Tenía quince años cuando fui expulsado del servicio religioso del pueblo en que vivía. Los curas decían que era por mi falta de personalidad y mi débil seguridad en saber lo que quería.
Salí a la calle después de muchos años en el convento y pude ver la luz del nuevo día, a la gente caminando con aires preocupados. Me llamaba la atención el escucharles hablando de cosas que sentían importantes. Vi en la esquina a un hombre cojo mendigando. Detuve mis pasos y me puse a observarle. Tendría nos mas de cuarenta años, y aunque hacía calor usaba saco de lana azul, y un sombrero negro de paja que usaba de recipiente para recibir limosnas. Me fijé en su rostro y pude ver que era encarnado y grasiento, de cabellos negros y lacios como las hebras de un caballo, cortado al ras, así como los alemanes. Sus manos eran callosas, grandes y quemadas por el sol…Era hermoso ver a un hombre vivir ante las adversidades del mundo...
Me acerqué un poco más y de lo que guardaba en mi bolsillo le di todas las monedas que me quedaban. EL cojo me miró y moviendo zalameramente su sombrero me agradeció como esos payasos de circo haciendo su función. Luego, se dio media vuelta y continuó su trabajo. No entendí ni me importó quedarme sentado en el suelo al igual que el cojo, pero así me quedé durante todo el día, tal como me decía el cura: “mirando las musarañas”.
Sentado en el suelo vi el Sol que subía y bajaba hasta ocultarse entre el cenit del ocaso. Así me quedé hasta el día siguiente, sin sentir las ganas de cerrar los ojos. Me agradó mucho ser espectador de aquello que sucedía desde antes que yo existiera…
Temprano me levanté y comencé a caminar y caminar hasta llegar a la casa de un amigo de la infancia. Cuando llegué a su casa toqué la puerta y él salió por la ventana de arriba. “Hola”, le dije. Me miró como si fuera un extraño. Luego de observarme por un momento me invitó a pasar, haciéndome preguntas y preguntas que no quise ni deseé responder, no es que no supiera las respuestas, lo que pasó fue que deseaba callar y sentir el tono de su angustia, de su voz inquisidora… Al medio día, y después de media hora de quedarnos en silencio decidí salir de su casa y alejarme de su vida de preguntas. Le agradecí y me perdí por las calles del pueblo.
Mientras caminaba sin rumbo ni meta, me di cuenta de mi vagabunda y contemplativa naturaleza, por ello tuve que refugiarme al interior del bosque. Al llegar al borde de un río, lo primero que hice fue construir una cabaña. Al inicio los mosquitos me mordían como leones enanos, pero con el paso del tiempo dejaron de molestarme. Diariamente me bañaba en el río y me alimentaba de los frutos que encontraba en los árboles para mi supervivencia, y, una vez al mes iba al pueblo a canjear los frutos y verduras por insumos para pasar el largo invierno.
Los años pasaron y todo seguiría igual sino fuera porque una tarde en que contemplaba el canto del río al medio día percibí que alguien me observaba y se acercaba hacia mí con gran timidez. Volteé y vi que un inmenso oso negro se me acercaba, poniendo su húmeda nariz como guía hasta estar a unos metros en donde me hallaba.
- ¿Eres el santo que espera? – me dijo.
Le miré y sin dudar le dije que no era un santo y que no esperaba nada.
- Entonces… ¿Por qué miras el cielo? Te hemos observado cogiendo con tus ojos los pájaros volando por el cielo. Luego, te sientas en la orilla del río y empiezas a acariciarlo con tus pies… Es que, ¿esperas que ella te cuente el secreto de la verdad?...
Le contesté que me gustaba hacer las cosas sin esperar nada de lo que él decía…
- Pero he visto en tu rostro el mismo resplandor del los dioses, igual al brillo reflejado en las crestas del río en el atardecer… Es que, ¿eres nuestro hermano extraviado?
Sonreí y no supe qué responderle, me pareció mágica aquella tarde y me quedé observándole sin dejar de sonreír.
- Hermano, ¿son así todos los hombres que viven como tú…?
- No lo sé – le dije – Al menos, yo soy así y me siento bien siendo como soy y, sobre todo, me encanta escucharte…
- ¿Es que acaso no has escuchado el canto del río? ¿El saludo de las aves por las mañanas y tardes? ¿La angustia de un becerro a punto de a nacer?… Hermano, todos esperamos ser escuchados por alguien así como tú ¿Es que acaso no eres un dios?
Le dije que no, pues así como ellos, mi cuerpo acabaría y desaparecería como las gotas de agua en el río fluyendo hacia el océano.
Me miró y de pronto me di cuenta que tras de él había una muchedumbre de animales y aves, e insectos que, tras los arbustos, escuchaban cada una de mis palabras… Sonreí y entré a mi cabaña ante los ojos sorprendidos de los animales del bosque. Desde aquel día no hubo una tarde en que no escuchase preguntas y preguntas que me hacían cada uno de los seres del bosque. Eso, me hizo sentir como un padre.
El tiempo pasó y cuando cumplí los cien años, enfermé. Mientras agonizaba echado sobre mi catre en total paz, vi que por la ventana todos los animales y bichos me observaban con hondo pesar… De pronto, el oso negro entró a mi cabaña hasta llegar a posarse frente a mí. Y con sus enormes garras las hundió sobre mi pecho arrancándome el corazón para luego, alzarla y mostrarla a todos los animales…
- Esto es lo que de un hombre más vale… ¡Su corazón! - dijo.
Lo puso en suelo y todos los animales entraron a la cabaña y empezaron a lamerlo, uno a uno hasta que no quedó nadie… Luego, cogieron mi cuerpo y lo echaron a los buitres que con gran avidez se alimentaron de mis entrañas… Los bichos y gusanos hicieron el resto hasta que no quedó nada de mí. Mas mi corazón lo guardaron y escondieron en la mas alta de todas las montañas del bosque…
Diciembre del 2004