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Categoría: Hechos Reales

Serico y Abel.

Abel recordó los relatos de su padre mientras encendía el motor fuera de borda del peñero, era un niño de nueve años cuando el anciano le contaba como solía darse a las profundidades ciclópeas del río, la lucha dantesca con infernales cocodrilos y almas en pena salidas de las aguas turbulentas, a veces amanecía despierto con ojos exangües mirando a través del ventanal de la alcoba como esperando ver llegar a través de la noche cualquier personaje macabro para acabar con su propia vida rendida allí en el catre. Sin embargo a pesar de estos sustos acostumbraron estar ambos la mayor parte del tiempo y recorrer los inmensos afluentes y aldeas.
Habían cambiado muchas cosas durante casi cinco décadas, los pueblos crecieron transformándose en ciudades con grandes edificios, el río aunque tal vez agotado de su constante devenir permanecía caudaloso llevando seres de uno a otro borde de su anatomía, las embarcaciones merodeaban a través de algunas veces tranquilas corrientes o encrespado oleaje del viento, los seres discurrían como hormigas llenos de cotidianidad cargados de alforjas o provisiones, las inmensas autopistas semejaban iluminadas venas amarillas a uno u otro sitio, ahora el cemento ondeaba donde antes creciera la palma o el fango.
Soledad no hubo cambiado mucho, pasó de ser una aldea con veinte chozas, a existir al margen del mapa como un caserío donde llegaban los comerciantes del oro, los mineros y los magos, en ocasiones se convertía en una calle de venta exuberantes, otras en un callejón desterrado embebido en cervezas y licores. Abel anduvo sus calles innumerables vigilias luego de terribles infortunios durante la vida.
En uno de aquellos viajes a los poblados Abel conoció una tribu indígena donde había una india de esplendorosa belleza, fue un amanecer centellante con ese vapor solar colándose entre la jungla, así mientras amarraba la embarcación a un tronco seco en la orilla la vio por primera vez, era apenas una adolescente de cabellera azabache y piel tostada por la aurora, ojos nocturnos debajo de gruesas cejas oscuras, un cuerpo de mujer hermosísimo el cual nada parecido a una niña de apenas catorce años, pregunto quién era a su progenitor: -la hija del cacique, una joven muy linda Abel-, desde entonces quedo prendado a la hermosura de la muchacha y las visitas al lugar fueron cada vez más frecuentes.
Era un viernes, los nativos celebraban el paso de luna llena, Abel descendió, acompañado de su padre, de la barca, llevando consigo el arsenal de víveres para comerciar con el jefe indio, aquella fue la primera vez en verla tan cerca pareciéndole encantadora. Se enamoraron.
Así vinieron otras ocasiones, al punto de Abel transcurrir la mayor parte del tiempo entre los habitantes de la tribu en compañía de la hija del cacique, se les veía caminar a la luz de sombra de la selva, recorrer como niños la orilla del gran río, compartir los cantos indios en las ceremonias ofrendadas a los dioses, hacer del oleaje del torrente cobija única para sus cuerpos hasta llegado el instante en el cual el cacique pidiera ante el padre de Abel la celebración de las nupcias indias para unir por siempre aquellos destinos.
Sin duda alguna una gran ceremonia resulto ser la unión matrimonial, el conglomerado de tribus vecinas al pueblo guaica fue invitado, las indias con atuendos ceremoniales, los hombres fulgurando indumentaria de guerra y caza, todos allí frente al altar donde el majestuoso sacerdote indio desposaría a los contrayentes bajo ley india; los atabales dejaron tañer en el firmamento la marcha de los muertos, una especie de himno consagrado a los consortes y el cual encarnaba la eternidad del amor aún después de la muerte, los estruendos de pólvora blandían el cielo partiendo en luces artificiales la noche, los indiscutibles enamorados eran felices, unidos por siempre contagiaban de dicha a todos.
La india Sericó vino a estar con Abel a Soledad cuando escasamente este era un caserío, dejando la aldea donde había nacido; al principio tuvo dificultades por el dialecto, pero luego se integro al cotidiano coexistir de los seres compartiendo con perfección las costumbres de los pobladores siendo muy querida por sus habitantes: tenía la dulzura del río en su estirpe. Ambos amantes les veían siempre juntos, así tan compenetrados deseaban tener hijos, durante día y noche se volcaban en el frenesí de la pasión buscando en rituales orgasmos la hechura divina del primogénito, hasta seis meses después de haber llegado al pueblo cuando alcanzaron el tan ansiado embarazo. Tuvieron tres hijos desde entonces.

Sericó salivó sangre espesa ese viernes. Todo había sido bienestar hasta dicha mala hora: tras un ataque convulso de incoercible tos no podía siquiera mantener el hálito; al inicio los músculos del pecho desfallecían ante el arrojo incesante del esputo, luego el rostro de la bella india volviese lívido anunciando la muerte, entonces en un espantoso volumen granate manchaba los almohadones de plumas, el alba de las sábanas, el vestido floreado de dormir, el catre, sencillamente espantoso; la primera vez Sericó lloro en los brazos de su marido acurrucada de miedo, las crisis se tornaron más repetitivas, sintió desvanecerse cada día como si se le escapase el alma entre los cortinajes del mirador, en aquel momento la placidez de la casa comenzó a cambiar a un desorden fúnebre, inusitado, nada existía en su espacio, las sillas inundadas de polvo, la sombra de las paredes emanarían un tenue color decadente, ya no se escuchaba reír a los niños correteando zaguanes, el silencio enmudecía los grillos al oscurecer; Tan solo podía oírse a Sericó tosiendo como si fuese el ruido de una marimba eterna.
Abel alistó el peñero, soltó las amarras, elevó el ancla haciéndose al fondo del río. No dejaría morir a su mujer, haría lo imposible por salvar su vida. Navego las turbias corrientes remontando los rizados oleajes serpenteando la costa hasta alcanzar la vieja aldea de los guaicas; el aire soplo frío como un glacial, Sericó iba cubierta entre abrigos de lana junto a la proa, el viento de hielo rozaba como pétalos su rostro desnudo, ya no tosía, casi no tenía aliento, la fiebre comenzó de nuevo a horadar el endeble cuerpo, el sudor aún en la frialdad discurría a través de sus sienes, debajo de las mantas los labios temblorosos de la mujer moribunda pronunciaban palabras incoherentes, amorfas. La embarcación se dio a aguas insondables asiéndose a la esperanza, peleando con la muerte.
Cuatro días de viaje; el bongo encumbró sobre la resaca zigzagueando cerca de la orilla, las antorchas incendiadas en la aldea parecían burlarse de la marcha lúgubre, Sericó ya no emitía sonido alguno, nada siquiera deforme semejante a un quejido doloroso; Abel acerco sus ojos a los de ella, recordaría para siempre la lejanía de aquella mirada ultima, en ese momento ambos pensaron en los niños, la aldea ahora parecía infinitamente lejos, la piel de Sericó adquirió una pétrea lividez, en el rostro reflejaba la fealdad macabra de la muerte, Sericó pensó en sus hijos por última vez y dejo de respirar.
Durante los años siguientes la casa no tuvo el mismo júbilo a pesar del correteo imperecedero de los chiquillos, esta no era la única desgracia la cual enfrentaría Abel; su vida se confinaba a una serie de episodios malditos, primero la pérdida de su esposa, luego la debacle económica probablemente causada por una lóbrega depresión, al termino las borracheras interminables durante los fines de semana llegaron a tal punto de aborrecer a sus hijos enviándolos a vivir con extraños, debiendo incluso cruzar a bongo el río: fue una de esas ocasiones donde se suscitó el mayor infortunio: Una madrugada envió a los niños a bordo de las embarcaciones andarinas ancladas en el muelle del pueblo, apersonándose con estos antes de salir el sol, lo cierto la barca partió con rumbo a la ciudad cercana un amanecer de lluvia, el cielo estaba repleto de nubes grises riadas de agua, el ventarrón venido del oeste soplaría tempestuoso como un animal titánico, las olas se levantaban a metros de altura, la tormenta dejo caer su cola de reptil sobre la espesura de la selva, los niños ya a bordo sintieron a la barcaza balancearse como si ese manojo de madera fuese una hoja de árbol trisada al viento, el capitán borracho daba gritos entre risas irónicas, pedía calma pero los tripulantes no daban cuenta del llamado de atención, todos sintieron pánico, buscaban en vano asirse a la balsa, esta continuaba moviéndose de un lado a otro sin anden fijo, el viento encumbrado despedazaba el barco, de pronto una inclinación brusca y fuerte, un trueno insólito entre nubarrones negros aparcados en el cielo, la luz de una centella venida desde el sur fue suficiente para volcar el navío, los cuerpos azotados por la resaca desaparecieron arrastrados por las corrientes, luego varios serían encontrados muy lejos, los pequeños de ocho, seis y cuatro años no serían vistos nunca más, algunos temieron habían sido tragados por hambrientos caimanes. Abel cayó en el abandono de sí mismo, no logro recuperarse, lo veían transitar las calles desarrapado hablando con seres imaginarios, a veces parecía esperar a alguien en el muelle hasta quedarse dormido a orillas del río, otras caminaba por las calles del poblado mientras una selva de cemento se levantaba a su alrededor dejándolo sumido en un mundo íntimo desconocido, signado por un destino francamente brutal parecía imperecedero, probablemente eterno, en ocasiones estando lucido amenazaba con quitarse la vida, nada era igual.
Después de unos largos años, Abel había deseado desaparecer en la espesura del río; en incontables ocasiones, ante sus amigos más inseparables, llorando, anhelaba morir, a varios compañeros de juergas del pasado alegre les había prometido abandonarse para siempre a su suerte, el suicidio era una alternativa recóndita, comenzó a planificar su propia muerte, sentía no debía existir por todas las innumerables desdichas sobrevenidas, no daba alarde de ser un individuo valeroso, no lo era, para él la felicidad significaba un diminuto momento vivido en un instante falso, tal vez las ideas suicidas permanecieron siempre, anterior a sus desgracias, quizás llevaba un estigma, por eso la decisión estaba tomada desde su concepción en el vientre, los sucesos solo fueron puertas abiertas al propósito, esa noche en la fragosidad de pensamientos recordaría por ultima vez a su padre lanzándose en la barca al lóbrego y espeso afluente, navego horas hasta las mayor profundidad, llegado allí tomo una roca descomunal atándola al cuello, el agua se arremolinaba en el fondo oscuro, se detuvo en la baranda del barco y salto al precipicio desapareciendo en las aguas, nadie volvió a verlo.
Pasaron muchos inviernos y innumerables tormentas, un domingo los bongos reposaban de la travesía en el muelle y los borrachos húmedos en vómito, tirados a la orilla vieron llegar una gabarra con tres jóvenes, no lo podían creer, tres desconocidos, la multitud se agolpo alrededor del pequeño barco de madera, la barcaza de Abel después de tantos años estaba allí en tierra, había sido dada por desaparecida tiempo atrás, y junto con ella el cuerpo de su dueño, ahora le acompañaban tres marinos, tres marinos, veinte, dieciocho, dieciséis años, la gente conversaba entre sí temerosa, por esas condiciones extrañas del destino parecían ser los hijos del infortunado suicida o tal vez del infausto hombre asesinado; Habían cambiado muchas cosas durante cinco décadas, Soledad se convirtió en un inmenso poblado donde vivieron para siempre quizás los hijos del infortunado Abel.
Datos del Cuento
  • Categoría: Hechos Reales
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