le vi llegar a casa. sus ojos estaban secos, casi sin vida, como dos cavernas. le hablé y supe que algo malo le ocurría. no hablaba nada, todo en él era silencio. sus mano temblaban, sus labios también. ¿qué te pasa?, le pregunté. me miró a los ojos y supe en su silencio que todo había terminado para él. ¿un café?, pregunté. se paró y como un enorme oso empezó a gritar por las calles de la ciudad. lo extraño era que su voz era como si la tierra se abriera, como el silencio del campo santo. le vi alejarse hasta meterse en medio de las ruedas de un auto. le vi volar por los aires como un muñeco, hasta caer como un pedazo de trapo mojado. me le acerqué y vi dibujado en sus labios, una sonrisa. sonreí como si supiera que estaba mejor. una muchedumbre de gente se acercó y me preguntó qué había pasado.les miré a los ojos y no dije una sola palabra, sabía lo que deseaban escuchar, por lo tanto, ya lo sabían. me di media vuelta y me alejé de esa muchedumbre. en mi paso vi al chofer junto a dos policías. ¡él se tiró!, gemía el hombre que era un muchacho de no mas de veinte años, junto a varios muchachos y chicas de su misma edad. volví a mi casa y esperé a que todo se diluyera como una vieja película en blanco y negro. al final, tan solo quedaron las luces de las calles y las huellas de sangre de mi amigo. llamé por teléfono a su casa pero, ya lo sabía, nadie contestó. recordaba sus palabras, el día anterior a su visita: ¡los voy a matar, los voy a matar!. recordé a sus padres, sus problemas, sus vidas silenciosas y me quedé en silencio para recordar que sólo se vive una sola vez y, muchas veces, en silencio.

san isidro, agosto de 2008