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Samuel Ángel

I.    EL MUNDO DE JOSÉ


Finalmente, los médicos dieron su diagnóstico: Físicamente, parece que ya nada se puede hacer; sólo un milagro hará que camine.

A los diez meses de edad, José sufrió un severo accidente que le fracturó la columna, dejando paralizado sus piernas y la dificultad para mover las manos. Los cinco años de vida los pasó entre las paredes del hospital, las salas de operaciones y los programas de rehabilitación. Tal vez por eso, el niño, no entendía muchas cosas. Cuando empujaba su silla de ruedas, los espacios resultaban muy extensos; siempre llegaba al último.

El domingo, su mamá lo bañó más temprano y le puso ropa nueva, prometiendo que le llevaría al desfile por aniversario de la Patria. 

La palabra “desfile” no tenía significado para él; pero supuso que era algo muy importante, porque toda la familia estuvo muy contenta durante el desayuno. Y José se contagió de esa alegría. 

Al dejar la casa con dirección a la avenida principal de la ciudad, sus padres y él tenían escarapelas en el pecho. La mamá estaba linda con su vestido floreado; también tenía zapatos nuevos. De charol. Brillaban bastante. Se veían bonitos.

En la calle, había muchas cadenetas y globos de colores. Todas las casas tenían su bandera. La Bandera Nacional. ¡Era fiesta! Comieron algodones de azúcar y manzanas bañadas con miel. José imaginó que las nubes eran algodones de azúcar y todos los árboles estaban llenos de manzanas bañadas con miel. ¡Qué felices eran los niños del mundo con tanta golosina! 

La mamá acarició el pelo del pequeño, y le preguntó con ternura: 

—¿En qué piensas, mi amor?; —pero el niño sólo se limitó a mirar, riendo, mientras movía los ojos con inocente picardía. El papá, a manera de explicación, contestó por él: 
—¡Siempre está pensaaando! ¡Nuestro lindo diablillo!

Entre cosquillas y caricias, haciéndole reír de buena gana, la mamá y el papá tomaron la silla de ruedas y lo levantaron muy arriba, por sobre la cabeza de los demás. En el aire, el chiquitín, miraba que todos los árboles eran manzanos con miles de frutos maduros. Éstos se caían por el suelo formando un cerro de “alegres manzanas confitadas”.

Las golosinas, con su “cara colorá”, su sabrosa carne blanca y su palito como pie, adoptaban formas graciosas cada vez que el niño los mordía, goloso, para comerlos con exageración. El jinete de la silla de ruedas se atragantaba con las manzanas y, con los ojos a medio cerrar, se introducía en su pensamiento para saborear los misterios de su imaginación moviendo la cabeza de arriba abajo, aprobando su deleite. Los trozos de manzana que tenía en la boca, inflaban su cara desde adentro, haciendo movimientos acompasados, al ritmo de los dientes que trituraban el delicioso manjar. Al final del banquete, quedaban pintados de rojo los labios del niño, la cara, manos y parte de su ropa. Todos reían de la tierna travesura.

La gente llenó la plaza principal. Sólo había caras alegres. Sonrisas. Muchos dientes por todos lados. Pese a que faltaba espacio para ubicarse, dejaron libre el medio de la calle y se apiñaron sobre las veredas, como esperando algo importante. 

El pequeñín no perdió la oportunidad y empezó a imaginar que pasaba a lo largo de la calle un inmenso algodón de azúcar. Como un exquisito nevado color rosa. Igual que una nube de caramelo. Parecido a un cielo lleno de estrellas, pero de confites y dulces. José llamaba a todos los niños del mundo para invitarles el inmenso algodón de azúcar, y se lo comían todito en un banquete de luces y colores. Y la gente les aplaudía por eso. Luego, todos se ponían en fila, detrás de él. José, desde su silla de ruedas, los dirigía como un gallardo jinete con su brioso corcel. Sus manos tenían alas con las que hacía volar a todos por sobre las casas, los postes y los cerros; y desde el aire, se imaginaba que toda la gente, poco a poco, perdía tamaño por la distancia, mientras los niños del universo se alejaban para jugar en el espacio un partido de fútbol usando al Sol como pelota, o la Luna, cuando jugaban voleibol. 

—¿Otra vez, soñando mi amor?, preguntó “la mano de mamá” apretando el suyo; pero la inquieta imaginación del niño hizo que se introdujera dentro del vestido floreado de la madre hasta un extraño jardín de hermosas dalias, trinitarias, rosas y jazmines. Con tantas flores, José formó infinidad de ramilletes para sus padres y amigos, alternando su tarea para jugar con el picaflor, los gorriones, jilgueros y mariposas. Finalmente salió de su fantástico jardín atraído por un agradable sonido del exterior.


II. EL DESFILE


Lejos, se escuchó el redoble de tambores, tarolas, napoleones, bombos, timbales y platillos. La gente exhaló un murmullo de emoción y, en masa, dejó libre su contenida ansiedad y se movió hacia los lados, inquieta, dando diminutos pasos, obligados por la presión, para volver a su lugar inicial. Después de un buen rato de redobles, empezó a dibujarse en el horizonte la silueta de los músicos que encabezaban la imponente Banda, quienes, con baqueta en mano, golpeteaban al mismo tiempo los compases de una marcha. Llevaban guantes blanco y un vistoso uniforme de gala, con pantalón negro y chaqueta roja unos, otros blanco-perla, sobre la cual cruzaba, “a la bandolera”, la correa de charol que sostenía los instrumentos.

José, se dejó llevar por el espectáculo, fascinado y, sin poder evitarlo, moviendo al compás sus diminutas manos, empezó a golpetear su imaginario tambor, cuyo sonido salía de su boca:

¾¡Tarám; tarám; tarám tan tan! ¡Tarám; tarám;...!

 

III. SAMUEL ÁNGEL, “EL LUNAREJO”

Delante de la Banda, a paso marcial, abría la marcha el Músico Mayor llamado Samuel Ángel; de eterna sonrisa. Él llevaba un inmenso lunar que le cubría parte de su bien perfilada nariz, más media cara. Este atractivo poco común, por su agradable aspecto, era el toque especial de los escogidos. Por eso, la gente lo conocía como “El Lunarejo”, y casi nadie sabía su verdadero nombre. Su mano derecha terminaba en una hermosa trompeta de bronce bañada en plaqué y boquilla de plata, el florón de su instrumento descansaba sobre su rodilla en marcha. La mano sostenía, con firme suavidad, al fino metal y sus dedos índice, medio y anular apenas rozaban los tres émbolos del instrumento.

Detrás de los tambores, alineaban en correcta formación, los instrumentos de viento. Seis tubas, envolvían a los músicos por debajo de los brazos rematando en la espalda, por sobre la cabeza, con su enorme florón. No se podía ignorar a los saxofones con su forma de pipa; el soprano para modular los agudos, el saxo alto y el tenor para los intermedios, y el barítono para los bajos; todos, adornados con sus dieciocho llaves, como medallas después de la guerra. También brillaban los trombones, bajos, clarinetes y cornetas.

Faltando aproximadamente cinco metros para pasar frente a José, “El Lunarejo”, sin dejar de marchar, levantó su brazo derecho y, con su trompeta, ordenó que los instrumentos de viento echaran al vuelo sus alegres notas. 

Era el turno de “Samuel Ángel”. Éste, diestramente hizo un pequeño requiebre en la cara para unir ligeramente los labios, previamente mojados, sobre los cuales posó la boquilla de plata de su fiel trompeta. El si bemol que salió despedido del instrumento rasgó el aire como mágico silbido de un ave mitológica, llenando de misterio la marcha varonil. El pequeñín, extasiado por las notas y hechizado por la sinfonía de los redobles, compases y arpegios, con viva emoción, se introdujo a su excepcional mundo de fantasías, y se puso a marchar, vestido de luces, al lado del gran trompetista. 

“Lunarejo”, con bondadosa mirada, le sonreía a lo largo del desfile en honor a la Patria; y la gente, henchida de emoción patriótica, irrumpía en estruendosos aplausos.

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La silla de ruedas se quedó sin su gallardo jinete... La mágica trompeta, hizo el milagro.

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