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—Te he dicho que me dejes. Si no vas a hacerlo es porque no me quieres—, le gritó Elsa por enésima vez.
Jorge llevaba algunas horas intentando entrar en el dormitorio de su hija, que se hallaba cerrado a cal y canto desde dentro. Hacía mucho que Elsa no se sentía bien y se resistía a hablar con su padre.
En una época ella y su padre se llevaban muy bien e incluso junto a él Elsa podía sentirse a salvo; pero desde que su madre falleciera, dos años atrás, se sentía sola, cada día más sola y triste. Y por mucho que su padre intentara derribar ese muro que se había instalado entre ellos, no lo conseguía. No había nada en este mundo que pudiera consolar a Elsa. Nada, excepto que le devolvieran a su madre.
—Es absurdo que me pidas que te traiga a mamá; no podemos revivir a los muertos, hija.
—Entonces, no intentes hacer nada. NADA puede ayudarme, sólo ella.
Ya habían tenido esta discusión; cada día de la vida de ambos durante los dos últimos años, para ser más exactos.
Jorge estaba destruido. La impotencia laceraba su instinto paternal y ya no sabía qué hacer por traer de vuelta el sol que antaño iluminara la casa. Hasta que tuvo una idea que cambiaría su vida para siempre.
Conocía, como todos en cualquier lugar del mundo, las habilidades del enano Rumpelstilskin y a su encuentro fue. Como era de esperarse, el famoso liliputiense saltó de alegría al descubrir que todavía había personas que lo recordaban. Y, como también podríamos haberlo imaginado, consiguió engatusar al atormentado hombre para cumplirle su deseo a un precio altísimo.
—Déjame. Te he dicho que me dejes.
Los nudillos de Jorge contra la puerta del dormitorio siempre hacían retumbar todo el cuarto; y aunque esta vez Elsa los sintió más suaves que de costumbre, respondió impulsivamente.
—Tranquila, pequeña—. Al oír la voz de su madre, el corazón de la niña cambió rotundamente de ritmo.
—¿Mamá, eres tú, de verdad?
—Sí, hija, soy yo. Todo irá bien, tranquila.
—¿Y papá?
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