Comentario del autor: No le importaba el peligro que tuviera que afrontar para recuperar su mujer.
-¿la sentiste? -¿la sentiste, infeliz? preguntó Martín al hombrote que con gesto de dolor se arrodillaba, respecto de la fuerza que el odio, la desesperación y el resentimiento que escondía, descargada intencionalmente en aquel apretón comprimiendo la única mano que se arriesgó a saludarlo a su arribo a aquel lugar en la que su presencia no era grita y se le estaba prohibido entrar. Tenia toda la intención de humillar a este Policía, tenía que arrastrarlo y barrer con su dignidad en aquella pocilga de Bar donde se le había prohibido entrar. -¿la sentiste, coño? repitió en voz alta, sin liberar la mano, para advertir a los demás concurrentes que estaba preparado para la pelea, mientras que con su mano izquierda agarraba fuertemente el mango de su filoso puñal.
¡Martín, coño, suéltame! Suéltame ya, por el amor de Dios! gritaba lastimosamente el Policía, sin atrever desenfundar su revólver, previendo que Martín sería más rápido con el puñal.
Martín conocía que le estaba vedado por decreto municipal, cruzar la frontera que le llevaría a aquel territorio hostil, pero mucho más, entrar a la taberna implicaba un riesgo de muerte por cuanto los contertulios de allí eran sus enemigos, pero el amor campesino que se recrea con olores de magnolias silvestres al amanecer y se duerme bajo el cántico divino de los pajarillos cantores de la sierra no entiende de peligros, el de Martín era superior a cualquier dificultad que pudiera oponerse.
Hasta él había llegado la noticia de que su mujer, Ramona, la madre de sus hijos, la mujer que había amado toda la vida sería la anfitriona de aquella fiesta que conmemoraba su matrimonio con un rico hacendado de la zona, y esa tarde llegaron de golpe a su conciencia las imágenes idílicas desde cuando bajaba de las montañas agarrado de manos de Ramona, se encaramaban en los árboles más altos, dormían en los montes bajo el olor de las margaritas, se sentaban todas las tardes en los promontorios cercanos a los arroyuelos que bajaban ladeando la sierra a leerse poesías de Pilar Cecilia Chateaux y de Chajaira.
¡Martín, coño, ya está bueno, suéltame! gritaba desesperadamente el Policía mientras el dolor terrible le traspasaba el alma. Martín ni le oyó, su cuello jirafa movía sus músculos para que su cabeza orgullosa permitiera a sus ojillos confirmar que la acción que estaba desarrollando había atemorizado a todos los contertulios. Los miraba como las águilas miran a los conejos desde sus alturas infinitas antes de lanzarse a devorarlos, mientras apretaba aún más la mano de Alberto.
--¡Martín, coño, suéltalo, se oyó una voz enérgica, como si se tratara de una orden. Era el Alcalde. Martín recordaba como la familia entera se había unido en una conspiración para entregarle su mujer al hacendado, sólo porque aquel era un magnate. Por una simple discusión con ella, aprovecharon la nueva ley de protección a la mujer para acusarlo de maltrato psicológico y fue precisamente José Santiago, quien ahora le ordenaba liberar la mano del policía quien firmó la orden para que no cruzara el río a rescatar su mujer, ordenanza que había violado esta tarde.
-¿Quién me ordena que lo suelte? gritó Martín arrogantemente.
-Yo, la autoridad, respondió el Alcalde.
Martín levantó de nuevo la barbilla y su rostro giró de nuevo lentamente buscando divisar el hombre que le hablaba. Los miró uno por uno, así vio a Rosa con cara de espanto; a Mario tembloroso y a Roberto, quien nerviosamente le guiñó un ojo, pero lo que más le llamó la atención fue la humedad que se notaba en el pantalón de Hernán, el hacendado esposo de su mujer, y el charco de orines diseminado a su alrededor, éste hombre obeso se encontraba tembloroso con las dos manos metidas en la chaqueta. Martín le miró fijamente a los ojos y en sus labios finos se dibujo una sonrisa irónica, mientras apretaba con más fuerza la mano de aquel policía que ya estaba a punto de desmayarse.
-¡Martín coño, suéltame, me muero, gritó de nuevo Alberto el policía mientras por su mente se movían las imágenes de cómo entramparon a Martín para meterlo preso y quitarle a Ramona.
--¡Ella te quiere, Martín, te quiere! balbuceó, como para sensibilizarlo y deshacerse de aquella tenaza que le hacía gemir de dolor. Aquella colosal presión en su mano le trastornaba de tal manera su hombría que había perdido la dignidad: --Coño, Martín, tu eres mi papa, mi papa Dios. ¡Suéltame!, coño.
Pero Martín apretaba más, como si con este apretón descomunal lograra atenuar todas las afrentas que lo habían separado de la mujer amada, exiliándolo al otro lado del río un año atrás; y mientras giraba la cabeza de nuevo como un pavo real para reposar sus ojos en los del Alcalde se oyó un agudo grito de dolor y sonó el estampido de un disparo que paralizó la cabeza de Martín.
El hombre obeso dio unos cuantos pasos zigzagueantes para caer tendido con la espalda ensangrentada y un mágnum 44 en su mano derecha, al lado de Alberto, quien observó a pesar del dolor el gran agujero que el disparo produjo en el piso de la taberna, mientras Martín observaba con alegría a una mujer india, gordita de mediana estatura, que él conocía muy bien, con un gran cuchillo ensangrentado en sus manos.
Alberto el Policía, el Alcalde y todos los presentes coincidieron en afirmarle al Juez que el potentado había llegado desde los montes con aquella herida enorme que le traspasó el corazón. Aún están buscando al asaltante, y en virtud de que la víctima no tenía hijos conocidos, sus bienes relictos fueron heredados por Ramona en su calidad de esposa legítima a la hora de su muerte y única beneficiaria universal de la enorme fortuna. Una vez al mes Martín, hoy un próspero empresario agrícola, lleva a Ramona y a sus hijos, a visitar a sus abuelos a aquel bucólico terruño, recibiendo el saludo de todos los residentes quienes le dan golpecitos de cariños en el hombro ya que no se atreven a saludarlo ofreciéndole las manos, por temor a sentir su fuerza brutal.
Joan Castillo,
25/12/2004.
señor autor, sus cuentos llenos de violencia se repiten mucho, pero además usted escribe como un atado de chorizos, sin dejarnos asimilar su obra anterior ya tenemos otra donde la tónica es la misma, plomo parejo y muerte, escribale al amor o a las pasiones humanas con la misma pasión con la que le escribe a la violencia, ah y lea y critique a otros buenos autores como el sr ledo o ithaisa, pero no los destruya, me temo que por su culpa hemos perdido a un excelente escritor cuyos escritos bien nos deleitaban en este sitio, la idea es compartir OK, ah usted es privilegiado, yo solo he comentado aqui a dos o tres personas.