El humo zigzagueaba a escasos milímetros de su cara cuando pronunció mi nombre:

- Julito, Julio - dijo con voz paternal -. ¿Sabes por qué te he llamado, verdad?

Llevaba encerrado ocho meses en aquel maldito manicomio y era la segunda vez que me llamaba el director del centro para hablar conmigo. La primera fue para darme la bienvenida. Qué ironía. La bienvenida al infierno, como si fuera la residencia de verano que había elegido para pasar unas vacaciones inolvidables y conocer nuevos amigos.
Esta vez no sabía el motivo de su llamada.

- No, señor Asenjo - respondí brevemente por si se trataba de una pregunta capciosa.
- Está bien - dijo el director -. Iré al grano: El doctor Sanz me ha pasado un informe sobre las últimas pruebas que te han realizado y, según la opinión de los especialistas, se aprecia una clara mejoría de tus problemas médicos. Sobre todo destaca la desaparición de tus pesadillas nocturnas y los episodios de histeria convulsiva.

En una ocasión tuve la oportunidad de ver un vídeo grabado de los ataques que sufría mientras dormía y fue espantoso. Saltaba sobre la cama, sudando y gritando como si me arrancaran la piel a tiras. Los ojos abiertos y rojos en sangre, intentando despertar pero sin conseguirlo. Hasta las noticias del señor Asenjo, sabía que esto se repetía todas las noches pero, por suerte, nunca recordaba lo soñado; y ahora todo parecía haber terminado.
Midiendo las palabras, cual catédratico de lengua, por temor a parecer más desequilibrado de lo que Asenjo pensaba, le dije:

- ¿Qué quiere decirme usted, señor Asenjo?

Entonces Asenjo tomó su cigarro del cenicero y llevándoselo lentamente a la boca, dio una fuerte calada. Retuvo el humo en sus pulmones durante varios segundos, tiempo que me dio para pensar que el fumar para algunos es todo una religión, incluido el sacrificio de morir para darle culto.

- Tú estás curado. Estás sano. Puedes rehacer tu vida y reintegrarte en la sociedad como uno más - dijo soltando el humo mientras hablaba -. Vuelve a tu antiguo trabajo y pasa página sobre lo ocurrido el último año.

Quedé pensativo, con la cabeza ligeramente inclinada hacia abajo pero sin dejar de mirar al director. Todo había terminado. Podía irme.

A la mañana siguiente sentía que volvía a vivir. Crucé las puertas del manicomio como el preso que cumple su condena y queda libre.
Muy tranquilos, con caras sonrientes, me esperaban junto a la verja el padre Andrés y el padre Tomás. Ambos me abrazaron de manera efusiva.

- Parece que le ha costado desprenderse de ese diabólico espíritu, padre Julio - dijo el padre Tomás.
- Verdaderamente ha sido así, padre Tomás. Pensé que tardaría años en eliminar a este siervo del demonio - repliqué.

Sin decir una sola palabra, el padre Andrés sacó de una bolsa de plástico una sotana y un alzacuellos de mi talla y me los dio para que me vistiera allí mismo. Eso sólo quería decir algo. No había tiempo que perder. Alguien en algún lugar necesitaba que le practicáramos un exorcismo para recuperar su alma.