Genial, simpática, traviesa: mi sobrina Lizbeth. Con apenas cuatro años de edad recién cumplidos, es capaz de sorprender al más indiferente y provocar viva hilaridad y si no, carcajadas, aunque a veces se les reprima para no fomentar excesos en sus alcances y agudeza infantiles.
Una de sus actitudes de provocación infantil frente a sus mayores, incluyendo parientes cercanos o lejanos, consiste en pasearse de un lado a otro de su casa, en presencia de su abuela materna, levantar la nariz y pretender que en casa hay ciertos olores molestos. La abuela, pendiente de la acción, queda estupefacta al escuchar las ocurrentes palabras de Lizbeth:
- “Huele a viejita”.
Lizbeth celebra con carcajadas su afirmación y corre para resguardarse de la evidente reacción de una persona senil que “amenaza” con cobrarse la singular afrenta. A lo lejos, ya segura, mi sobrina busca en mí la aceptación de su acto y recibe discretamente --con elocuente guiño de mi parte—la consabida aprobación.
Debe saberse que la pequeña ha hecho de su abuela materna el blanco ideal y constante de sus inocentes gracias y travesuras. La respetable señora padece de ciertos achaques de una edad octogenaria. Le cuesta trabajo desplazarse, no ve bien y sufre de “lagunas mentales”. Bajo estas condiciones, la inocente crueldad de la niña, aunada a la quisquillosa actitud de su abuela, resulta una combinación bastante divertida.
Desde el momento en que la niña se percata de la inminente llegada de la señora (vecina del mismo piso), Lizbeth corre a la puerta, y con visibles esfuerzos, cargados de maliciosas pero cándidas miradas, comienza a empujarla. La lucha dura unos cuantos momentos, pues se manifiesta la superioridad física de la abuela, pero Lizbeth abandona súbitamente el esfuerzo y atenta al desenlace, celebra la violenta entrada de la abuela, quien a punto de caer y exhausta, recomienda a su hija revisar la puerta, pues “cada vez es más difícil abrirla”.
Desde lejos, Lizbeth rumia algo. Asegura haber engañado a su abuela, para correr con prisa hacia su cuarto de juegos y olvidar el suceso.
Cuando visito la casa de mi sobrina, llamo previa e invariablemente para cerciorarme que mi visita sea oportuna y asegurarme de que estén presentes. En esta ocasión es mi sobrina quien contesta el teléfono y en lugar del consabido saludo de contestación, como “bueno”, “hola”, “¿sí?”saluda de la siguiente manera:
- “Te vas a ‘caei’” (caer).
Cuando la he reconocido e informo quien es su interlocutor y el motivo de mi llamada, me pide no venir, pues están (ella, su hermana, mamá y “babullo”, su padre) a punto de salir y que regresarán muy tarde. Antes de colgar, sin dejarme pronunciar palabra, me despide de igual manera que en el principio, aunque agrega en esta ocasión que caeré a un hoyo.
Vuelvo a insistir y me entero que lo dicho por Lizbeth es una patraña infantil. En cuanto llego, me percato de la ausencia de la pequeña y aguardo su retorno con impaciencia pues sé que me deparará sorpresas muy cómicas. Cuando al fin ha llegado, y fingiendo ignorar mi presencia, llega a referir el paseo que hizo. A lo lejos me guiña un ojo y luego afirma con aire triunfal:
-“Te engañé, tío”.
Correspondo su saludo con una tierna mirada y pretendo acercarme para saludarla, pero rehuye mis caricias en alocada carrera. La pequeña no cesa de hablar y no desea que nadie la interrumpa y menos yo con mis caricias. Informó que en el supermercado había dos tipos disfrazados de payasos, bastante “guapitos” (que en su propio lenguaje significa fealdad) y aunque se divirtió, esperaba algo mejor.
Lizbeth prometió a su tía (quien la invitó a salir) que a su regreso no se portaría melindrosa y que terminaría con todos los alimentos que se le ofrecieran. A la fecha, la única amenaza (hoy por primera vez debilitada) que surte efecto en ella como en su hermana para obligarlas a comer, es decir que su papá tendrá irremediablemente que rasurarse las barbas y que se verá muy guapito, para su pesar. Si bien antes esta amenaza provocaba su obediencia inmediata, hoy dejó de tener impacto. Hoy, en mi presencia, aprovecha la oportunidad de que también tengo barba para replicar ante la amenaza con indiferencia:
- “Mejor que se la corte mi tío”.
Minutos después de inusitado silencio por parte de los comensales a la mesa, su hermana lo irrumpe con un conato de vómito. Liz se para en la silla y comienza a gritar palmeando:
- ¡Que-vo-mi-te, que-vo-mi-te!
No me es posible contener la risa, como a los demás, y aparentando ahogarme también, corro hacia el baño, seguido de las maliciosas miradas de la pequeña traviesa.
La abuela, silenciosa durante la comida, habla por fin y pide su postre, en esta ocasión pastelillos y bizcochos, y muestra su plato vacío en señal de que lo merece. Su hija pide que espere, pues las niñas dejarían de comer debido al atractivo de los pastelillos, pero tan pronto terminen ellas también, se le ofrecerá un pastelillo. La reacción de la señora no se deja esperar y golpea el plato con la cuchara a manera de impotente desacuerdo.
Lizbeth, atenta siempre a los acontecimientos, vuelve a adoptar una posición erguida y demanda visiblemente molesta:
- “¡Que se vaya la abuela a su casa a ‘comei’!” (comer).
La anciana aguarda inútilmente que la niña sea reprendida, sin embargo, nuestra prolongada pero discreta hilaridad, impide los obligados reproches.
Otra ocasión, la abuela fue motivo de una violenta acometida, primero a manos de Lizbeth y luego de la hermana menor, Karen, pero el acto nunca alcanzó la agresión física directa pues la vigilancia materna no baja la guardia.
La pequeña Liz comenzó a agitar, en forma circular una reata con un extremo compacto a manera de hélice en movimiento que acercó una y otra vez a la abuela. La hermana se unió a la acción con vivas muestras de entusiasmo. Cuando al fin la señora se vio ante el inminente peligro de un golpe, presa de angustia, comenzó a proferir gritos de auxilio. Pese al escándalo, las pequeñas no se contuvieron, por el contrario, renovaron los embates sin tocar siquiera a la señora. La madre fin al incidente de inmediato, amenazando con quitar a ambas las reatas y guardarlas para que desistieran de sus intentos.
Es frecuente que la anciana obstaculice la visión de las pequeñas cuando miran la televisión ya que llama por teléfono a menudo y éste se encuentra exactamente entre el campo de visibilidad entre aparato receptor y televisor. Pareciera como si la octogenaria se cobrara las afrentas de las chiquillas bloqueando la visibilidad exactamente a la hora de sus programas infantiles favoritos llamando por teléfono. La reacción molesta de las niñas no tarda en presentarse. Lizbeth hace muecas de gran disgusto, se levanta y con decisión, cuelga el teléfono y de inmediato impreca a la abuela con las siguientes palabras:
- “¡No nos dejas ‘vei! (ver) ¡Vete a tu casa a llamai (llamar)’”
La señora se queda muda, aturdida durante un breve lapso y después lamenta ante su hija la deplorable conducta de su nieta, quien hace caso omiso de las quejas y se concentra en el programa de televisión. La señora promete que no regresará y que está muy decepcionada de las pequeñas. Ninguno de sus demás nietos la somete a trato tan humillante. Especula que es el papá de las chicas (su yerno) quien las aconseja para que inflijan ese trato en su contra. Cuando está a punto de partir, primero Lizbeth, y luego la más pequeña, como sucede invariablemente, empujan a la abuela para apresurar su partida, presionando sus manitas sobre los glúteos de la señora. En su acción, ambas gritan:
- “¡Que-se-va-ya, que-se-va-ya!”
Lizbeth tiene la graciosa puntada de informar a cualquiera que los visite que tanto su papá, mamá y abuela paterna (por haber pasado una temporada con esta última), se bañan “encueyayos” (encuerados).
Informa mi cuñada que la pequeña aprendió (desconoce las fuentes) una canción que gusta repetir aun bajo condiciones comprometedoras (en público, autobuses, en el sistema de transporte colectivo, taxis, oficinas, bancos, etc.) y que dice así:
“Alegre la mañana
cuando sale el sol,
se empina mi mamá
y se le ve el calzón”.
Normalmente, la gente siempre acoge la canción con disimulada aprobación, pero en otras, hasta obsequios ha recibido la pequeña, en premio a su vivacidad.
En ocasión posterior, frente a Liz, la tía lamentó la destrucción que impera en todo lo que tocan las niñas. En ese momento, la pequeña se ve tentada por la acusación y dirigiéndose a mí, advierte:
- “Terminamos con todo y ahora vamos a ‘acabai’ (acabar) con tus anteojos” (cogiéndome por descuido los lentes y sin que pudiera evitarlo).
Lizbeth se apodera de mis anteojos de sol y huye, lanzándolos en su alocada carrera.
A menudo, cuando estoy sentado, Lizbeth se sienta a mi lado y da comienzo a exploraciones curiosas por debajo de mi camisa, a las que acompaña con las siguientes informaciones indiscretas:
- “Mi tío tiene pelos, tiene sus ‘chichis ’ como ‘mujei’ (mujer), tiene ‘llantitas’, se le mueve la panza y está muy ‘guapito’”.
Otro día la encuentro seria y afirma con gravedad:
- “Tío, soy chiquita y por eso me porto así con la abuela, no sé lo que hago, pero todo es puro chiste”.
Según me enteré, su mamá habló con la abuela para tratar de explicar el trato de la menor en base a su corta edad, y aunque la pequeña no estaba próxima a ellas y dormía aparentemente, se enteró de la conversación, como suele ocurrir siempre.
Cuando se me insiste repetidamente que me siente a la mesa, Liz, cansada de mi indecisión, me pide la acompañe al baño. Una vez en el cuarto levanta la tapa del excusado y me ofrece de “comei” (comer). Su invitación es tan inocente que esbozo una sonrisa, pero no lo demuestro abiertamente, por el contrario, finjo sentirme insultado, pero la pequeña no se da por aludida. Después me exhorta a jugar. “Serás un caballito”, dice, “y tendrás que “comei” mi ‘cacota’ con gusto”.
En los juegos con su hermana, la más pequeña (3 años) debe adaptarse forzosamente a las reglas del juego impuestas por la mayor si es que desea participar. Jugarán a que Liz “la va a comei”. La hermana acepta. A medida que aumenta la violencia con que Liz “come” a la menor, y esta muestra su desacuerdo con pucheros, Liz se apresura enseguida para advertir a su hermana lo siguiente:
- “Estamos jugando y no puedes llorar”.
La menor reacciona favorablemente y Lizbeth prolonga el juego en forma indefinida, en el papel de verdugo invariable.
En forma general, Liz es cariñosa y de sentimientos nobles, sin embargo, no deja de mostrar el ingenio que posee, ni esa extraordinaria agudeza para intervenir en cualquier situación, por menos que parezca incumbirle. Como demostró hace poco al cuestionar la ausencia de esposa e hijo de un hermano, próximo a divorciarse.
Lizbeth, entre otras actitudes, deplora el mal trato a los animales y con frecuencia le conmueve hasta las lágrimas escuchar historias de animales en el desamparo (particularmente caballos, perros y gatos). Lo mismo acontece cuando se entera de casos de infantes en la más abrumadora pobreza o abandono.
Cuando he juzgado conveniente cuestionar ese tipo de actos que la caracterizan como traviesa y maliciosa, llevándose índice y pulgar derechos unidos en círculo y sobre el ojo derecho, no cesa de repetir:
- “Es que soy muy ‘malla’, muy ‘malla’ (mala).
FIN