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SOLES DEL AYER

Era un pequeño pueblo de Galicia. Un pequeño y amarillento pueblo de casas polvorientas, entre las cuales habían largos caminos, cuyos recodos se cubrían por preciosas margaritas doradas. Allí aconteció la historia que ahora voy a contaros, tal vez sin deber hacerlo, pues puede ser una bendita gloria del cielo o bien un sacrilegio contra el corazón.
Soy de esas personas que opinan que las historias más bellas deben de ser contadas, para hacer inmortal al amor, y para que otras personas amen; y quizás sea un sacrilegio contarlas, porque pueden hacerse tan populares que llegara a convertirse en algo cotidiano, en lugar de convertirse en algo realmente especial y maravilloso.
Túy era ese precioso pueblo. En él se sitúa una leyenda que con el paso de los años, comenzó a ser verdadera. Por las noches, en las mazmorras de su castillo, dícese escuchar el llanto y las lamentaciones de seis criaturas desesperadas. Seis princesas. Ni los presos ni los ladrones más crueles de Galicia querían entrar prisioneros en esas mazmorras y escuchar el desgarrador griterío. Y por ello, los encierran allí para torturarlos.
Corría por entonces el siglo XII. Un siglo en el que el hambre, la guerra y la distinción social, se alzaban sobre el amor, el cariño y el pueblo, tan cotidianamente, que las pobres gentes hablaban del dolor, como seres insensibles a él.
En un día caluroso de verano, se acercaba al pueblo una carroza de la casa real. Una vieja carroza de prisioneros, que llevaba en oro y plata, un emblema real. La custodiaban diez guardias, de tan importantes como eran los prisioneros que lanzaban gritos y protestas femeninas.
El rey aguardaba impaciente en la sala de palacio, la llegada de los prisioneros del pueblo, después de su huida. Y a los pocos segundos, los prisioneros estaban allí, llorando desvanecidas, con los huesos entumecidos por el resistente bloqueo de los forzudos guardas.
Eran las seis princesas de Túy, hijas del rey, las cuales habían regresado a la fuerza de la bella Portugal. La mayor recibió como bienvenida, un bofetón de la mano de su padre; las demás callaron y miraron al rey con un desprecio indescriptible, mientras que éste, las miraba enfurecido, observando sus largas cabelleras negras, sus grandes ojos verdes y sus rostros morenos. Finalmente, sintiéndose impotente, volvió a la hermana a la que había abofeteado y levantó su barbilla mirándola a los ojos.
-Vos sois la mayor, y vos seguramente la que ha planeado la traición contra vuestro padre, contra el rey, contra mí. ¡Si esto es dar la vida a un ser, vive Dios que no vale la pena!
-Padre. - una de las hermanas hablaba con voz temblorosa y empañada por el llanto.
-¡¡Silencio!! - la princesa se rindió finalmente, al dolor que la embriagaba, y cayó, consciente pero desesperanzada, en los brazos del guardia. - Si de mis siete hijas, la séptima, la bruja, la que desheredé y casé para deshacerme de ella, es la que más me ha honrado y respetado. ¡Si os vuelvo a ver desobedeciendo mis órdenes os torturaré hasta la muerte! ¡Y sabéis que no soy escrupuloso a la hora de acabar hasta con mi propia sangre! Seis hermosos y ricos caballeros os entrego para vuestro gusto y placer, y me lo pagáis escapando con seis cochumbrosos labriegos que los únicos favores que os tienden, son unos cestos de trigo podrido. Padre desgraciado yo, que tengo seis deshonestas e indecentes hijas, que se fugan a Portugal con seis compesinos, y regresan viudas. ¡Porque ahora sois viudas! ¡Por toda vuestra voluntad y porque habéis hecho que así sea!
-Padre, ¿no tenéis ni un ápice de bondad en vuestro corazón? - preguntó la mayor de las hijas. - Perdón, me he equivocado. Vos no tenéis corazón, o si lo tenéis, estará oxidado de poco usarlo, porque todo el que tiene corazón, por fuerza o por voluntad ama.
El rey embravecido, levantó la mano a su hija. La había abofeteado una vez y no dudaría en volver a hacerlo. Pero la princesa no le tenía miedo, nada más doloroso podían ya hacerle, que no hubiera hecho antes, con la muerte de su amado. Así que, el rey, lo pensó mejor.
-De acuerdo, soy benevolente. Tendré bondad y por eso, os daré otra oportunidad, para que penséis vuestra decisión sobre la anulación de vuestros anteriores matrimonios y comenzar con los que debieron ser siempre vuestros esposos. Durante esos días en las mazmorras, ni comeréis, ni beberéis, ni tendréis mantas con las que taparos. Ahora, ¿qué me decís?
Hubo un gran silencio, hasta que habló la más pequeña:
-Si hemos de morir de algo, moriremos de amor, pues el amor llega al cielo en dulce vuelo y acaricia el Sol, tan solo para ver el rostro amado. Si hemos de morir amando, moriremos, antes que morir llorando por el ser amado al que no demostramos amar lo suficiente.
Y murieron de amor; murieron por amor, sin agua, sin pan y sin mantas. Pero unas a las otras se calentaban bajo las ropas raídas y bajo el recuerdo del beso del amado, al que por juramento, demostraron amar verdaderamente.
Y llegó el día del funeral, al cual asistió toda la alta sociedad y toda la burguesía de España y Portugal. Y la joven hermana, la séptima hija, de pelo dorado y ojos azules, llegó acompañada de su esposo, de negro, con una capucha de seda que no dejaba ver su rostro, y un broche de oro, diamantes, rubíes y esmeraldas, que llevaba la inicial de su nombre: 'A'. Y una fina cadena brillante y plateada colgada de su mano, cerrada en un puño.
Seis tumbas, cargadas de margaritas amarillentas, se hallaban cerradas. Y el rey se acercó a donde su joven y poco querida hija estaba. Era bruja, y él sabía que ella sabía cómo habían muerto y por qué. 'Las brujas lo saben todo', pensó. Y por ello quizás la consoló, le explicó sus motivos y cuán arrepentido se hallaba de haberla desheredado, de no haberla querido, y de haber tenido que acabar con las vidas de sus otras hijas. A los comentarios, ella siempre respondía, pasiva y sin inmutarse, fríamente: 'Sí, padre, nosotras os perdonamos'.
Mas fue la hija quien perdonó al padre, no la bruja, y aquella noche, aquella rubia sin rostro, entró en los aposentos de su padre, y puñal en mano, atravesó su corazón, llevándolo en vuelo fugaz al cielo o al infierno, pues solo Dios es quien decide. A la mañana siguiente, la encontraron ensangrentada, con un puñal, sobre la tumba de su hermana, la menor de las seis, sin duda alguna su favorita. El rey se hallaba muerto, con ojos de espanto y el corazón partido, y enseguida llegó el conde de Bayona, primer hijo de este, para ocupar el lugar de su padre.
Fabián VIII ocupó el lugar del rey. Seguramente, a su parecer, su hermana pequeña le había hecho un favor, mas no dudó un segundo en condenarla a la hoguera por asesina. No pudo condenarla por bruja, pues nadie más, si no era de la familia, sabía que era hija del rey.
Un dieciséis de julio la ataron y la quemaron. Pero al poco de encender el fuego, murió ahogada por el humo, y su corazón dejó de latir antes de sentir las llamas, no sin antes hacer prometer a su hermano, que sería enterrada junto al panteón familiar, con sus hermanas. Y al quedar completamente calcinado su cuerpo, se vieron sobre las cenizas, la cadena de brillantes y plata, y el broche de oro de su pecho, que una plebeya recogió y llevó consigo.
Y su hermano cumplió su promesa. Habían ya ocho tumbas sobre el cementerio. Ocho tumbas reales, todas ellas cargadas de margaritas doradas, a las que llamaban soles del ayer. Solo una de ellas permaneció sin flores para siempre.
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 5.78
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