Busqueda Avanzada
Buscar en:
Título
Autor
Cuento
Ordenar por:
Mas reciente
Menos reciente
Título
Categoría:
Cuento
Categoría: Urbanos

Un deseo

La situación en que me encontraba en el verano de mis
veintidós años, tras concluir el último curso de universidad,
era ésta: no tenía nada aparte de juventud. Subsistía con el
poco dinero que periódicamente me enviaban mis padres y con
trabajos esporádicos mal pagados en un Madrid repleto de cosas
de otros. Por lo tanto, sólo disponía de futuro,
probabilidades, proyectos e ilusiones sin concretar, por
ejemplo la de una buena vida e incluso la de tropezarme con
riquezas y gloria, ocultas en el tiempo en el que me iba
adentrando poco a poco.

De momento, el paso siguiente lo iba a dar sin titubear porque
los estudios me depositaban con toda naturalidad en unas
oposiciones que, de aprobarlas, me depositarían en una estable
seguridad. Ahora me sorprende mi poca visión de entonces, el
que no supiera distinguir nada más que aquella débil señal y
el concentrar en una pequeña esperanza toda la ambición, la
energía y el porvenir. Y por eso debió de parecerme una gran
suerte que una amiga me ofreciera el lugar idóneo donde
estudiar a fondo y sin distracciones.

Se trataba de un apartamento en el último piso de una casa
antigua sin ascensor, cerca del Parque del Oeste, con
escaleras de mármol blanco y una artística barandilla de
hierro forjado. En realidad, en su origen, había sido un piso
que los dueños convirtieron en los dos actuales para
alquilarlos.

A finales de junio mi amiga se marchó de vacaciones y como
ella el resto de los vecinos, y me trasladé allí. Los primeros
días fueron muy agradables. Era la única dueña de la casa, del
tiempo, de mí, de toda la paz imaginable. Me levantaba
temprano y con el café me introducía en el estudio de uno de
los temas. Por la ventana entraba el piar de muchos pájaros,
que no se veían, y el aire apacible de las ligeras mañanas de
verano.

Opté por un atuendo cómodo y monótono: pantalón corto y
camiseta de tirantes. Recuerdo que entonces llevaba el pelo
corto y de mi color natural, que es oscuro.

A mediodía sentía la tentación de bajar a comprar el
periódico; pero como un periódico siempre puede resultar más
interesante que un tema de oposiciones, desistía. Por la tarde
ya hacía mucho calor para salir, aunque a veces por la noche
me decidía a ir hasta algún bar para tomar algo y luego dar un
paseo. Los bares solían estar poco animados y las calles
también, así que regresaba más bien aburrida.

Hasta que, más o menos al mes, noté que empezaba a
desesperarme no recibir cartas ni llamadas, lo que no era de
extrañar porque nadie conocía mi actual dirección ni mi
teléfono. Y, sobre todo, me alarmaba el continuo silencio que
más que paz me ocasionaba inquietud.

Las mañanas eran más humanas, tal vez por la presencia de los
pájaros invisibles, en cambio los atardeceres, día tras día,
fueron acumulando el vacío de los cuatro pisos deshabitados y
me vi obligada a estudiar con la radio puesta a bastante
volumen, a la espera del cansancio y el sueño, que cada vez
llegaban con más retraso. Por eso, cuando hacían su tímida
aparición, me metía en la cama, apagaba la radio y el flexo y
procuraba repasar mentalmente lo último que hubiese leído
hasta que me dormía. Sin embargo, al rato cualquier pequeño
ruido, a veces el propio estruendo del silencio, me hacía
abrir los ojos, que quedaban vagando en la oscuridad de la
habitación, más caliente que la oscuridad del universo aunque
sin luna ni estrellas.

Una noche, al volver del paseo y dar al interruptor del
portal, el silencio o el vacío del que hablo se presentó con
la luz y comenzó a ascender por el hueco de la escalera detrás
de mí rozándome la espalda como un soplo o una pluma. Me
apresuré a abrir y cerrar la puerta y pensé, recobrando la
calma, que era la ausencia de los demás la que provocaba esta
absurda necesidad de roces fantasmales porque seguramente los
fantasmas los crea el deseo de personas.

Aunque esa misma noche por fin ocurrió algo, un ruido, un
portazo seco y próximo que me sobresaltó de verdad. Una vez
alerta, no tuve más que distinguir movimientos en el piso
contiguo: grifos, el frigorífico, la persiana, una tos,
sonidos de alguien real, cuyos pasos sosegados por las
habitaciones durante media hora me fueron tranquilizando,
acunando, adormeciendo. Soñé bien.

A la mañana siguiente percibí en el descansillo y las
escaleras un leve rastro de perfume. Me alegré sin querer
alegrarme. Y durante varios días seguidos se repitió lo mismo:
su llegada a altas horas de la noche, los ruidos humanos, los
pasos. Al tiempo que estudiaba, no podía dejar de pensar que
probablemente la misteriosa vecina era una mujer a quien le
gustaría charlar con alguien como yo cuando ella llegase tarde
y que podríamos ser amigas.

A continuación me parece que transcurrió una semana sin
aquellos sonidos ajenos que tanto me tranquilizaban. Una
ausencia más que creaba una necesidad más. Me limitaba a oír
mis propios pasos, la radio, la cisterna. La noche crecía y se
desbordaba sobre la propia noche hasta que llegaba el alba. De
vez en cuando contabilizaba los folios memorizados que iban
formando una montañita cuadrada.

Fue precisamente al final de este paréntesis cuando mucho más
temprano de lo habitual, a eso de la hora de cenar, oí dos
pares de zapatos por la escalera, la puerta que se abría y se
cerraba y luego, a través del tabique de los salones, la risa
perfumada de mi vecina. Sin verlo, supe de inmediato que
alguien la abrazaba. No hablaban, pero las respiraciones, los
roces y pequeños movimientos atravesaban el tabique, el oído y
llegaban al cerebro y allí retumbaban como latidos de personas
que estaban sintiendo mucho. Cuando después, a lo largo de mi
vida, he deseado algo que no tenía nunca lo he deseado tanto
como aquello. No he olvidado que sentí profusamente que no
tenía a nadie. No sé si ellos todavía recordarán que se
tuvieron. Me alejé lo más posible de aquel punto y al rato
bajé los escalones de dos en dos a las calles desiertas.

Afortunadamente el aire de la tarde había limpiado la
atmósfera y había preparado una noche fresca y suave. Cené
unas tapas en la barra de un bar que ya estaban limpiando para
cerrar y luego anduve con paso rápido y sin rumbo sabiendo que
sobre la cabeza reposaba el punto de equilibrio, el centro del
universo infinito donde las pasiones de nuestros pequeños
corazones no significaban nada. E intenté repasar el último
tema que había estudiado, poniendo en ello los cinco sentidos,
que constituían mi único centro.

Regresé mucho más serena, con un ligero sudor por la caminata,
casi contenta por lo bien que había fijado el tema. En el
descansillo percibí la intensa, aunque invisible presencia de
mi vecina. Esta vez el silencio no era luminoso, ni humano, ni
atronador, era sólo silencio. Ella y su acompañante debían de
estar dormidos. Me metí en la cama y eché de menos hablar en
susurros con alguien para que un posible vecino no nos
ayudara, eché mucho de menos pensar en alguien y me dormí.

De todos modos, una parte del cerebro, al margen de mi
voluntad, se había especializado en los movimientos del piso
de al lado y registró la marcha de uno de sus ocupantes, que
me despertó. Subí la persiana para hacerme una idea del tiempo
transcurrido. Había amanecido y el cielo estaba sufriendo
cambios y desgarros de luz. Sin pensarlo dos veces me puse los
pantalones cortos y una camiseta y bajé los escalones de dos
en dos como ya era mi costumbre.

Sin duda era el acompañante de la vecina el que estaba en la
acera doblándose las mangas de la camisa blanca hasta el codo.
Llevaba pantalones negros y mocasines sin calcetines. Iba sin
afeitar y sin peinar. Probablemente en la calle apenas
transitada me pareció más alto y delgado de lo que realmente
era. Se subió en una taxi y le oí decirle al taxista: "Pise a
fondo". Dejé vagar la imaginación: huía desesperadamente de la
vecina o regresaba desesperadamente a un hogar abandonado. Esa
mañana sí compré el periódico y subí despacio hojeándolo.

La situación, con algunas variantes, como besos de despedida y
palabras de súplica de la vecina en la puerta, se repitió al
día siguiente y al otro y creo que otro más. El que mejor
recuerdo es el último, después de que él se marchara como
siempre, con toda seguridad sin afeitar y sin peinar.

En el apartamento penetraba el piar histérico de aquel millar
de pájaros ocultos en las copas de los árboles y me tomaba el
café observando la montañita cuadrada cuando se hizo
perceptible un gimoteo detrás del tabique que se fue
transformando en gritos, además de portazos y golpes en la
pared con objetos y con puños. Al principio me sobrecogí. E
inmediatamente comprendí que la vecina estaba sufriendo un
ataque de desesperación, lo que podía significar que esta vez
él había huido en el taxi definitivamente. Entonces, sin saber
por qué, dejé caer la taza del café en el suelo, y la vecina
se detuvo en seco. Tal vez se asustó, tal vez no sabía que el
piso contiguo estaba habitado, probablemente no sabía que yo
existía.

Me tumbé en el sofá con un increíble bienestar y, tras
quedarme un rato dormida, miré el reloj. Gran parte de la
mañana podía darla por perdida. Comenzaba a hacer calor. Me di
cuenta de que la vecina andaba descalza para pasar
inadvertida, también que hacía esfuerzos por contener un
llanto interno, continuo e inagotable. Alguna que otra vez se
lavaba la cara en el grifo de la cocina. El resto del día no
me concentré para estudiar, pendiente de los pies desnudos de
la vecina. En algún momento descolgó el teléfono, marcó un
número y volvió a colgar. Estaba convencida de que llamaba al
alto y delgado, pero que no se atrevía a decir nada.

Supongo que algunos instantes se olvidaba de que yo existía y
hacía más ruido de la cuenta, entonces rompía otra taza en el
suelo, y ella volvía a tener cuidado. Era más cobarde que yo.

Así llegamos a la noche, sin encender la radio, sin estudiar
apenas. Podría afirmar que la vecina no comió nada en todo el
día. Por la ventana empezaba a entrar algo de brisa y yo me
disponía a cenar cuando oí pasos sobre el mármol. El corazón
me resonó en los oídos como si los pasos se acercaran a mi
puerta, como si vinieran a verme a mí, como si yo fuese la
vecina. Siguieron nudillos en la puerta de al lado, timbrazos
y súplica del tipo: "Abre, por favor". Me vi con cierta
repugnancia intentando oír mejor.

Ella por fin abrió, y él gritó: "¿Qué te ocurre?". Por lo que
deduje que su aspecto debía de ser deplorable.

Por la garganta de la vecina subió una especie de congoja:
"¿Por qué?".

Él cerró la puerta y contestó: "Quería marcharme. Olvidar todo
esto, descansar, pero no he podido dejarte". Y volvió a
preguntar: "Pero ¿qué te ocurre?".

Ella lloró.

Entonces, casi sin meditarla, tomé una decisión. Salí y llamé
a su puerta. Sólo se oía el llanto de la vecina. Abrió él.
Llevaba una ropa semejante a la que le vi la primera mañana
aunque, como ya había supuesto, me pareció menos alto. Ahora
estaba afeitado y peinado y se mostraban en todo su esplendor
unos indefensos y sorprendidos ojos claros.

"Soy la vecina de al lado --dije--. Perdone, pero no he podido
evitar escuchar. ¿Necesitan algo?".

"No, gracias --dijo--. Bueno, sí --rectificó--. Susana se
encuentra mal".

Pasamos al saloncito en que esperaba Susana con los ojos muy
abiertos y sin llorar. Estaba destrozada. La cara roja, el
pelo revuelto. No se podía saber si era guapa o fea. Le
sonreí. Entonces observé que resbalaba un hilo de sangre desde
la nariz por la boca, la barbilla y se introducía entre los
pechos.

Dije: "Le sangra la nariz".

Ella continuaba mirándome con los ojos abiertos y se pasó el
dorso de la mano por la boca que quedó desdibujada en una
mancha roja como si se le hubiera corrido el carmín.

"Creo que deberías descansar", dijo él y la ayudó a
incorporarse del sillón. Era más baja que él y más alta que yo
y más mayor que los dos. Tenía un cuerpo envidiable aun con
aquellos andares débiles que la condujeron a la cama. Él le
bajó el vestido y la cubrió con la colcha, luego le limpió
bien la cara y el pecho con un pañuelo de papel, que cayó en
la moqueta arrugado y rojo como una flor, y le colocó un
algodón en el orificio de la nariz por donde salía el hilo de
sangre.

"Le he dado una pastilla para que pueda dormir", dije.

Le invité a tomar un café. "Le vendrá bien", dije.

Pasamos a mi piso y le preparé el café. Él comentó: "Desde
aquí puedo oír si le ocurre algo ¿verdad?".

"Con toda claridad", repuse.

Y de pronto tuve deseos de arreglarme y salir por ahí, de que
aquel hombre por el que Susana era capaz de ponerse así me
llevara a algún sitio a bailar o a tomar una copa. Quería que
sus ojos ingenuos o perplejos, más jóvenes que él mismo, me
mirasen entre las sombras y el humo de algún local nocturno y
que luego caminásemos abrazados por las calles vacías de
regreso a casa y que luego nos besáramos. Así que le dije
señalando con cierta ternura al tabique:

"Susana duerme. No tienes por qué preocuparte. Se me ocurre
que podríamos dar un paseo, tomar el aire mientras descansa".

Dudó un segundo y dejó la taza en la mesa.

"Tal vez así pueda reflexionar un poco sobre lo que me está
ocurriendo", dijo.

Le pedí cinco minutos para arreglarme. Me despojé de la
camiseta y los pantalones y me puse mi mejor vestido. No era
rubia como Susana ni tenía su empaque, pero tampoco estaba
hecha un asco ni medio drogada en una cama. Así que me
encontré muy guapa, joven y con capacidad para dirigir las
riendas de la noche.

Mientras bajábamos me dijo que se llamaba Alberto y que su
relación con Susana, como ya habría intuido, era bastante
tormentosa. No pregunté nada. Empezamos a caminar calle abajo
entre los círculos azulados de las farolas y las sombras de
los árboles. Me miraba poco a no ser que yo me detuviese y él
no tuviera más remedio que hacerlo. Parecía muy preocupado.

"No te preocupes. Ella está bien", insistí.

Me hubiera gustado que me besara. Llevaba las manos metidas en
los bolsillos de los pantalones negros, los ojos vagando
suavemente por las luces del suelo. Yo iba a su lado. No nos
conocíamos de nada. Y, sin embargo, para alguien que quedó
atrás, juntos nos íbamos ocultando poco a poco entre las
sombras del fondo de la calle.

De vez en cuando pasábamos por algún local en cuyo interior se
presentía una vida protegida de la indeterminación de fuera.
Deseé entrar con Alberto en una de estas ilusiones levemente
iluminadas y aminoré el paso, pero él ni siquiera reparaba en
ellas.

A la altura de un cine de sesión continua, dije por decir
algo: "De modo que te llamas Alberto".

"Sí", contestó él y me detuvo cogiéndome del brazo: "Entremos,
necesito pensar".

Superé la sorpresa asistiendo rápidamente. Nunca se me hubiera
pasado por la cabeza que acabásemos en un cine y me dije que
los acontecimientos, por insignificantes que sean, siempre
sorprenden.

Daba igual que la película fuese por la mitad porque habíamos
entrado a meditar. Alberto apoyó los codos en los brazos de la
butaca, entrelazó los dedos y se quedó absorto en la pantalla
como si estuviera rezando. Era una película de gángsteres.
Coches negros, chaquetas estrechas y sombreros. Me dio la
impresión de que ya la había visto.

Llamé su atención: "¿Quieres comer algo?".

Se volvió hacia mí y negó con la cabeza. Me pregunté qué
estaría pensando exactamente. Yo pensé que no me apetecía
volver sola al apartamento, que quería regresar con él por
calles solitarias. También pensé en mi porvenir, en que
necesitaba ganar dinero, en que quizá algún día me casaría y
tendría hijos. Pensé que ahora no tenía nada. No quise pensar
en mi pueblo, pequeño, casi inexistente, en mis padres,
parecidos en parte a mí y en parte absolutamente diferentes y
extraños. ¿Dónde estaba el futuro? ¿En alguna parte de esta
sala en penumbra? ¿Estaba ya incluido en este momento, en mí?
¿Quién me explicaría cómo escaparme de ser nada?

"Dios mío --rogué--. Cuídame", mirando fijamente a la pantalla
para que la luz me salvara del abismo. Y entonces pasé la mano
por la mano de Alberto, y él me la oprimió y le miré y vi que
estaba llorando.

"Ya podemos regresar --dijo--. Hemos visto lo mejor".

Se despidió de mí en la puerta. Volví a coger su mano cálida.
No dijimos nada porque nunca habíamos tenido nada que
decirnos. Este momento casi había sido tan inexistente como el
futuro. Con su mano en la mía tuve la sensación de que el
calor de la noche nos hundía en una tibieza sin esperanza.

Regresé a casa en un taxi tras cuya ventanilla las luces eran
más brillantes, las casas más seguras y los árboles más
fuertes. Alberto ya pertenecía al mundo estable que sólo se
ve.

De Susana no volví a acordarme hasta que, al entrar en el
portal y encender la luz, me llamaron la atención las
continuadas manchas rojas sobre el mármol blanco. La seguí
desde la entrada por toda la escalera hasta su piso. Eran como
estrellas y soles, a veces sobre una estrella había caído otra
y se había dispersado en pequeños ramales por el suelo. Llamé
con los nudillos como solía hacer Alberto, pero nadie
contestó. Se podía creer que se había marchado, puede que en
busca de Alberto. También era evidente que había llamado a mi
piso por la sangre del timbre y de la puerta.

No tuve más remedio que dormir allí aquella noche, pero a la
mañana siguiente me marché con los temas, los libros, los
pantalones cortos y las camisetas a mi pequeño pueblo. Tuve
que hacer varios viajes y pisar las manchas una y otra vez
para bajarlo todo y, por último, limpié la puerta y el timbre
de la casa de mi amiga. Eché la llave al portal, que empezó a
salir de mis sentidos según lo iba dejando atrás mientras que
en su lugar entraba el viento cálido de esa hora de la mañana
que me despejaba, me alegraba y me volvía más ligera.

II

Por fortuna no aprobé las oposiciones, aunque entonces me
pareciera una desdicha, y así pude dedicarme al mundo de la
publicidad y a hacerme rica. Llegué a ser dueña de mi vida
como nunca soñé que pudiera llegar a serlo. Y no quise volver
a estar sola, siempre he tenido gente amable y entretenida a
mi alrededor. De tarde en tarde me acercaba a mi pueblo para
pasar unas horas con mis padres. Desde su austeridad me daba
perfecta cuenta de todo lo que había conseguido. Podía
considerarlo y poseerlo en conjunto. Era como un regalo caído
directamente del futuro. Cuando se presentó el momento que me
pareció oportuno, me casé con un hombre que me ha
proporcionado estabilidad y felicidad. He llegado a ser en el
inicio de la madurez como he querido: serena y equilibrada, y
he hecho armonizar con este estado interior el aspecto
exterior por medio de un maquillaje suave y el pelo recogido
en la nuca. Su tono oscuro lo he ido aclarando en el
transcurso de los años y ahora es casi rubio.

No es agradable sentir mucho, no te da tiempo de pensar como
pienso ahora reclinada en una hamaca en el jardín de nuestra
residencia de verano entre la tarde que se deshace
apaciblemente. Aunque tampoco es agradable pensar si no puedo
evitar que me asalte de nuevo la duda de que Susana tal vez se
quedase encerrada en su piso desangrándose, sin fuerza para
pedir auxilio, acaso inconsciente, sin ninguna posibilidad más
cuando eché la llave a la última puerta. Si de verdad llegó a
salir a la calle, pudo caer desmayada en las inmediaciones,
oculta en la oscuridad y el silencio. Y ahí se ha quedado, en
la noche eterna en que tengo y pierdo sin cesar el calor de la
mano de Alberto.

Me digo que ya hace muchos años de aquello, mientras que mis
hijos juegan frente a mí en un prado de flores a la espera de
que descienda el decorado final de las luces eléctricas, que
hacen brillar la tierra, y los puntos infinitamente lejanos,
que hacen brillar el firmamento.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 5.31
  • Votos: 51
  • Envios: 0
  • Lecturas: 5003
  • Valoración:
  •  
Comentarios


Al añadir datos, entiendes y Aceptas las Condiciones de uso del Web y la Política de Privacidad para el uso del Web. Tu Ip es : 18.218.190.237

0 comentarios. Página 1 de 0
Tu cuenta
Boletin
Estadísticas
»Total Cuentos: 21.638
»Autores Activos: 155
»Total Comentarios: 11.741
»Total Votos: 908.509
»Total Envios 41.629
»Total Lecturas 55.582.033