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Siempre tuve problemas para dormir temprano, desde que era pequeña. Mientras los otros niños ya se encontraban en su cama a las nueve, yo podía seguir despierta hasta las diez, once, doce de la noche. A mis papás esto no parecía preocuparles mucho, ya que ellos también solían irse a la cama muy tarde. La mayoría del tiempo se quedaban despiertos conversando o leyendo.
Así, tuve que habituar mi rutina a intentar dormir más temprano, pues casi siempre a la mañana siguiente tenía que levantarme temprano para ir a la escuela. Como lo odiaba.
Una vez, cuando iba en quinto o sexto de primaria, tuve que desvelarme bastante tratando de terminar una tarea. Era muy de noche y en el primer piso de la casa no se escuchaba ni un solo sonido, más que los que yo hacía al pasar las páginas de mi libreta o sacarle punta a mis lápices.
No me gustaba quedarme sola a esas horas de la noche, pues siempre me imaginaba que alguien, que “algo” podía estar espiándome.
Debía ser cerca de la madrugada cuando por fin lo tuve todo listo.
Recogí todos mis útiles de la mesa de la cocina, puse en orden mis cuadernos y libros para subir a guardarlos en mi mochila, y puse en el fregadero el vaso vacío de leche fría que había estado tomando para mantenerme despierta. A falta de café, aquello era lo mejor.
Cuando subí las escaleras para ir a mi habitación, observé que la puerta del cuarto de costura se encontraba entreabierta y del interior, salían unos murmullos. Seguramente era mi madre, que de nuevo se había quedado despierta hasta tarde para leer una de sus novelas. A ella le encantaba leer, pero tenía la costumbre de hacerlo medio en voz alta, murmurando todos los diálogos.
Era usual que lo hiciese a solas, pues nunca quería molestarnos al hacer todo ese ruido. Y sí que podía llegar a ser molesto, según se mirase, si intentabas ver la televisión o escuchar música.
Aun así sonreí, me puse de pie junto a la puerta entreabierta por la que solo podía ver una silueta en el interior y hablé en voz baja:
—Buenas noches, que descanses.
Vi como la silueta se puso de pie y comenzaba a avanzar hacia mí, pero yo seguí mi camino a mi dormitorio, cansada como estaba. No quería escuchar un regaño por seguir levantada a esas horas; mamá siempre era muy insistente con eso de terminar mis tareas temprano.
Esa noche dormí como un bebé.
A la mañana siguiente me costó trabajo despertarme. Sin ganas, me senté a desayunar con el resto de la familia y mi mamá me miró con una sonrisa, mientras me servía huevos revueltos.
—Me alegra que por fin le hayas perdido el miedo a quedarte sola —me dijo—, nosotros nos fuimos a acostar temprano, como a las nueve de la noche, porque no queríamos molestarte mientras estudiabas.
Me quedé helada. Si ellos habían estado dormidos todo el tiempo, ¿quién había estado en el cuarto de costura?
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