Trato de escribir para dejar en un suspiro la inagotable fantasía de mis sueños. Pero sólo logro decirte que me agobian las noches de tu insomnio. Duermes como la caricatura de un descubrimiento, iluminando la pared donde reposan las inútiles sucesiones de los días. Te hablo y sólo tus libros me contestan que los Buendía se perdieron tras el espejo, buscando un sinónimo para tu velocipedista; quien, a su vez, es como el fantasma que eructa una canción de cuna. Me levanto, comprendiendo ya la inutilidad de mi esfuerzo. Entonces hablas de recuerdos intratestículos, que tu familia tiene una semifusa atravesada en la cintura, porque cierta vez te abandonó la magia, como una fuga en plaf menor. Y, dentro de ese soliloquio incomprensible, me revuelco, evadiendo el carmelita de tus ojos, que me miran como si fuera una nota musical. Si pudiera te compraba globos rojos, pero tus zapatos se despegarían por aquellos chícharos que jamás cuajaron. Ya estás deprimido, vacío, y tu amigo está feliz como un mocho de lápiz mordisqueado y con la punta partida. Sin embargo, cantamos, formando un cuarteto que hasta en los anillos de Saturno lo sufren.
Cuando llega la tarde, mirando la caída del sol, imagino que mi corazón es un potro salvaje, que galopa incansablemente mientras te espera. Y cuando llegas, todo este párrafo tomado de Buesa se va a bolina como el papalote. Entonces me doy cuenta de que es un plagio de ti mismo, que fuiste tú quien me habló de algo parecido, como croquetas y carricoches. Releo todo esto y veo que está lleno de tus frases y que para qué carajo te escribo con lo que ya sabes que tú escribiste. Y que estoy repitiendo hasta el infinito, que la palaba “que” está de más una docena de veces. Pero no me importa porque este texto es mío y nadie me lo va a cambiar.