El primer caso fue casi en las afueras del pueblo. Don Salvador Fuentes, que durante toda su vida había desbordado vida y salud. No creímos en su muerte hasta que lo vimos en el velorio. Hasta allí seguía desbordando vida y salud. No tenía marcas de su enfermedad, esa enfermedad que lo fue consumiendo desde su interior y que hizo que sufriera en soledad hasta el último suspiro.
Después de lo de Salvador pasaron un par de semanas hasta que tuvimos nuevas noticias: el “Petiso” Hernández. Otra vez en las afueras del pueblo, otra vez un hombre solitario. El rumor corrió sin mucha prisa por los caseríos ya que varias veces había sido dado por muerto pero nunca por enterrado. Pero esta vez era diferente.
Cuando pasados tres días nuevamente ocurrió otro caso ya todo fue diferente. Allí comenzamos a sospechar. Uno es probable, dos tal vez había sido casualidad, pero tres... Tres casos aislados en un pueblo tan chico es casi improbable. Ahora se trataba de un leñador llamado Ismael Olmos, aunque siempre creímos que ese no era su verdadero nombre. Este sí vivía en el pueblo, aunque su muerte había acontecido mientras se encontraba en el monte, a unos dos kilómetros de distancia. Según supimos estuvo casado aunque había enviudado siendo aún un muchacho.
Había cientos de comentarios, anécdotas y suposiciones, así que se decidió hacer una reunión en el club que estaba frente a la plaza. Allí supuestamente se tomarían medidas al respecto, buscando darle un poco de claridad al asunto. Pero no, sólo sirvió como excusa para seguir comentando los hechos y finalmente no se llegó a nada concreto.
Todo volvió a la normalidad en el pueblo con el paso de los días. Hasta que volvió a pasar, o en realidad casi volvió a pasar. Porque se encontró a un anciano de casi ochenta años a punto de sucumbir en las garras de la desidia y la muerte. Fue salvado a tiempo. Otra vez en el campo, otra vez un hombre solo... otra vez una reunión. Ahora sí todos escucharon atentos las palabras de los mandamases del pueblo. Se veían caras de nerviosismo entre la gente a la vez que un manto de preocupación inundaba las polvorientas calles.
A la siguiente mañana vinieron especialistas de ciudades cercanas y analizaron cuidadosamente la situación para luego dar su veredicto sobre el tema: era un brote que se estaba produciendo en las zonas aledañas al pueblo y que debía ser erradicado antes de que se convirtiera en epidemia. Era obvio que atacaba a un cierto rango de la población, el cual estaba propenso a caer en las redes de tan maligna enfermedad. Mientras se buscaban antídotos eficaces se alertó a la gente para que estuviera preparada para afrontar nuevos casos.
Veinticuatro horas más tarde se sabía de un nuevo deceso. Aunque estaba vez era una mujer, también de edad avanzada, que repentinamente había sido contagiada. Ahora se sabía que la peste no hacía distinción de sexos y que aceleradamente se acercaba al núcleo principal del pueblo. Ya todos veían en sus ancianos a una posible próxima víctima. Sólo restaba esperar.
Se esperó ansiosamente durante un mes, como si el pueblo necesitara saber de un nuevo caso. Ya era una cosa consumida por todos, no existían remedios para tanta muerte y dolor. El nuevo caso trajo consigo todos los miedos posibles. Finalmente la epidemia había entrado en el caserío y había golpeado la puerta de un hogar humilde, un simple trabajador había sido el siguiente. Ya no eran casos en la campiña o se trataba de ancianos. Ahora el mal buscaba cubrir a todos con su negro manto y el pueblo parecía condenado.
En todas las esquinas no se hacía otra cosa que hablar sobre las muertes y sobre quién sería el próximo. El cura había dicho que anunciaría a través de las campanas de la capilla los nuevos decesos. Algunos ya hablaban de abandonar el pueblo, aunque aun era cosa de unos pocos arriesgados.
Volvieron los especialistas y trajeron nuevas premisas: que todo era culpa de las lluvias y los fríos que se abatían por esos pagos, así como de que las malas cosechas había hecho caer a las personas en un estado depresivo que hacía que le bajaran las defensas corporales y así se le hacía más fácil entrar a la enfermedad.
Nueve días más tarde volvieron a repetirse los hechos. Aunque esta vez todo tenía ribetes más trágicos. Se trataba de una pareja de adolescentes, ninguno de los cuales aún llegaba a los veinte años. No se encontraba explicación. Ellos no eran ancianos ni sabían de cosechas ni de depresiones, sólo sabían de juventud y de amor; pero allí estaban juntos en la muerte como en la vida.
A la mañana siguiente las campanas sonaron desde muy temprano y al caer la noche se habían contado tres nuevos casos. Nos organizamos junto a varias familias para abandonar el pueblo al amanecer, el cual trajo a la luz dos muertes más, una de las cuales era de una anciana monja. La epidemia ya no hacía distinción de edad, sexo o credo. Ya no importaban los nombres, las muertes eran sólo un número más. Todas las mañanas nuevas hordas de personas salían del pueblo para no volver jamás a la vez que escuchaban las campanas de la capilla sonando casi continuamente.
Pasadas dos semanas el pueblo ya no era un pueblo propiamente dicho, sólo era un conjunto de casas abandonadas con las paredes pintadas de desdicha y dolor. Ya todos habían muerto o escapado hacia otros lugares. Sólo quedaba el cura, quién al amanecer subió al campanario e hizo tocar las campanas por última vez, para luego lanzarse al vacío. La epidemia de suicidios se había cobrado su última víctima.