Amanecer de Junio de 8064
Aquel pellejo casi dibujado entre el término del suelo y el comienzo de la pared parecía un espectro humano.
Hube de quedarme a su lado para verlo terminar su condena. El no me vería nunca.
Samin, criminal de lesa humanidad tenía seco hasta el aliento. Seca la mirada. Seca la lengua. Seca la vida. Lo habían querido liberar porque a determinadas personas les parecía injusto que recibiera tanta condena por sus crímenes. Lo tuvieron que ocultar. Se volvió tan inaccesible como el fuerte Knox. Otros quisieron ejecutarlo y hasta lanzaron explosivos contra los muros de la prisión donde primitivamente estuvo recluído. Lo mudaron. Se convirtió en el símbolo de la punición.
200 vidas por 33 años de prisión sin atenuantes. Y no es que se tasaran las vidas en esos valores, sino que era lo fijado por las leyes de ese tiempo.
Al comienzo se azotó contra las paredes intentando huir aunque sea suicidándose, los muros acolchados no se lo permitieron. Luego la falta de visibilidad y el silencio lo volvieron ensimismado y meditativo. Asumió una cómoda pose contra la pared junto al ventanuco por donde entraba su ración, y vegetó.
Lo poco que ingería le era suficiente para subsistir. Ultimamente recibía una dosis diaria exacta en peso y medida de una pasta sustanciosa y nutritiva, expendida a máquina.
No llegaba a excitar su motilidad intestinal, pues lo que comía lo asimilaba en plenitud. Ya no defecaba ni orinaba, quedaba por entero en su interior.
Atrás habían quedado el papeleo, las discusiones con abogados, representantes y gobernantes. Todo se diluyó con los años, es decir con las centurias. Al cabo de seis mil años se pierde la noción de tiempo y espacio. Hasta los recuerdos había gastado.
Un día la puerta se abrió. (Yo como autor sé que había transcurrido su tiempo de condena). No había nada ni nadie por los alrededores que pudiera afirmarlo. Ni un calendario, un reloj...
Algún sofisticado mecanismo hizo ceder los goznes de la gruesa puerta blindada.
Afuera estaba menos oscuro que en el interior, pero un cielo plúmbeo, entristecía con su opacidad. Algo extraño había en el aire que todo lo espesaba. Una profunda nostalgia hacía el día más quejumbroso. Avizoró el continente desde lo alto del monte y hacia el horizonte se veía la tierra cubierta de una blancura espectral. El cielo de gris amenazaba con su presencia .
Samin también era una sombra, volvió hacia la máquina y se sentó a su lado. Tal vez la caridad humana hubiera realizado el milagro de que tuviera en sus entrañas algún excedente alimenticio. Por otra parte vana esperanza de quien no había tenido entrañas de misericordia en su acto terrorista.
Desesperado atacó la carcaza de la productora de alimentos tal como se solía hacer en el siglo XXI, pero su avanzada tecnología no respondía a los impactos de puños y pies. Golpeó enfurecido hasta el cansancio.
Con el paso de los días comenzó a languidecer. Sobrevivió gracias al hielo que lamió, ese que todo lo cubría. Al cabo de una angustiante semana, un eco metálico se dejó oir dentro de la expendedora alimenticia. Lo sintió rodar y rebotar en forma continua durante varios minutos prolongados cruelmente por la ansiedad. La debilidad lo adormecía. Samin se despertó de su sopor, vio una puertecilla abrirse y caer a sus pies un bolo grisáceo, reconocible a la vista o al tacto inclusive, como una granada de mano.
Se acercó tambaleante, misericordia! deseaba.
La tomó entre sus manos, misericordia!, anhelaba.
Tiró del seguro, misericordia!, lloraba.
Se acostó encima de ella, misericordia!, gemía.
Pero no estalló. Y misericordia, no hubo.