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San Antonio de los Picachos

Federico Fuentes, revisaba los últimos textos de la novela que al día siguiente entregaría a Caleb Peres para su publicación. Sumido en el trabajo no se había dado cuenta de que ya era de noche. Terminó y salió a tomar algún alimento. Caminaba despacio y en su andar rompía la penumbra nocturna. Se sacó un pañuelo con el que se secó el sudor que le escurría por la cara. Y al oír las once campanadas del reloj público, pensó: «es más tarde de lo que creí». Entró al restaurante y vio los rostros de siempre. Saludándolos, fue hasta la mesa acostumbrada.

«Buenas noches, Don Federico «oyó la voz del mesero»

«Buenas noches, Benjamín. Por favor sírveme lo de costumbre.

«Correcto, señor «respondió Benjamín, alejándose rumbo a la cocina y rato después volvió con fruta, avena y pan tostado».

«El café lo traeré cuando usted me lo ordene «dijo Benjamín».

«Gracias. Luego te pediré el café «dijo Federico Fuentes».

Sin prisas, tomó los alimentos y entonces ordenó el café. Fumó un par de cigarrillos. Pagó la cuenta y dando las gracias se despidió de Benjamín. Al salir se encontró con el sofocante ambiente que tenía adormecida a la ciudad. Se sentía intranquilo, fatigado, nostálgico. Llegó al departamento: preparó más café y encendió un cigarrillo. Y divagó con la mirada perdida entre las hojas de la novela.

«Hace veinte años que salí de San Antonio de Los Picachos. ¿Qué será del señor Woolrich, acaso seguirá cuidando los libros de la biblioteca aquella? ¡Quién sabe!, «reflexionaba». Se recostó, y se dejó volar por el pensamiento el cual rápidamente retrocedió en el tiempo haciéndolo suspirar y pensar... ¡ah, que barbaridad hace tanto tiempo que ya no recuerdo bien… OH, San Antonio de Los Picachos! Su pueblo que, enclavado en uno de los muchos cañones de la Sierra Madre Occidental, no pudo evadir el destino de los pueblos mineros venidos a menos: calles polvorientas y hoyancudas; casas vacías y semiderruidas; templo de cantera que guardaba al Santo Patrono del Pueblo, San Antonio que, solitario en su nicho áureo, espera con ansias el trece de junio para que se le recordara. La escuela, con su escasa asistencia. Y algo interesante, una biblioteca repleta de libros, la mayoría en inglés y algunos en español, celosamente cuidados por el rubicundo señor Woolrich, quien desde aquellos años ya era un viejo sabio.

A él le debía sus inclinaciones literarias. Por él conoció al Dante, a Platón, Sócrates, Shakespeare, Cervantes, Sor Juana, San Juan de la Cruz y tanto otros que, metiéndose en su mente juvenil, propiciaron en él la inquietud de escribir, viajar y conocer lo que había más allá del polvo de San Antonio de Los Picachos. Y se vio cuan larguirucho era, caminando entre el polvo de su pensamiento, rumbo a la biblioteca. De igual manera se vio en el café, sentado, discutiendo con otros sobre el futuro del pueblo tan abollado por el descuido de las autoridades que dejaban al tiempo llevarse en pedazos la historia argentífera y silicosa de San Antonio. Por último se vio trepado en el autobús que le sacaría de la somnolencia del ambiente del pueblo que, perdido en la serpenteante y sinuosa geografía de la sierra, con la misma ansia que el Santo Patrono esperaba su trece de junio.

Entre suspiros, bocanadas de humo y el pensamiento asido a las manijas del ayer, le dieron las tres de la mañana. «Ahora sí es hora de dormir «se dijo», tomando otro trago de café negro.

Temprano desayunó en el restaurante. Luego se dirigió a la editorial, en donde se encerró con Caleb. Horas más tarde todo estaba arreglado: en tres meses el libro estaría en el mercado. Salió encaminándose al auditorio del estado a dictar una conferencia. Enseguida iría a casa de Aura. Y después, los dos visitarían a Luis Ernesto recientemente internado en el hospital debido al infarto que había resistido recientemente.

Escribiendo; revisando la impresión de la novela; recibiendo las asiduas visitas de los re- cuerdos de San Antonio de Los Picachos, así como las de él, a Aura y a Luis Ernesto, pasó el tiempo hasta llegar el momento de presentar en público la novela que había titulado: “REMINISCENCIAS”. Esa misma noche, cargando con su pasado, escuchó la lectura de sus textos en la voz de Aura, Luis Ernesto y Manuel. Asimismo, conoció la opinión de los críticos que, como a sus obras anteriores, fue favorable. Durante el brindis, abrumado por el peso de las felicitaciones, le tomó la mano a Aura y se apartaron del grupo.

«Aura. He triunfado como escritor. He alcanzado la meta que me propuse cuando salí de mi pueblo. Sin embargo, todavía estoy solo. Necesito compartir lo que me quede de vida con alguien, y esa persona eres tú. Sé que la primavera está muy lejos de mí; pero, aún así, me atrevo a rogarte que me aceptes: ¡Cásate conmigo! ¡Mi vida es toda tuya! Te amo con esa ternura que he guardado en el corazón que todos estos años te ha idealizado sin cansancio. ¡Te amo! ¡Te necesito!

«Federico, «comenzó ella a decir». Cuando te conocí, en mi corazón inmaduro y adolescente, se sembró la semilla de la ilusión de que algún día me dejaras de ver como tu alumna, que me vieras como mujer y que me pidieras que fuera tu esposa. Yo también estoy sola. Y al hombre le ofrezco mi vida porque lo amo. Al escritor lo apoyaré en su quehacer literario. ¡Casémonos cuando tú lo quieras! Y lo abrazó con el vigor que da el ver convertida en realidad una ilusión juvenil.

«En diez días nos casamos. Para qué esperar más. Hagamos público nuestro compro- miso. «dijo él entusiasmado»

Regresaron a la reunión y Federico pidió silencio a los asistentes. «Amigos míos, tengo el honor de anunciarles que dentro de diez días me caso con mi musa: ¡Aura! Están todos invita- dos al nacimiento de mi felicidad.

Los aplausos no se hicieron esperar. Solamente Luis Ernesto se abstuvo de aplaudir. Un velo de tristeza le nubló la vista y sintió que un escalofrío le recorría todo el cuerpo, creyó desfallecer en ese mismo instante. Pero, ocultó sus sentimientos, y fue a felicitarles y se quedó junto a ellos.

«Desde ahorita les pido disculpas porque no asistiré a su boda, mañana salgo de viaje. Hoy por la tarde me avisaron repentinamente que mi madre está muy enferma y pide que, sin tardanza, vaya a verla «anunció Luis Ernesto, abrazando a los dos».

«Hombre ¿qué dices? No me digas. Sabes que te extrañaremos mucho, pero ve con tu madre y bésala en nuestro nombre. Por lo pronto, que les parece si vamos a tomar una copa «les propuso Federico».

«Vamos, y se fueron a tomar unos tragos en honor de la felicidad recién instalada.

Al despedirse de Caleb, «su editor» y de algunos invitados, abandonaron el salón para ir al “Rincón de Cervantes”. Federico pidió una botella de champagne y brindaron por la felicidad de los tres. Aura se veía radiante. Federico, saboreaba el champagne y se acordaba de San Antonio de Los Picachos. Luis Ernesto mirando a los dos lloraba en su interior.

«Les descubriré un secreto: hoy han terminado la casa que mandé construir hace unos meses. Sólo faltan los muebles y las cortinas «dijo Federico ante la sorpresa de los dos».

«¡Pues sí que la hiciste muy a las escondidas! «dijo Aura sonriendo».
«¡Qué bueno! Ya tienes casa y esposa. Y dentro de algún tiempo tendrás un hijo del que seré padrino, ¿verdad? «dijo Luis Ernesto».

«Claro que sí serás nuestro compadre «respondieron los dos al unísono».

«Luis Ernesto, nos veremos dentro de dos meses. Nosotros iremos a Europa de viaje de bodas y tú mañana viajas a ver a tu madre «dijo Federico».

Saliendo del bar fueron a dejar a Aura. Y en la puerta, Luis Ernesto, besó a Aura al tiempo que le recordaba el compromiso contraído. Los dos se regresaron agobiados por el calor que se dejaba sentir a pesar de que ya era de madrugada. Caminaron en silencio hasta el edificio donde vivía Federico.

«Deseo que a esta novela que comenzaste a escribir, le des un final feliz. Ya no los veré, salgo muy temprano. Hazme el favor de entregarle a Aura esta cadena que conservo desde niño. Es mi regalo de bodas para ella. A ti, te regalo la pluma con la cual he escrito todas mis obras «le dijo».

«Gracias Luis Ernesto. Ojalá que encuentres bien a tu madre para que estés con nosotros el día del matrimonio. Si no es así, te recuerdo tu promesa; apadrinar al hijo que esperamos que llegue pronto. Adiós y cuídate.

Luis Ernesto se alejó perdiéndose en la distancia. Federico entró en el departamento, se sirvió café y fumó. No tenía sueño. Al ver el escritorio lleno de trabajo, se sintió atraído para seguir escribiendo. Absorto en el tema que desarrollaba, le sorprendió la luz del sol, «Caray, si ya es de día «exclamó», y se metió al baño. El agua, le refrescó y le hizo huir al cansancio. Después de un rato, Aura y él desayunaban en el restaurante. Muchos de los asistentes fueron a felicitarlos por el anunciado matrimonio así como por la presentación de la novela. Benjamín le llevó a Aura un ramo de rosas rojas y pidió permiso para abrazarlos. Antes de retirarse les anunció que como regalo de bodas, el desayuno sería por su cuenta.

«Hoy alargaremos el tiempo ya que iremos a comprar un coche. Luego veremos a la modista. Después te llevaré a nuestra casa para que la conozcas, y enseguida iremos a que escojas los muebles y cortinas. Por lo tanto démonos prisa «dijo Federico muy entusiasmado».

Hasta muy entrada la tarde se la pasaron de compras. Aura había quedado fascinada con la casa. Escogieron el coche. La modista, por tratarse de ellos, quedó comprometida a tener el vestido en tres días. La mueblería, dijo no tener problemas para entregar el pedido en un mes, además realizaría las instalaciones para el funcionamiento de los servicios. Caleb les entregó las participaciones de la boda. En aquel ir y venir, se cumplió el plazo, y en una sencilla ceremonia se realizó el matrimonio. Caleb y su esposa fueron testigos de Federico. La patrona de la casa de huéspedes donde Aura viviera, y su esposo, firmaron como los padres de ella. Después del brindis, «a las tres de la tarde», salieron a la ciudad de México, llegando al aeropuerto a las ocho de la noche. Hicieron los trámites y decidieron ver los aparadores que profusamente iluminaban lo que se exhibía allí: toda clase de mercaderías que tentaban a los viajantes. Curioseando aquí y allá, caminaron sin importarles lo que ocurría a su alrededor. En eso andaban cuando fueron sor- prendidos por una voz:

«Federico Fuentes, ¿podría concederme una breve entrevista?

Él, volteó y se encontró con un sonriente reportero acompañado de un fotógrafo, que sin esperar respuesta los retrató y le volvió a repetir la pregunta.

«Con mucho gusto «respondió Federico Fuentes presentándoles a su esposa»

Tras de aquel reportero, llegaron otros que fueron atendidos amablemente.

«Señores, por favor permítanme que demos por terminada la entrevista pues es hora de abordar el avión «dijo él, despidiéndose».

«Gracias por su atención. Buen viaje «dijeron los reporteros».

Subieron a la aeronave que minutos después, se enfilaba rompiendo la oscuridad nocturna del horizonte. Abajo, quedaba la ciudad con todas sus complicaciones: pobrezas y riquezas; angustias y alegrías. Arriba, el avión, remontado sobre el espacio, los acercaba al paraíso perdido. Tras 11 horas de vuelo se encontraban en París, en donde iniciarían su recorrido: Madrid, Barcelona, Sevilla, Roma, Milán, Florencia, Mónaco, Moscú. Museos, bibliotecas, hemerotecas, tea- tros, zonas arqueológicas, galerías de arte, edificios históricos y áreas de interés turístico fueron visitadas por aquellos incansables viajeros que regresaron cargados de recuerdos y regalos para los amigos.

Un mes más tarde regresaron a su casa y sin sacudirse el cansancio por el viaje maravilloso de la Luna de Miel, iniciaron otro: a San Antonio de Los Picachos. Ya allí en el poblado:

«El tiempo se detuvo, todo sigue igual, nada ha cambiado desde aquel día en que yo saliera «dijo Federico a Aura, deteniendo el coche frente al café».

Ahí estaban los rostros del ayer, empolvados discutiendo sobre el porvenir del pueblo al que ya le faltaba buena parte comida por el tiempo.

«¡Sí. Tú eres! ¡Federico Fuentes! El hijo pródigo de San Antonio de Los Picachos, ¡has regresado!, ¡has vuelto para quedarte! «gritó uno de ellos que llamaba la atención de los demás que, embebidos en la discusión iniciada veinte años atrás, no habían reparado en la presencia de los recién llegados».

«¡Uriel! Sí, soy yo. Sí, el mismo de siempre. Federico Fuentes acompañado por su esposa. He venido a saludarlos. He vuelto porque mi corazón así lo ha querido. Estaremos una semana con ustedes. ¿Y el señor Woolrich aún sigue fiel a la biblioteca?

«¡Claro!, todavía sigue vivo. La muerte y el tiempo, esperando que tú llegaras, lo han respetado pues tiene mucho que platicarte. Y aunque digas que vienes por una semana, resígnate a quedarte, porque ya no saldrás de San Antonio de Los Picachos «sentenció Uriel»

«No tardaremos, iré con el señor Woolrich a saludarlo y a presentarle a mi esposa «dijo Federico sin prestarle atención a lo dicho por Uriel».

El señor Woolrich, estaba igual de viejo que el pueblo. Y sentado siempre frente aquel escritorio ancestral, hojeaba y acariciaba los libros, aquella tarde estaba frente a una de las novelas del famoso escritor Federico Fuentes y lanzaba fuertes suspiros, entonces levantó la vista cuando... le vio.

«¡Federico! ¡Federico! Te he estado esperando... te he esperado toda la vida para... tú sabes... bien morir «exclamó, parándose, con los brazos extendidos».

«Señor Woolrich, ¿... cómo ha estado...? Cuanto lo he extrañado. Nunca lo he olvidado. Y en cada uno de los libros que escribí siempre hubo algo de su espíritu. He venido a presentar- les a mi esposa a usted y a San Antonio de Los Picachos «respondió tomándole de los brazos».

«Desde que te fuiste, tuve preparada una recamara y la biblioteca, los cuales han estado esperando tu regreso. Siempre supe que regresarías como un triunfador, y así ha sucedido. Cada mañana te vi entrar y fue mucho lo que platicamos. En una de esas charlas, me juraste que ven- drías a relevarme de este cargo. Aquí estás, y yo ahora sí puedo morirme felizmente, con toda la seguridad que la historia de este viejo pueblo minero no terminará en mi ausencia.

«Señor Woolrich, no hablemos de muerte. Usted seguirá vivo y yo me marcharé con el gusto de haberlo saludado.

Se sentaron y reiniciaron la platica interrumpida hacía veinte años y así continuaron por tiempos y tiempos, hasta que el polvo acumulado en los pensamientos de Uriel y de San Antonio de Los Picachos cayó sobre ellos...
Datos del Cuento
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 6.12
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1 comentarios. Página 1 de 1
cristian
invitado-cristian 06-11-2005 00:00:00

Hola les escrivo por que ya no quiero recibir mas cuentos o sea que quiero darme de vaja de la pagina . Por favor diganme como hacerlo .CHAU GRACIAS

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