He visto el rostro de la alegría.
He visto el rostro de toda vida escondida bajo máscaras de miedo, dolor, odio... Te he visto sentado en tu casa, bajo la sombra de tu cuarto, cubierto de ideas, pasados, y tantos galimatías que empozan tu vida escondida.
Salí de mi casa. Subí a mi auto con dirección desconocida. Un auto de color rojo detuvo toda imagen que orlaba mi sentimiento. Chocó contra mí, y del auto color rojo salió un hombre enmascarado de carne, ojos, pelos y ropas coloridas, y bajo todo ello estaba un niño muy ocupado, con voces mudas que palmoteaban su instante.
Me gritó, pateó y escupió mi auto, y luego, esperó a que bajara del auto. Bajé lentamente, y con una sonrisa veraniega e iluminada le dije que todo estaba perfecto... Saqué una tarjeta de crédito y le pagué todo lo que pedía. Tuve suerte, pude ver su rostro alegré que aún desconocía y que yo pude amparar bajo sus máscaras de miedo. Gracias, me dijo con los ojos alegres y una sonrisa suelta y llena de sosiego.
Le vi alejarse, con su auto rojo y una media sonrisa que se ocultaba como el ocaso de una tarde veraniega. Continué mi viaje. Prendí la música y escuché a Bach... Me gustó, y continué manejando rumbo hacia el ocaso del día, rumbo hacia la alegría que iluminaba todo aquello que respiraba...
Ya en la noche, y con el cuerpo hecho puré, fui camino a casa. Había hablado con dios, con los hombres, con los diablos y conmigo mismo... A todos escuché, a todos esperé, y a todos les dije sí. Continué mi ruta hacia casa, en mi auto, y con el alma llena de paz. Cuando llegué vi un ave esperándome en la puerta de casa. ¿Que quieres?, pregunté. Me miró con uno de sus ojos, pero no dijo nada. Volví a preguntarle lo mismo, pero nada. Entré a mi casa sin tocar al ave, y cerré la puerta. Y cuando iba a comer un poco de fruta pensé en el pájaro. Cogí una vasija y la llené de agua, y se la fui a dejar al ave que estaba en la puerta de mi casa. ¿Tienes sed?, le pregunté. No respondió, pero empezó a mover su cabecita de un lado hacia otro como viejas chismosas, luego, movió su cuerpo lateralmente cada vez más atrás, impaciente, como queriendo mirar lo que le ofrecía... Le bajé la vasija con agua y empecé a retroceder así como el ave, y vi que él empezó a acercarse al agua. Tiene sed, pensé. Entré a mi casa y por una de las ventanas le vi bebiendo como si estuviera haciendo gárgaras matinales. Me reí, y luego, me senté a comer...
Ya en mi cama recordé todo cuanto hice en el día y me di cuenta que había visto el rostro de la alegría, y el rostro de la vida en cada criatura animada o no. Cerré los ojos y me puse a soñar, y soñé cosas muy bonitas que no te puedo contar, al menos esta noche, mañana... puede que sí.
San isidro, mayo de 2006