El cielo de noviembre iba tornando su color de perla a plomo. Calle de las Acacias; Plazuela de Carboneros; Corredor de los Negros. Un dédalo de tapias, aljibes y escombreras; un laberinto blanco de casas morunas que en mis paseos solitarios traían a mi mente otros laberintos igualmente geométricos e inextricables: las rojas mansiones proletarias de Hampstead; el metro de Moscú; la finca de mi abuelo en la niñez; los estantes de la biblioteca de Harvard; las leves arrugas que en los últimos meses había ido descubriendo en mi rostro y en el tuyo, amada, a quien ahora escribo esta confesión que nunca llegarás a leer.
Un gato sarnoso me miraba con recelo desde la rama de un caqui henchido de esa fruta empalagosa y áspera que por estas tierras la gente desperdicia.
El cielo encapotado amenazaba aguacero. Por la cuesta empedrada, como tantas otras veces, subía hacia ningún sitio; por el mero placer del viaje; por rememorar tal vez las conversaciones con Nico o con Natalia. Años adolescentes de amistad sin recodos ni reticencias. Un tiempo viejo de vino, cantares, guitarras y poesía que no ha de volver porque nuestros ojos claros de entonces ya no son los mismos.
Cayeron los primeros goterones. No me molesté en buscar refugio. De siempre he sido amigo de las lluvias otoñales. Nunca me ha importado llegar a mi cuarto calado, despertando al vecindario con feroces estornudos. La calle era mía; la lluvia era mía; tenía todo el tiempo del mundo y comenzaba a sentir algo parecido a la felicidad.
Al doblar una esquina mis ojos chocaron con los suyos. Ojos apagados, pequeños, oblicuos. Vestía vaqueros desflecados y una chupa de piel sintética adornada de herrajes y tachuelas. Daba la impresión de que me estaba esperando desde la eternidad. Al menos así me lo sugirió mi fatalismo. Abandonando el descanso del muro, el joven se encaró conmigo, con mi ropa de franela empapada, con mi pelo rizado por la humedad. No sé por qué recuerdo en este instante el amasijo del tabaco y los fósforos en el bolsillo derecho, la frialdad desamparada de algunas pocas monedas en el izquierdo.
En el acto adiviné mi futuro inexorable. Crujió el muelle del estilete que se deslizó de su manga y me llegó un tufo frío de amargura y odio enfermizo. Barbotaba insultos; exigía dinero; jugueteaba con el pincho de acero a un palmo de mi cara. Sentí miedo. Era incapaz de mover un solo músculo. Por eso ni bajé los ojos ante los suyos, acuosos y bizqueantes. Hubiera deseado llevar unos billetes. Hubiera querido charlar con aquel ser doliente y solitario. Daba por hecho que mi indigencia y su locura iban a desembocar en un navajazo de despecho, en una lenta agonía de vientre desgarrado sobre la soledad antigua de aquel lugar abandonado. No sé si pensé en ti, que nunca leerás estas palabras; ni si sentí que ya no podría recomponer los desamores de quince años de convivencia; ni si la muerte tal vez no fuese tan terrible como la pintaban los barrocos de las iglesias andaluzas, de toda esta espaciosa y triste España.
Nunca he sido valiente. No lo fui tampoco en aquel trance. Una fuerza desesperada, una habilidad que bien sabes no poseo, dirigió mi pie izquierdo a la entrepierna del drogadicto. El cuerpo se dobló y escuché el chasquido de la hoja al rebotar en el suelo de piedra.
Huí calle abajo, sin mirar hacia atrás. Creo que resbalé o que choqué con alguna pared en aquella atmósfera casinoche que ya cubría el barrio. Sin aliento, y tras zigzaguear por las callejas, salí al paseo del río. Una vez en Plaza Nueva, entre el estrépito vespertino de la circulación y las luces de las farolas municipales que se reflejaban en el asfalto mojado, conseguí desatar la congoja de la carrera y aspirar el viento y la libertad.
Lento en la sombra caminé hacia casa. En un tabernucho vacío bebí una botella de mostagán y fumé, en hondas bocanadas, unos cigarrillos que el viejo camarero me ofreció. Nunca sabrás por qué llegué de madrugada y no quise darte explicaciones que hubieran agravado tu desvelo.
He aquí el testamento de una cobardía, entre tantas otras, que el pudor me ha impedido y me impedirá confesarte. Sólo sé que desde aquel día me juré, con palabras que eran sangre, rehacer como Penélope el lienzo del afecto que mi cobardía deshace a cada instante.