LA BATALLA: PRIMERA PARTE
Ante la terca negativa de los oficiales peruanos, el general Baquedano acordó con su Estado Mayor efectuar el asalto a las posiciones peruanas al amanecer del 7 de junio. El general chileno encomendó la responsabilidad del ataque al coronel Pedro Lagos.
A las 11 de la mañana del seis de junio, un día antes de la fecha fijada para el asalto frontal, los chilenos efectuaron un violento ataque de artillería. Poco después siguió un ataque desde el mar, envolviendo a Arica entre dos fuegos. El comandante de la escuadra chilena, contralmirante La Torre, en coordinación con el comando de tierra dispuso que el Loa provisto de un nuevo y potente cañón Armstrong dispare contra las baterías del norte. La Covadonga a 2,300 metros de distancia, rompió fuegos contra el fuerte Este. La Magallanes, a poco más de tres kilómetros de la costa disparó contra las baterías del morro y el fuerte Ciudadela, al tiempo que el blindado Cochrane, buque insignia del almirante, a dos kilómetros mar adentro, disparó a granel contra el monitor Manco Capac.
De inmediato las baterías del morro y del Manco Capac respondieron el fuego. Dos de los proyectiles del monitor impactaron en la Magallanes y le destrozaron parte de la cubierta, mientras que otro proyectil impactó en un portalón del acorazado Cochrane, lo puso fuera de combate, le causó 28 bajas y apagó una de sus baterías. La Covadonga de otro lado recibió dos impactos en su línea de flotación y debió retirarse del combate.
Mientras esto sucedía, parte de la infantería enemiga se desplegó en guerrilla hacia las posiciones peruanas del norte. Los regimientos Lautaro y Buin avanzaron desde las pampas del Chinchorro hacia los fuertes, en un movimiento considerado de disuasión, pero se replegaron ante el fuego nutrido proveniente de los cañones, y rifles de los reductos y trincheras. Las baterías de tierra chilena también se vieron obligadas a retirarse ante el alcance de los proyectiles peruanos.
A las cuatro de la tarde se suspendió el ataque marítimo y terrestre. Las posiciones peruanas permanecían intactas, no había bajas que lamentar y más bien habían causado daños al enemigo. Luego de aquella jornada favorable a las fuerzas peruanas, el jefe de Arica dispuso transmitir vía Arequipa, un mensaje al Jefe Supremo de la República:
“Gran entusiasmo. Enemigo hizo 264 cañonazos y guarnición 71. No hay desgracias. Jefes agradecen saludo Arequipa. Felicito en su nombre al país por el día”.
Aquel sería el último mensaje transmitido por la guarnición de Arica.
Esa misma noche, el comando chileno decidió enviar un último parlamento de rendición a los peruanos. Esta vez se escogió al ingeniero Teodoro Elmore, quien se hallaba prisionero en el cuartel general chileno desde su captura el dos de junio. Elmore partió con la difícil misión de intentar convencer a sus compatriotas a entregar la plaza y bajo la condición de retornar, en su calidad de prisionero, antes de la medianoche con una respuesta concreta. Sin embargo, como de antemano se presumía que los peruanos no cederían, se prosiguió con los desplazamientos para el asalto.
Elmore fue recibido con una extraña mezcla de satisfacción y desconfianza y debió cumplir la nada grata tarea de exponer a sus compatriotas una nueva conmición chilena a la rendición. Bolognesi sin embargo se negó a estar presente y Elmore fue atendido por los oficiales del Estado Mayor. Como se persistió en la negativa, el ingeniero peruano procedió entonces a describir la ventajosa situación del enemigo, su superioridad absoluta en hombres y armamento, el espíritu vandálico imperante en aquellos momentos en su campamento y la reacción adversa que podía causar en los soldados sureños el uso de las minas. Anticipando una carnicería, Elmore expresó que el adversario había apreciado los últimos dos días de resistencia, que consideraban se había lavado el honor peruano y que la guarnición ya había cumplido con su deber. Desde su punto de vista desapasionado, había sido suficiente, todo había concluido y no había necesidad de exponer más vidas valiosas que podían ser salvadas si se entregaba la plaza. Los oficiales de Arica sin embargo persistieron en mantener hasta el final la posición que el país les había confiado y agradecieron al ingeniero sus buenos oficios. Ante la determinación de sus compañeros, Teodoro Elmore no insistió más, aunque expuso su parecer en el sentido que las fuerzas chilenas efectuarían el ataque principal por el este y no por el norte, como se esperaba, y recomendó a los oficiales que reforzaran la defensa en ese sector. Elmore basó su presunción en lo que había visto y escuchado en el campamento chileno. Sin embargo no se prestó suficiente atención a sus consejos. Tal reacción se vinculó con el tímido avance de la infantería chilena hacia las posiciones del norte esa misma mañana, que precisamente había tenido como objeto hacer creer que el asalto iba a producirse por ese sector y no por el este, que era, efectivamente, el verdadero propósito del plan. Así, basado en los primeros desplazamientos chilenos y lo que indicaba la lógica, el comando de Arica mantuvo el parecer de una incursión enemiga desde el norte. Ello no significó un descuido de las defensas en el sector este, pero la opinión imperante determinó que las tropas más fogueadas y disciplinadas de la Octava División se concentraran en el norte y que no era conveniente moverlas.
Cuando Elmore regresó al campamento chileno, antes de la medianoche, se dio con la terrible sorpresa de que este se hallaba prácticamente desierto y que las tropas ya se habían puesto en movimiento para atacar Arica (11).