-Mario, decime ¿vos viste alguna vez el perro blanco?
El niño se quedó mirando fijamente a su primo, un hombretón taciturno. Mario tomó una brizna de pasto, un fino canuto verde que se metió entre los dientes. Juntó sus manos, entrecruzó los dedos y se quedó pensativo mirando el suelo. Ambos estaban sentados en un largo banco de madera bajo la enramada del viejo caserón. El niño pensó que ya había pasado suficiente tiempo como para repetir la pregunta sin por ello parecer impertinente
- ¿Lo viste o no?
Mario siguió en silencio. Tomó la caldera de lata tiznada y cebó su matecito, único momento en que dejó de mirar el piso de tierra mojada; luego sorbió muy lentamente a través de la bombilla y volvió a clavar su mirada en el suelo. El niño sabía muy bien que era muy difícil hacerlo hablar pero tenía que saber si Mario, que siempre llegaba de noche tarde, había visto o no al perro blanco. Desde que Peliche le había contado la historia solamente pensaba en confirmarla, y ¿quién mejor que Mario?, si él lo había visto, entonces era cierto. El calor era sofocante en enero a esa primera hora de la tarde y todos dormían la obligada siesta, todos menos Mario. El solía sentarse a matear un largo rato bajo la sombra, luego ensillaba y se iba al trote en su pequeña yegua negra, consentida y arisca. Volvía muy tarde en la noche- él podía oir perfectamente sus pasos en el largo corredor- dormía casi hasta el mediodía – su puerta estaba siempre cerrada- y almorzaba solo y en la cocina con los peones, nunca lo hacía en la gran mesa familiar. El modo de ser y la vida que llevaba Mario fascinaba al niño, tenía una especie de misterio muy atractivo a sus nueve años: no madrugaba, no ordeñaba ni hacía ninguna tarea de campo; siempre solo y de noche llevaba al fin y al cabo una vida que fácilmente podía llenarse con imaginación, y eso le sobraba al muchacho. Nacido y criado en la ciudad sentía una gran atracción por el campo y sin duda prefería pasar el verano entero allí que en la mejor de las playas. Allí había algo más que campo, animales e inmovilidad.
Después del cuarto mate creyó oportuno hacer otro intento
-Entonces...¿no lo viste nunca?
Mario tomó la caldera y levantándola la presentó ante el mate, la inclinó lo suficiente para dejar caer sobre la bombilla un delgado chorro irregular y vaporoso de agua hasta formar una espesa espuma verdosa, giró la cabeza hacia el muchachito y dijo muy lentamente
-Tal vez
Ese tal vez ¿sería que sí, que lo había visto o que no que nunca lo había visto?, no se pudo contener e inmediatamente y con ansiedad le contestó
-Tal vez ¿qué?
Mario sonrió con los ojos, sorbió la amarga tizana y ya por el resto de la tarde no hablaría más. Después de todo, eso era lo que quería el niño: una respuesta ambigua que le permitiera imaginarse las respuestas, manteniendo el asunto sin resolver y un tema de conversación – si es que se podía llamar así - con su callado y misterioso primo otros días a la hora de la siesta. La historia del perro blanco ya era otra cosa. Parecía una historia concreta sobre la cual nadie, salvo Peliche, querían hablar. Se decía que en el campo de la Capilla aparecía las noches de luna llena un perro blanco, grande y solitario que atravesaba la pradera en silencio, incansable, en un trote ligero. Ningún vecino tenía un animal así y si bien los perros durante la noche pueden viajar grandes distancias todos suponían un origen sobrenatural para el animal. Las unanimidades desaparecían a la hora de asignarle, aunque fantástico siempre, un motivo: para algunos era el alma en pena de algún difunto enterrado en el campo de la capilla vaya a saber cuando ¿en las guerras civiles? ¿en las guerras de la independencia?; para otros era un lobisón que venía quien sabe desde donde y no pocos creían que se trataba del mismísimo Mandinga. Lo cierto es que nadie quería encontrarse con él pues se suponía que su sola visión traía al inoportuno vidente toda clase de desgracias imaginables y de las otras, cuando no anunciaba una muerte inminente. También resultaba muy claro que nadie declaraba haberlo visto y en general se evitaba un tema cuya sola mención quizás fuera suficiente para atraer toda clase de infortunios.
Varios días después la luna completó su ciclo. Salió, enorme y anaranjada, poco después de la puesta del sol. Ni una nube. Un enorme lucero titilaba próximo al horizonte, mientras el coro habitual del monte hacía su eco cotidiano en las casas. Noche de luna llena, noche serena, noche de perro blanco, quien sabe.
Luego de la cena y la breve sobremesa alguna que otra conversación y a dormir. El niño esperó que todos durmieran y se levantó a esperar a Mario. No bien llegara lo sorprendería y no tendría más remedio que contestarle; además quizás esa misma noche lo hubiera visto. Muy entrada la noche sintió el trote perfecto de la yegua; cuando se detuvo esperó un poco y luego se dirigió al patio exterior donde se desensillaban los caballos. Allí estaba Mario, el recado porteño en el brazo derecho, la suave badana en el izquierdo, una fría claridad iluminaba el amplio patio y le daba un extraño brillo a los naturalmente oscuros ojos del caballo. Dejó el recado en el largo palenque y dobló prolijamente los cojinillos. El muchacho se acercó y, sin saludarlo, le habló con ansiedad
- ¿Lo viste Mario?
Mario se detuvo, lo miró a los ojos y le contestó, inesperadamente
- Puede que si...
El muchacho se volvió rápidamente sobre sí mismo, corrió a su habitación y jadeante se arrojó sobre la cama. Recién concilió el sueño a la salida del sol.
A media mañana buscó a Peliche. Estaba trenzando una rienda sobándola con grasa de vaca en la puerta de la quesería. Luego de saludarlo, las palabras salieron atropellándose
-Así que es cierto nomás
-¿Lo qué?
-Tu cuento del perro blanco....
-Y...si, como no
-Mario lo vió hoy de madrugada
Peliche dejó la trenza, lo miró fijamente y muy serio- gesto poco habitual en él-
-¿Mario? ¿tu primo?
-Si, claro
-No puede ser
-¿Como no...?¡te juro que sí!
-¿Mario?....¿el hijo de doña Serafina?
-¿Quién más?
-Mirá... hace diez años, vos ni nacido eras, hubo una gran inundación. El agua llegó casi hasta las casas y se perdieron muchos animales. Mario salió una noche a buscar unas vacas empantanadas pero nunca volvió...tu tía no se lo perdona porque lo dejó ir solo, por eso nunca habla de lo que pasó...ella todavía lo está esperando.
La mente febril del muchacho digirió rápidamente las nuevas, ató los cabos necesarios y entonces y para él por lo menos el perro blanco dejó de ser un misterio.