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Categoría: Hechos Reales

Sigue cada mañana

Como cada mañana realizaba su esfuerzo.

Se incorporaba en la cama, pensaba, durante breves segundos cómo había ido la noche, sus sueños, a qué pensamiento se había atado su corazón para poder despertar de nuevo y al ver que abría los ojos, con mano temblorosa y resignada levantaba lentamente la persiana, encontraba Sol, sonreía para sus adentros y pensaba, he de ir, hace bueno y me están esperando.

Como cada mañana se levantaba, se preparaba su tazón de colacao o de leche y extrayendo fuerzas de aliento, de ganas, iba poniéndose su desgastada ropa, arreglándose, siguiendo el mismo proceso, sin alteraciones, una prenda, luego otra, y así hasta verse vestido y dispuesto a salir.

Como cada mañana al atravesar la puerta, sin haber recibido ni un beso de buenos días, ni una palabra amable, se disponía a bajar las escaleras, cuatro pisos, lentamente apoyao en el balaustre iniciaba el movimiento pausado de una pierna apoyada en un primer peldaño, luego la otra, y así escalón tras escalón, paso a paso, descendía penosamente, todos los pisos, descansando cada tres o cuatro, apoyado con una mano débilitada por su enfermedad en la barandilla de madera, con la otra en su alargado bastón.

Como cada mañana al llegar a la calle, respiraba, ya estoy fuera, decía entre alivios, ahora poco a poco iré caminando, me esperan, sé que vendrán hoy, necesito verles.

Y avanzaba lentamente por la acera, ya no había más escalones, no más dificultades, nervioso, se detenía, miraba la hora, ¡malditas piernas!, se quejaba, si pudieran ir más rápido, he de darme prisa, no sea que lleguen y al no verme, se vayan. Pero su escasa masa muscular no le respondía a su ilusionada petición, la debilidad hacía mella en todo su cuerpo, temblaba a cada paso de su camino. Sin embargo proseguía avanzando, despacio, cansado. entre dolores, descansando.

Tras una hora de recorrido para atravesar apenas unos cien metros, llegaba al bar de siempre, el de toda su vida. De repente se le iluminaba la cara, su gesto se volvía dulce, calmado, ya no había dolores, no había pesares, atrás dejaba prendido entre las baldosas de la dificil acera su propias limitaciones.

Como cada mañana, lentamente se acercaba a la barra, ¿qué queréis tomar, decía?. Yo un café cortito de leche, decía uno, para mi un mosto blanco, decía otro, a mi ponme un café cortado pedía el tercero. Y él dirigiéndose hacia la camarera le decía y para mi lo siempre, gracias. Luego volviéndose decía, invito yo, ¿eh? a lo que los demás respondían: ah, bueno, pues muchas gracias.

Luego se reunían en torno a una mesa, él contaba historias, todas tristes, sobre su infancia, su juventud, sus novias, aquellas a las que había dejado escapar por miedo, aquella con la que se había casado por equivocación, sobre sus hijos, todo lo que le hubiera gustado ser, todo lo que sabía no era y con desgastada voz. bromeaba. Todo lo contaba entre hilos de voz, entre quejidos íntimos de respiración entrecortada, apenas escuchaba, necesitaba hablar, contar, volcar tristezas, simplemente, lo necesitaba. Transcurrida apenas media hora, se incorporaba con dificultad y se despedía de su visita diciendo: bueno, tendréis que iros, yo me quedo un poco más de tiempo, hablando en el bar con estos amigos, iros, que no se os haga tarde, gracias por venir hoy.

Todos se levantaban, se despedían con besos y manos de calor a su espalda, y alguien siempre le decía, yo vengo mañana, no lo olvides, hasta mañana. Y al verse ya solo, sin nadie que le mirara, se despedía con amabilidad de la camarera y colocándose su boina, ajustándola en su cabeza, iniciaba el camino de vuelta. No le gustaba que nadie viera su torpeza, su impedimento, no pedía ayuda para sostenerse, simplemente se despedía y se marchaba.

Como cada mañana, tardaba otra hora en regresar a su casa.

Dos horas y media al día, cada día, durante años, el resto de las horas ya no le importaban. Se llevaba en su gesto la sonrisa de sus hermanos y su cuñado, la calidez de sus besos, la ternura de esos minutos, el cariño que nadie de su casa le regalaba.

Al llegar al portal, miraba hacia lo alto, más cansado, más abatido, diciendo, veamos que hay hoy en casa. Al llegar, su respiración y sus piernas ya flaqueaban en demasía, y como cada mañana, encontraba la misma escena, la comida fría, puesta en la mesa, sin mantel, una desgastada servilleta llena de lamparones, un sucio vaso de agua, solo un cubierto y por voz de compañía un gesto hosco, un reproche continuo, tienes la comida ahí, escuchaba como bienvenida y él, con aprendida calma, no contestaba, se sentaba, tomaba su sopa recalentada, su filete de pollo seco, su plátano y se recostaba en silencio en su sofá esperando la noche, buscando en su pensamiento, en todas esas horas perdidas de esperanza, un nuevo motivo para abrir los ojos al día siguiente, quizá ver a su familia, hablar de nuevo y de nuevo, en la nueva mañana lo encontraba, y por eso despertaba.

En las navidades, por cena familiar un huevo frito con patatas, en la soledad de aquella cocina, y luego se encerraba en su cuarto, a tocar el piano, a mimar su violín, a embelesar sus oidos con la única música de realidad de amor que le acompañaba.

Hace una semana su cuerpo se venció con un medicamento equivocado, más fuerte, más mortal. Sus hermanos no pudieron hacer nada, no se enteraron de tal dejadez de cuidado en su propia casa, se le fue apagando la vida y junto con la vida, sus ganas. Y todo su ritual, sus preparativos de paseo, como cada mañana, se cayeron en su pensamiento de golpe, en sus fuerzas como pesados plomos de certeza, se dejó vencer y se postró en la cama vencido, exhausto.

Ahora espera tumbado en esa cama, que le llegue el viento, cálido, dice él, de la muerte. Espera, en silencio, ya no hay bar, no hay café, no hay escaleras ni caminata, ya no hay nada.

Tan solo espera rendido, entre miseria, a que vengan sus hermanos, para invitarles como en su bar, sino a café, a unos minutos de calma. Y cuando llegan y ven el lamentable estado en que se encuentra, lo poco o nada de cariño que le tiene su mujer, las visitas de cinco minutos de alguno de sus hijos que no se acercan a él por repugnancia, la comida que no le dieron, las pastillas que no tomó, los orines que tiene desde hace días en su cama, sus hermanos lloran por dentro, por fuera se rabian, sacan fuerzas de su propia compasión y le ayudan a incorporarse, a abrir los ojos de nuevo y tienen que mantener las formas porque si esa "señora" se enfada les cierra las puertas de su casa para siempre y su hermano se queda solo, muere solo, un día, una mala postura, un caerse de la cama y ahí se queda, ahí, en el suelo, donde solo está él, donde no hay nada.

Pero aún se levanta cada mañana.
Datos del Cuento
  • Autor: Aonimo
  • Código: 13105
  • Fecha: 25-01-2005
  • Categoría: Hechos Reales
  • Media: 5.57
  • Votos: 77
  • Envios: 0
  • Lecturas: 2584
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
sigri
invitado-sigri 26-01-2005 00:00:00

Y en cualquier momento le llevara consigo, en cuanto a la actitud de ella, pues todo lo que haces de malo se paga en este mundo. Si fuese su familia iria a verle y haria por el, todo lo que ella no hace, le guste o no.

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