En la torre de un gran castillo muy lindo, se posaba una cigüeña en su nido. Ella desde lo alto contemplaba contenta todas las cosas bellas que había sobre la tierra. Embelesada se quedaba y así reposaba cuando de una dura jornada regresaba. Ella no estaba allí todo el día, solo para descansar en el nido se posaba.
Un buen día a su nido no volvió y el señor del castillo lo notó, se quedó extrañado de que no hubiera regresado, se empezó a preocupar y se puso apenado porque le gustaba ver a la cigüeña regresar y posarse allí en lo alto, donde con tanto cuidado vio que ella había construido su nido para descansar.
Que inocencia la de aquella ave, en su quehacer cotidiano, se había entretenido más de lo mandado, pues ella en su afán de ayudar no vio que su tiempo se acababa y que no le daría tiempo a llegar a su nido porque de noche se hacía ya.
Pero, como la historia no puede acabar mal, te diré, que el señor del castillo por todos lados busco y a su cigüeña encontró, pues aquel señor era un gran señor, un señor que quería mucho al ave que eligió su castillo para posarse.
Vio cuando la encontró que la cigüeña, se entretuvo en hacer el bien, pero no tuvo fortuna en su regreso porque se entretuvo en exceso en el lecho en que debía dejar una criatura para goce de unos padres que ansiaban tener un hijo para cuidarle, darle todo su cariño y educarle.
Bueno, siguieron transcurriendo los días y el ave seguía con su cometido, pero vio una tarde, que aquel niño que el dejo con tanto esfuerzo y que su vida pudo costarle, andaba descarriado porque aquellos padres que creyó tan buenos no supieron educarle. ¡Pobre niño! Se decía el ave, pero pobre niño ¿por qué?, Pobres padres, pues ellos tuvieron la culpa de que el niño creciera hecho un salvaje.
He aquí un consejo a los padres: No solo basta con desear un hijo para educarle hay que educarlo con el cariño que el señor del castillo tenía a su cigüeña.