Cuentan de un niño llamado Efraín, el cual a sus ocho años ya había desarrollado un amor y una afición a las matemáticas, especialmente a la geometría, que lo hacían lucir un tanto diferente a sus amigos y compañeros de clases.
Cuando la maestra de aula dictaba sus cátedras de Historia o de Ciencias, el pequeño Efraín la escuchaba con detenimiento, mientras fijaba su mirada en la pizarra, para mentalmente comprobar su exactitud rectangular.
En horas de clases, cuando ocurría algún imprevisto percance fuera del aula en plena actividad escolar, como por ejemplo, el ruido de algún fruto caído de los árboles, el inusitado canto de un ave, los gritos de algunos traviesos muchachos, o cualquier otra situación capaz de distraer la atención de los niños, entonces todos, en autómata movimiento giraban sus cabezas al lado izquierdo donde estaban las tres ventanas de cristales con vista al jardín, para indagar la causa de aquel incidente. Todos los niños, excepto el pequeño Efraín, hacían bromas y reían de lo ocurrido, mientras la seriedad de nuestro amigo verificaba la cuadrada exactitud de cada una de las ventanas y la perfecta distancia que había entre cada una de ellas.
A veces en clases de literatura, mientras la maestra leía detenidamente algún cuento, ó alguna poesía, Efraín la escuchaba muy atento al mismo tiempo que fijaba su mirada en las manos de la maestra que sostenían con firmeza aquel libro, el cual formaba un perfecto triangulo desde la base del lomo hasta cada uno de los extremos de sus dos tapas entreabiertas.
En otras ocasiones, cuándo algún niño en un acto de distracción, levantaba su mirada hacia el techo para lanzar bolas de papel a los dos ventiladores encendidos que giraban sin cesar durante la clase, el pequeño Efraín miraba con detenimiento el trazado de las dos circunferencias dejadas por las aspas de ambos ventiladores en sus agitados movimientos.
Podría decirse que Efraín estuvo todo el año escolar en una extraña sincronización con el mundo de la geometría; porque hasta el último día de la escuela, el día de la fiesta de fin de curso, mientras sus compañeros cantaban y jugaban en torno a la mesa donde estaba la torta de chocolate, Efraín miraba detenidamente el cuadrado de la mesa que contrastaba con la exacta redondez de aquel manjar de fina repostería, que finalmente sería convertido en pequeños triángulos para ser repartidos a cada uno de los asistentes.
Así fue pasando el pequeño Efraín años tras año, cuadrando su vida, para elevar su mente a la infinita potencia de su incansable imaginación.