazándome a ojos vista. Después vinieron tus reniegos, tu incomodidad perenne y tu metamorfosis en araña: con tus patas todo lo estudiabas y en cada suceso encontrabas un nuevo defecto mío a relucir. Y yo lo veía, pero volvía a cerrar los ojos y esbozaba una sonrisa. Mañana es otro día, me decía. Y mañana era igual que el anterior, con nuevos chaparrones por televisión pero con la misma tormenta dentro de casa, una tormenta que se tornó ciclón y amenazaba con devorarme.
La última vez que te vi, te encontrabas enroscado en la cama, como una serpiente –delante de los demás, cabrón, que rápido cambiabas la piel- antes del ataque, pero con los ojos cerrados, imitando la dulce sonata del cerdo –no entiendo como me engañaste para arrastrarme a tu mierda-. A pesar de tu juventud, lucías una prominente barriga, con pliegues y más pliegues cayéndote, talmente chocolate blanco abocándose sobre una bandeja, y, al final, los pelos rizados y negros, estarrufados como una gallina, cerca del pubis. Y más allá tu sexo de escorpión. Aquel sexo que me traía loca. Aquel carcelero en la prisión de la cama, donde las rejas eran las sábanas y mi agonía tu placer. Aquel dardo envenenado que se me clavaba dentro, en la piel y en el alma. Te dejé allá., y mientras dormías, recogí con las manos los últimos hilos de alma que me quedaban cosidos en el cuerpo. Me marché con el último recuerdo de mi dignidad pisoteada.
La orden de alejamiento y un estudio destartalado han soplado el negro de mis lienzos, pero tu cara aun se resiste a marcharse, se afana con uñas a mi carne y tus palabras, por mucho que las escurra por mis ojos, han echado raíces en algún rincón oscuro y batallan por no morir: en cuanto el cielo se torna gris, rebrotan con fuerza. Echarlas del abismo donde dormitan y de mi vida, es el último dolor que me causarás, puedes estar seguro. No basta con haber puesto tierra por medio, debo extirpar tu recuerdo de cuatro años, dos meses y un día, la duración de mi condena.
En realidad, estoy hastiada de tanto dramatismo, esto no es una telenovela barata, es mi vida. Y aunque le duela a la burocracia, al papeleo y a la lenta justicia, en ella yo soy la reina, diosa y soberana. Me harté de ser una víctima, de ser un simple un recuerdo de mi identidad, un negativo de mi misma.