Acababa de llegar a su casa del cine… No le había ido bien en el trabajo, había llegado tarde, demasiado tarde como para enfrentarse al maldito perro de su jefe. Estaba agotado, sus pies y brazos parecían sostenerse por algo diferente a su voluntad como si estuviera atado a unos hilos al igual que una marioneta… Miró la puerta de su cuarto, sacó las llaves, busco aquella que abriera la puerta y la hundió en el orificio, le dio una vuelta en sentido horario y la puerta se abrió con un pequeño empujón y sin mucho esfuerzo, como si el cuarto lo esperara. Entró, y vio que todas sus cosas estaban derramadas como la leche que rebalsa a una combustión. Su cama, sábanas, frazadas, almohadas y ropa de dormir estaban salpicadas por todo el piso alfombrado. Sus cajones estaban abiertos, sus ropas estaban sostenidas en las paredes como si fueran muñecos de tela… “Pero – pensó -, ¿quién habrá hecho todo esto?”. Alzó los hombros y, como si fuera un perrito magullado, buscó un lugar cómodo, tranquilo sobre el piso, y se echó… Jaló unas cuantas frazadas y tal como estaba vestido se puso a dormir.
Tuvo pesadillas, terribles. Soñó que estaba en un desierto acompañado por un grupo de personajes de muy mala apariencia, parecido a delincuentes, o pandilleros, y cada uno de ellos tenía un enorme perro; él, no, no tenía nada mas que una sábana crema que cubría todo su esmirriado cuerpo. Cuando trató de hablar con uno de ellos se dio cuenta que tenía los labios cocidos como aquellas cabezas reducidas que se venden en centro América. Sus pies estaban atados por unas delicadas cadenas de acero negro y oxidado que le producía serpenteantes heridas en sus piernas… De pronto, todo aquel extraño grupo se detuvo, los perros comenzaron a ladrar y él presintió que iba a ser alimento para perros. Con el corazón en los ojos vio como estos tipejos les quitaban las cadenas que los unía a sus brazos, mostrando los perros sus filosas y amarillentas fauces haciendo que nuestro amigo deseara morir, o escapar de aquella horrible y segura muerte, o pesadilla… Y cuando los perros empezaron a acercársele, haciendo que todo a su alrededor fuera como esas escenas de un coliseo romano, despertó.
Su cuerpo estaba tensó y mas agotado aún. Trató de moverse, y sintió que sus pies estaban enroscados entre las sábanas como si fueran las negras cadenas. Se paró con mucho dolor en el alma. Aún no amanecía. Casi se arrastró hacia la ventana de su cuarto y todo estaba oscuro. A lo lejos escuchó los ladridos de un perro y todo su cuerpo se encrespó, sintiendo que los hilos de la vida empezaban a templarse como cuerdas de violín. “Pero si todo lo anterior fue tan solo una pesadilla”, se dijo. Suspiró muchas veces recordando los libros de yoga que había leído a lo largo de su paso por la universidad. Se cambió de ropas y se puso a hacer ejercicios antes de salir a la calle para correr… Cuando estuvo en la calle aún no amanecía. Hizo un poco de calistenia y empezó a trotar por el viejo parque que estaba al frente de su casa… Sus pulmones se inflaban y desinflaban como esos bombas de oxigeno, y sintió que la vida, a pesar de sus subidas y bajadas, aún era buena. Y cuando estaba por terminar de hacer su cotidiana carrera vio no lejos de él a un grupo de muchachos que, con una botella de licor en las manos, se paseaban por el viejo parque en dirección hacia él.
Nuestro amigo recordó su pesadilla, los pandilleros, los perros y sintió que debía alejarse. Se dio media vuelta y sin darse cuenta tropezó con un grueso madero que estaba justo, justo, atrás, cayéndose como un sacó de papas y golpeándose la cabeza, perdiendo la conciencia. Cuando abrió los ojos se vio que estaba en una casa muy sucia y vieja, con papel periódico en todas sus paredes. Estaba echado sobre un colchón sobre el piso que tenía un terrible olor a gasolina… Trató de moverse y no pudo. Trató de ver aquello que le impedía moverse y vio que estaba atado a una barra de acero empotrada en el piso que era de tierra, al igual que un perro… Quiso pedir auxilio, e increíblemente, escuchó un aullido salir de su boca… Miró sus brazos y estaban más flacos que de costumbre y lleno de pelos. Era un perro de color negro, grande y lleno de un extraño odio a todo aquello que viese…
“Estoy soñando”, se dijo, pero no, no estaba soñando. El, era un perro, enorme y lleno de odio, aunque algo tenía que le fastidiaba, era como el sentimiento de estar en un sueño jamás deseado. Cerró los ojos y esperó a que su sueño terminase de una vez. Se echó en la tierra y no se movió hasta que sintió una patada en el cuerpo. Se levantó y vio a un hombre que le miraba con un rostro de rencor y expresiones de tipo enfermizo… Lo miró bien y notó que aquel hombre era él. No quiso pensar más, y comenzó a aullar y aullar como si tratara de escapar a través del dolor e impotencia que sentía por su bizarra vida. El hombre, cogió un palo y empezó a golpearlo hasta dejarlo casi agonizando, y pensando que el perro estaba con rabia o endemoniado, cogió una pistola y justo, justo cuando la bala estaba llegando a su cabeza, despertó…
“Estoy despierto”, se dijo. Corrió hasta llegar a su casa, se baño y, sin mirarse al espejo salió rumbo hacia su trabajo. Miró el reloj, aún podía llegar temprano antes que el perro de su jefe le llamara nuevamente la atención, o lo castigara con otro día sin poder laborar… “Otro día sin trabajar, ni hablar…”, pensó.
San Isidro, julio del 2005