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Santa Eulalia

Pietro fumaba un cigarrillo en el bar de siempre, aquel que la poca afluencia de gente le permitía pensar con tranquilidad sobre su vida, sus obras y su talento innato hacia toda clase de arte. Se defendía bien en pintura, escultura, fotografía, incluso había empezado a adentrarse en las posibilidades que ofrecía la informática en ese aspecto. Odiaba profundamente que le presionaran para crear, vivir pendiente de los clientes, que canalizaran su creatividad por conductos que él no controlaba. También odiaba la muchedumbre –pozo inacabable de ignorancia-, las prisas, el amor y las mujeres. Sobretodo estos dos últimos: era él tan libre, que no creía en las ataduras invisibles –dulces al principio, amargas poco después- de los sentimientos que podía sentir hacia el otro sexo. En realidad, le sacaba de quicio cualquier cosa que no fuera él, él mismo, sus creaciones y otra vez él.
Sin embargo, tuvo que conectar con el mundo y los clientes, y todo lo que ello supone, muy a su pesar, porque la última de sus amantes se marchó acompañada de gran parte de su fortuna después de su discurso filosófico sobre el amor y el sexo. Aquél era el último cigarrillo que le quedaba. Con él, se consumía su dignidad de artista libre. Entre calada y calada sentía bailar las cifras que había aceptado de Suot, un nuevo rico con cierta tendencia al mal gusto y la extravagancia, que había llenado su casa de ositos de peluche, de hierro, de mármol, de plástico y que le pedía que le esculpiera una estatua realista de su hija con manto de santa, palmar de mártir, una imagen de la patrona de la ciudad con los rasgos de su retoña, para colocarla en el jardín.
Pietro, en otros tiempos, se habría reído del atrevimiento, de la trasgresión que suponía tanto devotismo, de aquel egocentrismo que sobrepasaba el suyo, pero necesitaba el dinero, y aquel hombre le ofrecía una cantidad tan desorbitada que las fauces de su bolsillo se estaban empezando a relamer.
Dejó el cigarro sobre el cenicero y siguió durante unos minutos el viaje hacia ninguna parte del segundero: las aspas del tiempo amenazaban su arte, las sentía cernirse sobre él, tan inútil se presentaba la batalla como la del famoso hidalgo contra los molinos manchegos –igual que el protagonista, él intentaba batirse a duelo contra aquello que creía que hería su idealismo, aunque no pensaba en princesas y no deseaba salvar ninguna mujer (¡estaría bueno!)-. Se levantó de la silla que retenía su calor de toda una tarde de pensamiento elevado y pesadumbre y se encaminó hacia la enorme casa que su cliente tenía en las afueras.
En la casa le esperaba la hija, de apenas veinte años, con una sábana para tapar su desnudez de rayos UVA, metida ya en el papel de musa, y el padre, acariciando uno de los osos de peluche, mientras le informaba de su última iluminación cósmica: construir un templo en el jardín, de dimensiones humildes pero de elevados y nobles materiales para colocar allí la estatua de su hija y un pequeño altar presidido por un osito de oro puro. El dinero pactado selló los labios de Pietro, que apunto estaba de ofrecer a su cliente una sonora carcajada que lo bajara a la realidad y le espantara los pajaritos (¿o serían ositos?) que le volaban alrededor de la cabeza.
Antes de marchar y dejar a Pietro de lleno en su creación, le advirtió que su hija era virgen de solemnidad, fuertemente educada en unos preceptos que ya nadie creía pero que él encontraba de sumo valor. El artista, y era la verdad, no pensaba tocar un pelo de la modelo, tan hastiado estaba ya de las mujeres, pero en la sala se encontró que la virgen, que iba a quedar inmortalizada como santa Eulalia a través del bloque de piedra, le estaba dirigiendo una mirada –no se podría calificar de otra manera- lasciva. Ella ya no podía más con la espera: precisaba de alguien que calmara el torrente de fuego, una pasión incontenible que le aumentaba de día en día abocándola a la más profunda de las tristezas.
Intentó no dirigir sus ojos hacia las pupilas de ella y esculpir lo tratado. Ocurrió entonces un hecho inesperado: la pasión desbordante de ella se topaba con la piedra que iba tomando forma de santa en su camino hacia el cuerpo del artista, y la figura pétrea filtraba aquel deseo de carne en un amor puro y casto que inundaba de alegría a Pietro. Por vez primera, se sintió invadido por una dulzura tierna que iba deshaciendo el egocentrismo que le había crecido sobre su epidermis, aislándole del mundo como una ave indefensa sobre un mar de petróleo. Tuvo que dejar de esculpir para ofrecerle a la modelo un beso de amor verdadero, aquellos besos que tenían el efecto de despertar princesas y convertir a los sapos en príncipes (¿o era convertir a las periodistas en princesas?), a la vez que ella, al verlo llegar, se deshacía el nudo del hombro dejando su torso al descubierto.
Este beso, también de cuento y como tal, mágico, provocó un efecto más bien surrealista puesto que ellos no eran de la realeza: despertó el amor que dormía en él y la pasión latente de ella se apaciguó en un nirvana de felicidad incontenible, a la vez que ambos se convertían en una figura de piedra, inmortalizando la instantánea que iba a causar un profundo impacto en las retinas del padre al llegar.
Y así fue. El señor Suot, al ver tan desagradable escena, sintió un dolor punzante en su interior. La santidad de su retoña había pasado a mejor vida, fulminada como una broma pesada a tantos años de estricta educación. “La perversión a la que ha llegado mi hija, pensó, es fruto de esta vida de riquezas, en un pisito de 80 metros cuadrados no se vivía tan mal, el derroche lleva a la pasión desmesurada y febril, los ositos son una muestra del lado salvaje del ser humano, y por ende, de su vertiente pasional e irracional, Dios mío como he podido estar tan ciego…”
Tras la reflexión apoteósica, Suot vendió todas sus pertenencias, incluido los ositos –o, sobretodo, los ositos- y donó el dinero a diversos orfanatos, asociaciones, ONGs y su riqueza le dio hasta para un par de chicles –fresa y menta, ambos sin azúcar-Finalmente, desprovisto de todo, montó en un avión hacia la India, donde el animal sagrado es la vaca, y acabó su vida mascando y meditando en el nirvana absoluto, intentando, eso sí, que aceptaran entre tantos dioses –total, nadie lo iba a notar- a la patrona de su ciudad, inmensamente agradecido a Santa Eulalia de que, por fin, hubiera abierto los ojos.
Datos del Cuento
  • Autor: Vet
  • Código: 7008
  • Fecha: 05-02-2004
  • Categoría: Sin Clasificar
  • Media: 5.45
  • Votos: 71
  • Envios: 0
  • Lecturas: 4397
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Eduardo Ventura
invitado-Eduardo Ventura 06-02-2004 00:00:00

hola Vet. He estado leyendo este cuento detenidamente y creo que está bastante bien. Algo especial hay en él como en casi todo lo que he leído tuyo. Suerte y sigue así. pd: Por cierto, ¡me he quedado de piedra! Adeu y fins un atra

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