Ayer, domingo, fui a casa de don Salustiano, a pasar un rato en su compañía. Le explico que muchas cosas de las que él me cuenta, luego las escribo y las publico en estas páginas, pero sin descubrir su procedencia. Hoy le he solicitado la venia para escribir sobre su persona. Don Salustiano ha adoptado un aire de perplejidad y luego, con la pícara mirada que da viveza a su semblante, me ha soltado:
-Que soso debe ser lo que escribes, cuando quieres hablar acerca de mi persona.
-Ya me dirá, don Salustiano, quién, a sus noventa años, está tan joven como usted.
-Pero el que me sienta joven no supone que yo sea una persona digna de ser contada en letra de molde en ningún sentido. Pues mis hazañas pueden muy bien resumirse en cuatro palabras: nació, creció y espera el final.
-Sí; pero ejerció una carrera humanista, luchó en una guerra, dio cima a una familia que cual fructífero árbol ahora se expande por la rama de los bisnietos.
-Y todo eso, ¿quieres decirme que puede importarle a los demás?
-Fríamente analizado, nada. Millones de personas han pasado por los mismos avatares. Es dar a conocer a la persona que tantas ideas me sugiere para escribir a la que pretendo presentar a mis lectores.
-Bueno, por mi no hay ningún inconveniente en que cuentes lo que mejor te parezca sobre mí. Cualquier cosa que digas me envanecerá, pues no serías mi amigo si no te considerase un hombre de bien, y sé que nada malo saldrá de tu pluma. Pero no se te ocurra escribir que una vez por semana practico el onanismo como media de profilaxis, ni que aún contemplo con apetito las líneas curvilíneas de las mujeres jóvenes, y que me siento en la edad de la lactancia dispuesto a chupar de ellas cuando descubro unas ubres pletóricas. Si tus lectores me ven así, van a sacar una pobre opinión de mi persona al considerarme un viejo verde; y, de no ser así, van a decir que tú les mientes.
-Le prometo, don Salustiano, que no haré mención de esos desafueros a la edad, que bien quisiera poder esgrimirlos yo si llego a sus años, y estoy seguro que más de uno se los envidiará. Pero lo que no puedo omitir es que la carta que publiqué bajo el título "Una página de mi diario", procede de su diario, que tan gentilmente me prestó para leer, y que muchos de los episodiso que cuento son trasunto de lo que tengo hablado con usted.
-Hombre, la verdad que la página a que aludes, cuando me mostrástes la copia publicada en Busacacuentos me gustó bastante, al extremo que no recordé que la hubiese escrito yo, si bien la escena la recuerdo a la perfección, son cosas que no se olvidan con facilidad por años que pasen.
-Antes me hablaba de la fuerte impresión que le ha causado la lectura del libro que acaba de leer: "Blanco sobre Negro", de Rubén Gallo. Me gustaría saber más del mismo.
-Tan solo me limitaré a decirte las dos cosas que más me han impresionado, porque si no esta charla la alargaremos más de lo debido; cuando Rubén escribe: "Pedir ayuda a los demás es lo más horrible y desagradable del mundo" y "Un "nunca" eterno; la muerte arrasa todas las esperanzas y posibilidades". Porque en ambas expresiones anida el miedo cerval que he padecido desde que sentí que iba atesorando años: que tuviera que depender de los demás. Gracias a Dios, y nunca me cansaré de agradecérselo bastante, a mis noventa años aun puedo valerme por mí mismo, hasta para conducir el coche.
-Y que Dios le conserve así por muchos más años, para que yo pueda seguir extrayéndole ideas para escribirlas después. Y perdone, don Salustiano, este desahogo egoísta.
-¡Perdonado!