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Categoría: Terror

Sobremesa

Tras la comida sobrevinieron el café y los cigarrillos. Mi corta edad no me privaba de fumar, pero mis padres eran demasiado estrictos como para permitírmelo delante de ellos. Me conformé con ver a mi madre encender cigarrillos para ella, mis hermanas y sus yernos. Aquéllas aún no casaban, pero el trato recibido por los novios por parte de mis padres ya los había incluido, prácticamente, en la familia. Aseguro que mi interés inmediato radicaba en enclaustrarme en mi habitación para leer. Mauppasant y Hoffmann acaparaban mis ratos de ocio en aquel entonces, pues el resto de mi tiempo se perdía lamentablemente entre los muros de un colegio marista. Pero no me permitían retirarme de la mesa sin haber acompañado a mi padre a comer.
El viejo solía llegar a casa al filo de las cuatro de la tarde; para entonces ya habíamos comido y la sobremesa empezaba a prolongarse, lo que forzaba a preparar café de continuo y a cuidar que el flan —postre obligado— no se esfumara antes de que lo probara el esperado. Me entretenía escuchando la anodina conversación sostenida por mi madre, sus hijas y los novios. Hablaban con recato para no ofender los “castos” oídos del miembro más joven de la concurrencia. Poco me hubiera escandalizado que abordaran temas subidos de tono. Callaré por qué.
El ruido coincidió con un discreto suspiro —o acaso bufido— que emití. Habíamos ocho personas en el comedor, desde el que no era visible la puerta principal de la casa, pero no dejamos de oír el familiar sonido causado por aquélla cuando era abierta. No teníamos por qué contener el aliento pues, en apariencia, no había anda que temer.
—¿Eres tú, amoroso? —preguntó mi madre alzando la voz.
—Sí, mi vida.
Todos hubiéramos jurado que mi padre había contestado. La conversación se reanudó al punto, lo que quizá impidió que atendiéramos al ruido que hubiera causado la puerta al ser cerrada. Pasó un minuto y el viejo no hizo acto de presencia. Mi madre fue la primera en extrañarse. Yo tragué saliva y vi a mis hermanas y cuñados fruncir el entrecejo. El tiempo corrió. En circunstancias normales, no hubieran pasado ni treinta segundos antes de que el recién llegado ocupara su lugar correspondiente en el comedor. Ahora nos quedamos con las ganas de verlo. Mi madre preguntó:
—¿Se habrá ido a dormir?
Se refería al viejo, cuya siesta era sagrada. Lo cierto era que solía tomarla tras haber comido, nunca antes.
—Tal vez se sentía mal —continuó mi madre.
Volví a tragar saliva. Mi madre me miró.
—Asómate, hijo —ordenó—. Ve arriba para saber qué pasó con tu padre.
Ay de mí si se me ocurría contravenir la instrucción. Desde luego que mis hermanas y compañía se abstuvieron no sólo de discutir la moción, sino de mostrar solidaridad para conmigo. Nadie se aventuraría a acompañarme. Hice de tripas corazón, me levanté, anduve hacia la sala. La puerta principal estaba cerrada. Miré hacia la escalera y entonces experimenté frío. Temblé. Ignoraba por qué, pero tenía miedo. Algo muy extraño había ocurrido. Era ilógico que mi padre se hubiera desviado a su habitación sin avisar, por muy mal que se sintiera. Era reconocido por su cortesía, que no heredé.
A lo lejos escuché que la conversación se había reanudado, aunque tímidamente. Enfilé a las escaleras y comencé a subirlas. Por primera vez desde que nos mudamos a aquella casa, tuve miedo. Pero no pasaría por cobarde ante nadie, mucho menos ante mis relativos. Consentía en que minusvaloraran mi capacidad intelectual, pero no toleraría que cuestionaran mi valor. Llegué a la segunda planta y vi de reojo la habitación paterna, cuya puerta aparecía entornada. Me acerqué lenta, muy lentamente, y al punto noté que la cama estaba vacía. Mi corazón dio un vuelco. Mis labios habían palidecido y mi respiración se había desacompasado. Conforme visitaba los sitios restantes de aquel piso, me froté las manos una contra la otra y las hallé particularmente frías. No se me culpe. Yo era un chico ajeno al terror.
Mi búsqueda fue infructuosa y tortuosa, pues no hallé al viejo y mi temor escaló sensiblemente, orillándome a temblar y tragar saliva de continuo. Perdí la voz cuando quise llamar a voces al desaparecido, de modo que tuve que entrar en cada habitación para salir de dudas sobre su paradero. En definitiva, el hombre no había llegado en ningún momento. A saber por qué todos habíamos escuchado otra cosa.
Para cuando bajé, mi madre y los demás se habían trasladado a la sala, y me vieron con gesto donde se combinaban la duda y la preocupación. Alzaron las cejas y entendí lo que querían saber.
—Arriba no hay nadie —informé.
En eso resurgieron los ruidos inconfundibles. Di un respingo y —me abraso al narrarlo— salí disparado junto al sillón que ocupaba mi madre. Mis hermanas reprimieron risas de burla. La puerta principal se abrió y mi padre ocupó el umbral. Nos miró con algo parecido al estupor, impresión que no lo abandonó mientras cerró la puerta a sus espaldas. Giró sobre los talones y recorrió la mirada sobre nosotros.
—¿Ya comieron? —preguntó.
Callamos por unos instantes, como si esperáramos convencernos de que era realmente él quien había llegado.
Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
  • Media: 5.2
  • Votos: 83
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
Alev
invitado-Alev 17-11-2006 00:00:00

Está muy bien escrito el cuento, de hecho me recordó por momentos a HP Lovecraft, sin embargo faltó algo, mi humilde opinión es que al final queda la sensación de que más que un cuento es una anécdota.

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