Llegó asustado a la habitación. Perdido en el pensamiento de lo ocurrido. Las gotas de sudor que se desplazaban por su frente refrescaban el horrible suceso. Con sólo 9 años, su pequeño cerebro no podía codificar el presente.
A Alberto le temblaban las manos. Sus ojos estaban perdidos en la distancia, mirando fijamente aquel cuadro sobre la blanquísima pared, al norte de la habitación. Por el lado sur, la puerta que no quería ver. Mientras por el occidente, invadían su privacidad los rayos de sol de aquel fatídico atardecer. Esos cálidos intrusos disminuían sus aguadas pupilas que ya no veían claramente. Se sentó sobre una de las cajas de cartón que guardaban su pasado, sus evidencias, sus complicidades con lo prohibido y sus pertenencias. De repente el llanto le ganaba la batalla.
Empezó a recordar con el amor incondicional que era recibido a la llegada de la escuela. Aquel encuentro era fabuloso. Toby limpiaba su carita con la lengua, mientras su cola realizaba su paseo pendular por el regocijo. Era su amigo más fiel. Era su perro.
Aquel raro cruce de razas le robaban a Toby su pedigree y su condición de pura sangre. Por eso su precio resultó ser razonable al momento de comprarlo. Fue el regalo de su séptimo cumpleaños, tratando de suplir la falta de un hermanito.
La situación económica se tornaba precaria para Milton y Lucía, sus padres. Ante la insistente solicitud de un compañero de juego por parte de Alberto, optaron por un miembro familiar que implicara bajos compromisos económicos. Decidieron comprar un perro.
Así llegó Toby a la familia, siendo apenas un cachorrito de ojos negros y almendrados, pelo largo, de color marrón claro, orejas largas y cola corta.
Alberto tenía un nuevo compañero, pero también una nueva responsabilidad. Se tenía que despertar cada mañana cerca de las seis para darle leche a su nuevo amigo. Los primeros días no fueron de gran sacrificio para él, ya que no conseguía el sueño pensando en su nuevo juguete. Se desesperaba mirando el reloj de agujas de la pared que ya sabía interpretar. A veces confundía las cuatro con las cinco, sobre todo cuando la manecilla de los minutos se posaba sobre la manecilla de las horas. Los minutos eran siglos, pero se aceleraban cuando empezaba a escuchar a lo lejos el cantar de ciertos gallos madrugadores. Era increíble. Los gallos siempre cantaban cuando el reloj marcaba las cinco de la mañana. Nunca cantaban antes. Es por eso que cuando escuchaba un gallo sabía que eran las cinco y no las cuatro.
Cuando olía el aroma del café recién colado que llegaba hasta su habitación, era señal de que había gente despierta en la cocina. No se atrevía a salir a la cocina en la oscuridad, por miedo a cualquier cosa. Esperaba el olor del café para saltar de la cama y darle la leche a Toby. Luego de esa tarea matutina, y sólo luego de concluirla con precisión, empezaba a alistarse para ir a la escuela.
Alberto tenía pocos amigos en la escuela. Aunque con una imaginación privilegiada, tenía dificultades para concentrarse, por lo que no se destacaba mucho en los ejercicios de lectura comprensiva. Eso le hacía ganar reproches de su profesora que lo acusaba de retrasado frente a sus compañeros de curso. Nadie quería tener de amigo a un retrasado, que por demás era débil y llorón. No lo dejaban jugar al béisbol porque no sabía ni siquiera agarrar un bate y le temía a la pelota. ¡Es dura esa pelota!, exclamaba sorprendido cuando la tocaba antes de cualquier juego. Ante tanta marginalidad y la falta de un hermano, desarrolló amigos imaginarios, enemigos fáciles de vencer e historias donde él y Toby, eran los héroes.
La situación económica de la familia se deterioraba, pero él no lo sabía. Los cambios en la dieta los interpretaba como un deseo de sus padres para que comiera más saludable. Ya las carnes y frituras empezaban a ausentarse en los almuerzos.
Milton tomó una decisión: “nos vamos del país”. Harían uso del visado americano que en mejores tiempos sirvió para el paseo por Disney, allá cuando el dinero no era la principal preocupación para la familia. La decisión de abandonar el país era difícil para todos, pero los efectos para Alberto eran mínimos, o por lo menos eso pensaba. Cuando su padre lo sentó aquella noche para contarle con lágrimas en los ojos sobre la decisión, Alberto, sólo atinó a preguntar: “¿qué día nos vamos?”. ¿Qué podía perder? No tenía grandes amigos, no dejaba gratos recuerdos de la escuela, no se separaba de un prematuro idilio con alguna vecinita, no renunciaba a mucho. Todo lo que necesitaba era a Toby, por lo que le pidió a los padres llevarlo con él, petición que en principio fue aceptada.
Al calcular los costos de traslado del pequeño can, los padres de Alberto incurrirían en un gasto no presupuestado. Era necesario un permiso de salida, un pago de traslado especial, un pago de impuestos en los Estados Unidos, etc. Todo en dólares. El presupuesto no alcanzaba para complacer al niño.
Milton tuvo que tomar otra fuerte decisión: “¡hay que vender al perro¡”.
Esto si sería difícil de comunicar a Alberto, por lo que decidieron no decirle nada. Publicaron un anuncio en la prensa donde le ponían un precio al amigo de Alberto, sin darse cuenta que le ponían precio a su felicidad.
Aquella era una tarde como cualquier otra. Ya la mayoría de las pertenencias estaban organizadas en cajas rotuladas para poder saber donde estaba cada cosa. De repente, se acercó aquel señor y su hija, como de 6 años. Llegaron en un vehículo, que a juzgar por el tamaño, la marca y el brillo, era bien costoso. Llegaron interrumpiendo el juego donde ya Alberto y Toby estaban venciendo al monstruo de tres cabezas del jardín. La niña dijo en voz baja: “¡debe ser ese¡”, mientras tocaban a la puerta de la casa. Lucía preguntó a los visitantes el motivo de la presencia, a lo que respondieron casi a coro: “venimos por lo del perrito.”
Alberto extrañado por la inusual visita, les siguió los pasos, sin que pudiera ser notado. ¿Qué era eso de que “venimos por lo del perrito”?. No le gustaba lo que estaba pasando, y una suerte de dolorosa premonición le empezó a estrujar el corazón. Las palpitaciones iniciaron su aceleración, el aire empezó a faltarle, la barriga a dolerle y su cabeza repasó su vida en segundos. Su nariz percibía un aroma desconocido que le llenaba la boca de un sabor amargo. Le empezó a llegar el olor de la despedida.
Tras unos diez minutos de una conversación que no llegó a escuchar, Lucía llamó a Alberto a la cocina. El plan era entretenerlo, ofreciéndole sus galletas y jugo preferidos, mientras Milton entregaba a Toby. Le dirían que el perro habría desaparecido.
Ya Alberto lo había descifrado todo y tenía su plan de rescate. Saldría corriendo a arrebatar el perro de los brazos de sus secuestradores al menor descuido de la madre. Pero se le hizo tarde. Cuando escuchó el arranque del vehículo, solo pudo salir corriendo de prisa por la sala, empujar a su padre que venía de frente y parar de golpe en el portal, viendo como se marchaba su amigo Toby.
No hubo ladridos de despedida, ni abrazos, ni un momento para decir adiós. Sólo un gran suspiro que intentaba sacar todo aquel dolor que le invadía el pecho. Salió nuevamente corriendo, pero esta vez buscando un refugio.
Llegó asustado a la habitación. Perdido en el pensamiento de lo ocurrido. Las gotas de sudor que se desplazaban por su frente refrescaban el horrible suceso. Con sólo 9 años, su pequeño cerebro no podía codificar el presente.
me quede gratamente sorprendida ,...espero ver mucho mas de tu trabajo....