En nuestra adolescencia, leíamos –devorábamos, mejor dicho- novelas de piratas, ese apasionante género de aventuras que narra las peligrosas peripecias protagonizadas por bucaneros, filibusteros y corsarios, tanto ingleses como holandeses, portugueses, franceses y también españoles. En la literatura juvenil, estos heroicos bandoleros recorrían los mares del mundo saqueando barcos mercantes, sembrando el terror entre los marinos y los pobladores de puertos y ciudades ribereñas y seduciendo a bellas mujeres, mientras que sus andanzas y leyendas eran la fuente inspiradora de relatos inolvidables, debido a la imaginativa pluma de escritores de la talla de Stevenson (“La isla del tesoro”), Salgari (“El corsario negro”), Verne (“Piratas de Hálifax”), Barrie (“Peter Pan”), Scott (“El pirata”), Magerit (“El tesoro de Morgan”), Siri (“Bouchard, el corsario”), y tantos otros títulos que nos fascinaron en aquellas primeras lecturas.
Pero en la vida real, la piratería constituyó un fenómeno muy preocupante que proliferó entre los siglos XVI y XIX; en buena medida, era consecuencia de la fuerte puja entablada entre las potencias europeas por el control del tráfico marítimo internacional, el cual había aumentado de modo exponencial luego del descubrimiento de América y de la apertura de nuevas rutas de navegación entre Occidente y Oriente. Los piratas modernos heredaron la fama legendaria que, como feroces e implacables ladrones y asesinos navales, habían ostentado varios siglos antes normandos, sarracenos, berberiscos y vikingos en los mares Mediterráneo, Báltico, del Norte y Mármara, por mencionar sólo los escenarios más habituales de sus correrías. Incluso, si nos remontamos a tiempos más antiguos aún, el Imperio Romano ya lidiaba con flotas piratas de procedencia diversa que infestaban el Mare Nostrum y perturbaban la circulación de mercancías y personas entre las provincias y la metrópolis.
En la República Argentina y en época más reciente, la expresión “piratas” adquirió una connotación diferente. En efecto, el vocablo fue utilizado metafóricamente por intelectuales, políticos y periodistas para nombrar de modo peyorativo a los agentes de Gran Bretaña. De acuerdo con esta utilización, los ingleses son “piratas” en tanto y en cuanto representan a una nación imperialista enriquecida merced al ejercicio sistemático del pillaje en países que, como el nuestro, han sido víctimas de su dominio económico prepotente. La piratería, según esta singular acepción doméstica, se habría ejercitado por intermedio de históricas insidias y presiones diplomáticas y, en particular, a través del control ejercido sobre medios de transporte, bancos, compañías exportadoras y servicios públicos que, durante muchos años, estuvieron en manos de capitales de dicho origen.
Como es lógico para este razonamiento, se censura con mayor vehemencia la invasión militar marítima al Virreinato (1806-07) y la posterior usurpación de las islas Malvinas perpetrada por los ingleses hace 170 años. El archipiélago austral es reivindicado como propio por los gobiernos argentinos al considerarse legítimos herederos de las antiguas posesiones coloniales españolas. El haberse apoderado por la fuerza de algo que no les pertenece sería una demostración palpable del estilo “pirateril” practicado, desde siempre, por nuestros antiguos socios comerciales devenidos a continuación en enemigos externos. Es cierto, también, que la triste fama que rodeó las andanzas de sir Francis Drake y de sus secuaces en los mares de Sudamérica, contribuyó a imponer y generalizar entre nuestros compatriotas el uso del descalificante mote.
Además, para completar el inventario de ingredientes que abonan el uso de este calificativo despectivo, en el terreno futbolístico –donde la pasión se impone a la razón con igual facilidad que en la política- es habitual escuchar decir que los “piratas” ingleses birlaron tramposamente a nuestra Selección Nacional el campeonato mundial jugado en Inglaterra hace unos cuarenta años atrás.
Por cierto que, en esta apropiación criolla de la palabra pirata (tanto la “académica” y política como la deportiva), hay una intención insultante que consiste en entenderla como sinónimo de sinvergüenza, pícaro, ladrón, saqueador, expoliador y, también, criminal, es decir, que el vocablo condensa de modo eufemístico lo peor que puede atribuírsele al otro, al adversario. Nada que ver, por supuesto, con lo que los argentinos creemos de nosotros mismos y de nuestro “inmaculado” pasado histórico, al que mantenemos en un solemne y reverenciado pedestal. Esto significa que, en la historia argentina (y en el imaginario popular), cuando ésta se refiere a los conflictos entablados con otras naciones y con otros pueblos, no hubo lugar de nuestra parte para cometer atropellos, latrocinios, injusticias, violaciones a la propiedad y a los derechos humanos, ni usurpaciones de ningún tipo. Así lo sugieren –lo dictan, más bien- de modo unánime los libros escolares.
Si, por el contrario, tomáramos conciencia cabal de que nuestros antepasados también fueron “piratas”, incluso de que parte de la gesta emancipadora fue financiada por la piratería en gran escala, abandonaríamos la costumbre de utilizar la expresión como un denuesto para desacreditar a los demás. En cambio, salvo alguna referencia sucinta a las circunstancias por las cuales Hipólito Bouchard y Guillermo Brown, siguiendo instrucciones de las autoridades locales, realizaron varios periplos internacionales detentando patente corsaria, poco y nada se ha escrito acerca de las innumerables tropelías cometidas por los barcos piratas de pabellón nacional que asolaron mares, islas, puertos y playas del Sur, Centro y Norteamérica durante una década, mientras que, en las Provincias Unidas del Río de la Plata, se desarrollaba la Guerra de la Independencia. Tampoco se ha buceado demasiado alrededor del papel que los gobiernos patrios asignaron a la contratación de flotas corsarias, en aquellos tiempos históricos en los cuales no había recursos para financiar la costosa campaña libertadora del ejército al mando del general José de San Martín.
Descorramos el velo, entonces, de una buena vez por todas.
· ¡ Al abordaje !
Durante la segunda década del siglo XIX, los presidentes de Estados Unidos –Madison y Monroe- si bien apoyaron la independencia de los pueblos sudamericanos, mantenían formal neutralidad frente a la guerra revolucionaria, de modo de evitarse dificultades y represalias de parte de España y de sus aliados europeos. En la defensa de este delicado equilibrio diplomático, el gobierno de Washington quedaba envuelto con frecuencia en incómodas situaciones provocadas por el accionar de buques corsarios de bandera argentina, los cuales se movían, tanto en el Mar Caribe como frente a las costas de México y California, asaltando a cuanto navío español se animara a pasar por dicha zona crítica. Cabe destacar que, para esa época, la ruta Cádiz-Canarias-Cuba-Nueva Granada era de principal importancia para el intenso comercio entre la metrópolis ibérica y sus colonias de Centroamérica.
En aquel ámbito, los intrépidos piratas argentinos (así como los que actuaban siguiendo directivas de Artigas, el caudillo oriental rebelde) “reducían” el producto de sus pillajes en los puertos de Baltimore, Norfolk, Charleston, Savannah y Nueva Orleáns, donde también se reabastecían, reparaban las naves y contrataban las tripulaciones de refresco que necesitaban para volver a darse a la mar. Una ley norteamericana de neutralidad de 1815, los protegía de cualquier sanción punitiva, otorgándoles un razonable nivel de libertad de movimientos. No obstante ello, las quejas de la monarquía española eran tan frecuentes y furibundas que, de tanto en tanto, las autoridades yanquis debían intervenir reprimiendo –o cuanto menos, acotando- la intensa y depredadora actividad pirateril de los navíos de pabellón celeste y blanco.
Si bien los corsarios (es decir: piratas con “concesión” oficial) solían no ser de nacionalidad argentina ni tan siquiera sudamericana, ostentaban en sus flotillas la bandera nacional y actuaban de acuerdo a reglamentación e instrucciones impuestas por el gobierno instalado en Buenos Aires, al cual debían participar de un porcentaje importante del botín obtenido en los abordajes marítimos. Estos fondos constituían interesantes recursos para el erario público en una época en la que la incipiente nación sudamericana luchaba en varios frentes militares; por un lado, en contra del yugo español que intentaba recuperar sus posesiones coloniales; por el otro, para repeler la presión imperial portuguesa que pretendía apoderarse del estuario del Río de la Plata y de su estratégico hinterland. Además, los navíos en misión corsaria se comprometían a remesar de inmediato aquella correspondencia y documentación realista capturada a barcos españoles y portugueses que resultara de utilidad para el desarrollo de tareas de espionaje.
El general San Martín, luego de las victorias de Chacabuco (1817) y Maipú (1818), comisionó a un agente –Manuel Hermenegildo de Aguirre- para que viajara a U.S.A. a formalizar la compra de dos fragatas y seis corbetas con el fin de que realizaran el transporte marítimo de Chile a Perú del ejército libertador, de modo de atacar el corazón del poder hispánico en Sudamérica. Dicha estrategia se complicó por falta de dinero fresco y por la animosidad creciente hacia los sudamericanos que, tanto en la opinión pública como en la prensa norteamericana, inspiraban los piratas que merodeaban las costas de EEUU.
Aquí cabe acotar que el enviado, pariente de Pueyrredón, reemplazó a Martín Thompson, esposo de Mariquita Sánchez, quien había fracasado rotundamente y que, al ser relevado de la representación oficial en el país del norte, se deprimió tanto que murió durante el viaje de regreso a la patria. Aguirre, más pícaro para encarar “negocios” internacionales, cuando comprobó que los caminos formales se cerraban (un crédito bancario prometido le fue denegado), decidió contratar más armadores corsarios con el fin de obtener por “izquierda” los recursos financieros necesarios para viabilizar la invasión al último virreinato todavía vigente.
Al mismo tiempo en que se desarrollaban estas cruciales gestiones, se desataba un fenomenal escándalo promovido por el Richmond Enquirer y otros periódicos locales, que involucraba a jueces y diputados acusados de recibir coimas de parte de compañías piratas de origen argentino, a cambio de hacer “la vista gorda” acerca de sus habituales tropelías. Al alcanzar el asunto estado público, el gobierno de Washington se vio presionado a tomar medidas contra la actividad corsaria. Así fue como llegó a promover la ocupación militar de la isla Amelia, la cual era utilizada por los barcos piratas argentinos como base habitual de sus operaciones. (Amelia, ubicada en proximidades de la Florida fue, para la piratería sudamericana una guarida, lo mismo que la legendaria isla de la Tortuga había sido, dos siglos antes, para los filibusteros y bucaneros franceses, ingleses y holandeses). Esta vez, si bien la iniciativa de desalojar la isla conflictiva no prosperó, el grave incidente afectó las relaciones bilaterales entre Estados Unidos y las Provincias del Sur, y demoró, unos cuantos años más, el reconocimiento oficial de nuestra independencia.
Frustrada también la misión del cónsul Hermenegildo de Aguirre, el Director Supremo, a la sazón cada vez más urgido por los requerimientos de aprovisionamiento y de transporte que demandaba San Martín desde Chile, encomendó una nueva representación al aventurero y comerciante yanqui David De Forest. Éste, además de procurar obtener el reconocimiento diplomático y el consiguiente intercambio de embajadores, se obligaba “a contratar los servicios de barcos adicionales para encarar nuevas empresas de corso, asegurando el mantenimiento de una base de operaciones navales en una isla del Caribe”, como textualmente expresa el protocolo de instrucciones que recibió.
Este último intento oficial perdió viabilidad en 1819 cuando los Estados Unidos firmaron con España un tratado transcontinental por el cual la península de Florida, el área más infestada de piratas argentinos y sudamericanos, se convertía en territorio norteamericano. El arreglo entre ambas naciones, que afectaba la búsqueda de recursos para oxigenar las exhaustas arcas rioplatenses, abrió una nueva instancia en la relación bilateral entre ambos países americanos. En efecto, a partir de entonces comenzó a crecer entre legisladores y miembros prominentes de la Casa Blanca la convicción de que debía apurarse el reconocimiento diplomático de las Provincias Unidas del Río de la Plata para que, actuando como estado soberano con derechos y obligaciones frente a las demás naciones civilizadas, los argentinos acabaran por abandonar las actividades corsarias cuasi-delictivas que tanta preocupación e inconvenientes generaban. No obstante, todavía transcurrirían otros tres años durante los cuales la piratería argie seguiría provocando incidentes de gravedad diversa y comentarios negativos en el seno de la sociedad estadounidense. Una constante fue que, cuando más intransigente se ponía el Departamento de Estado con dichas actividades navales, más casos de corrupción de funcionarios públicos locales detectaba la prensa norteamericana, acusados de favorecer por acción u omisión, el desempeño de nuestros barcos corsarios.
· El pirata no tiene quien le escriba
Como ya se dijo, salvo unas pocas excepciones bibliográficas especializadas, durante décadas los historiadores se han abstenido de considerar la piratería vernácula como objeto de sus investigaciones, de figurar en los relatos históricos y, por ende, de incorporar a los piratas al ilustre panteón del procerato nacional. Esta conducta ha servido para mantener en el anonimato a interesantes personajes que protagonizaron fantásticas aventuras, muchas de las cuales, como se ha dicho, fueron de gran utilidad para la gesta independentista.
Es así que ha quedado fuera de los libros la singular actividad desplegada por un número importante de navíos que detentaron patente argentina de corso, como fueron los bergantines “Santafesino”, “Invencible”, “Tupac Amarú” y “Heroína”; las corbetas “Independencia del Sud” y “Congreso”, la fragata “Chacabuco” y las goletas “Tucumán”, “Gral. San Martín” y “25 de Mayo”. Estas embarcaciones y muchas otras más (sólo en el Caribe habrían operado medio centenar de éstas), armadas y equipadas para el saqueo sistemático y haciendo flamear la bandera celeste y blanca, durante años sembraron el pánico en los mares del mundo.
Los nombres de los protagonistas de esta saga singular continúan siendo desconocidos para el gran público y, si bien la mayoría de los corsarios era de nacionalidad extranjera (Taylor, Jewett, Chayter, Dieter, Almeida, Ross, Grenier, Goudot, Gourtois, Wilson y varios más), también es cierto que abrazaron la causa libertadora sudamericana con dedicación, coraje y pasión. Cabe destacar, además, que la Argentina, una nación en ciernes por entonces, carecía de formación naviera sistemática y de experiencia marítima, sea comercial o militar. Esto explica el predominio de extranjeros en la conducción de las embarcaciones y la flotas, tanto las de línea como las bélicas e irregulares.
Cabe reconocer, que se excluyó del silencio la versión romántica y patriótica de las andanzas de Bouchard, a quien se le atribuye un gran desinterés material y una noble obsesión por perseguir a los traficantes de esclavos en los mares del Lejano Oriente. Guillermo Brown, en cambio, figura en los libros de historia en su calidad del fundador de la Armada Nacional antes que como corsario, no obstante haberlo sido en varias oportunidades.
Por su parte, se ha mantenido en un pudoroso cono de sombra la increíble historia de la ya mencionada “República de Amelia”, bastión corsario del hemisferio norte manejado desde la capital argentina, que España y sus aliados europeos trataron de desarticular en diversas oportunidades. El ocultamiento abarca, además, los avatares que rodearon la fundación de los “Estados Unidos de Buenos Aires y Chile” (sí, así se denominó), un “país” medio en serio y medio de ficción asentado frente a la costa nicaragüense (archipiélago de San Andrés) que funcionó como puerto estratégico, aguantadero y emplazamiento poblacional pirata gobernado por corsarios sudamericanos. La historia de este insólito enclave, una suerte de colonia de ultramar de las Provincias Unidas del Sur, explica, en parte, el hecho de que cuatro naciones centroamericanas luzcan en sus respectivas banderas los tradicionales colores del pabellón argentino.
Tampoco registra la historia, que se difunde en los claustros educativos, la audaz incursión naval perpetrada por estos marinos clandestinos en aguas de la península ibérica durante el año 1816. En dicha ocasión, en pos de la captura de barcos mercantes que representaran botines redituables, los osados esbirros navales bloquearon nada menos que el puerto de Cádiz, a la sazón el embarcadero más importante de España. Este acontecimiento ocurrió, precisamente en momentos en que una delegación diplomática criolla, encabezada por Bernardino Rivadavia, gestionaba una entrevista con el rey Fernando VII. El objetivo de la audiencia solicitada era rendirle pleitesía al soberano recientemente repuesto en el trono y, también, tratar de disuadirlo del envío de una expedición militar punitiva a Sudamérica con la cual se intentaría aplastar el movimiento independentista. El atrevido accionar corsario a las puertas de la metrópolis colonial, junto a la nula voluntad negociadora de parte del empecinado monarca Borbón, frustraron el encuentro real ahondando la ruptura iniciada en mayo de 1810. A continuación, el embajador Rivadavia fue conminado a abandonar España de manera perentoria.
· Piratas que incomodan
De la política de ocultamiento del tema “piratas argentinos” se genera otra consecuencia más sutil. Este pedazo de nuestra historia, silenciado, soslayado e ignorado, constituye un incómodo testimonio, difícil de asimilar a los cánones habituales del dogma historiográfico vigente. Para éste, en su versión liberal-conservadora, la gesta libertadora estaría impregnada de actos motivados por la más elevada ética, por el accionar de personalidades ejemplares que produjeron acontecimientos inducidos por el más puro patriotismo. Las conductas cuasi-delictivas y mercenarias de los corsarios, por más que hayan servido a la causa nacional, no tienen cabida en el sagrado mausoleo de los hechos admirables dignos de emulación.
Por su parte, para el discurso ideológico que, en apariencia, se ubica en la antípoda, la censura ejercida sobre el accionar filibustero autóctono tiene un propósito igualmente sesgado. Eternos amantes de las interpretaciones conspirativas chovinistas que señalan a lo foráneo como culpable de nuestras tribulaciones, empecinados, además, en demostrar la teoría maniquea del Bien y del Mal, los historiadores revisionistas prefieren desentenderse de la saga de estos patriotas dudosos. Temen que pondrían en evidencia que no todos nuestros próceres fueron caballeros nobles y desinteresados que actuaron con dignidad y, por carácter transitivo, no todos los supuestos enemigos han sido la “mala gente” que el mote “pirata” pretende generalizar. Por cierto, que a esta interpretación amañada le conviene que la gente común siga creyendo que los únicos piratas fueron -y son- los ingleses, aunque hayan sido unos cuantos los anglo-sajones (británicos y “yanquis”) que, con decisión y valor, contribuyeron decididamente al logro de nuestra independencia y libertad.
Para ambas tendencias historiográficas reconocer que, en el afán de construir la Patria también se apeló a la realización de “trabajos sucios”, a la instrumentación de campañas clandestinas de hostigamiento y saqueo, a la ejecución de misiones reprobables en tiempos normales y a la contratación de personas de dudosa catadura, significaría un descarnado sinceramiento para el cual, según presumen con objetable paternalismo, la ciudadanía aún no está madura.
No obstante dichos esfuerzos censores, la verdad, tarde o temprano, emerge y, a veces, se revela del modo más insólito. Por ello, confiando en haber instalado la inquietud de indagar más a fondo este excitante capítulo de la historia argentina, les dejamos algunas estrofas de “La canción del pirata”, poema que, al contrario de lo que podría creerse desde cierta sapiencia discográfica ingenua, no pertenece al conjunto de rock nacional “Los Auténticos Decadentes”, sino que es obra de la pluma de don José de Espronceda (1808-1842) quien, homenajeando a aquellos intrépidos e inescrupulosos marinos, recitaba:
“Con diez cañones por banda, / viento en popa a toda vela,
no corta el mar sino vuela / un velero bergantín;
bajel pirata que llaman, / por su bravura, el temido,
en todo mar conocido / del uno al otro confín.”
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GRAGEAS HISTORIOGRÁFICAS
Elaboradas por Gustavo Ernesto Demarchi, contando con el asesoramiento literario de Graciela Ernesta Krapacher, mientras que la investigación histórica fue desarrollada en base a la siguiente bibliografía consultada:
· Aguinis, Marcos: “El combate perpetuo”; Sudamericana, Bs.As., 1995.
· Bruschera, Oscar: “Artigas”; Librosur, Montevideo, 1969.
· De Marco, Miguel Ángel: “Corsarios argentinos”; Planeta, Bs.As., 2002.
· Luna, Félix, Niccolini, Paula y otros: “Guillermo Brown”; Planeta, Bs.As., 2000.
· Mitre, Bartolomé: “Episodios de la Revolución”; Eudeba, Bs.As., 1960.
· Peterson, Harold: “La Argentina y los Estados Unidos (I) 1810-1914”; Hyspamérica, Bs.As., 1970
· Ragucci, Rodolfo: “Cumbres del idioma”; Don Bosco, Bs.As., 1963.
· Rodríguez, Teresa: “Mariquita Sánchez y Martín Thompson”; Planeta, Bs.As., 1999.
· Segreti, Carlos: “Bernardino Rivadavia – Hombre de Buenos Aires”; Planeta, Bs.As., 1999