-- XIII --
Patético, para Helena, no encajaba en absoluto con la acepción que da a esa voz la Real Academia Española. Tenía una significación peyorativa, de insulto, que entroncaba con los conceptos de fúnebre, trágico, triste, aburrido; compendio de lo repulsivo y desagradable. El nombre de patético le servía a ella para expresar, en una sola palabra, lo trasnochado, fuera de tiempo y de lugar, que chocaba con la realidad del presente. En definitiva; ser patético, para Helena, era tanto como ser una persona anodina y despreciable, que debía desaparecer. Se había habituado al uso de esa palabra, y solía emplearla con frecuencia como muletilla para mostrar repudio contra todo aquello que le producía asco o repugnancia, tanto moral como física.
Helena representaba, en síntesis, a toda una juventud que se había criado y desarrollado física e intelectualmente durante el gobierno socialista en España. En octubre de 1982, cuando el partido socialista obtuvo el poder por mayoría absoluta, Helena contaba siete años. Esa edad en que la mente femenina se pone en acción para descubrir todo aquello que en el seno de la familia se veda comentar ante su presencia por temor a la incorrecta interpretación que se le pueden dar a determinados conceptos. El despiporren que a contar de 1982, y aún antes, se observaba en la vida cotidiana, restaban eficacia a las prevenciones de los padres para tener a los niños al pairo de cuanto tuviera relación con el sexo. Todos los quioscos y los escaparates de librerías, públicamente mostraban en revistas y libros las más escabrosas escenas sexuales en sus portadas. De modo primordial, en la pequeña pantalla, anuncios y películas en las que el desnudo y el contubernio de parejas, casadas y no casadas, eran la nota predominante de sus argumentos, aleccionaban a niños y adultos sobre el uso indiscriminado que podía hacerse de tales situaciones. Así entendía la libertad el nuevo gobierno de la nación. Conceder la absoluta permisividad a todos los estamentos sociales para que desarrollasen a su antojo la nueva moral que pregonaba que el ser humano nace libre, sin sujeción a principios o normas, que nadie esta autorizado para imponer. El hedonismo más recalcitrante constituía el bien supremo del nuevo homo sapiens. La felicidad terrena debía estar por encima de cualquier sacrificio tendente a ensalzar las virtudes teologales, que antaño eran pieza esencial de nuestra moral. Y, de este modo, la juventud de finales de siglo ha adquirido el derecho inalienable de disponer de su cuerpo, para usar de él según le plazca, limitándose la misión educadora de los padres a enseñarles el uso de los anticonceptivos y del condón para evitar embarazos y contraer enfermedades venéreas.
Resulta incuestionable que durante años consecutivos escuchando con reiteración los mismos postulados, representados gráficamente en la pequeña pantalla ante la presencia paternal sin que por su parte mereciesen ningún reproche, tenía necesariamente que influir sobre la juventud en formación. El señor Remigio militaba en el partido socialista, y por esa razón estimaba que cuanto González y Guerra, que eran los santones de esa militancia, dijeran, hicieran o permitieran, era de obligada obediencia y cumplimiento
. El señor Remigio de Valdivieso y García procedía del pueblo de Quintanar de la Orden, perteneciente a la provincia de Toledo. Cuando apenas contaba un año, con su familia se trasladó a Barcelona. Fue una casualidad que en el año 1935, su padre entrase a trabajar como peón en las obras de construcción de la carretera que unía a Quintanar de la Orden con Mota del Cuervo, en la provincia de Cuenca. El padre de Remigio, de carácter afable y servicial, pronto se congració con el contratista que llevaba a cabo las obras, que se servía de él para resolver cuantas cuestiones se le planteaban en su pueblo, como obtener hospedaje para los capataces, presentarle a los menestrales de la población, o cualquier otra gestión que requiriese de las dotes de simpatía y convicción de que el peón Valdivieso padre gozaba. Al acabar la obra, el contratista se sintió tan satisfecho del comportamiento de éste, que le recomendó a su hermano, que actuaba de jefe de obras de una empresa eléctrica, en la ciudad de Barcelona. Así entró a trabajar en dicha empresa, en calidad de ordenanza. Si bien el sueldo era bajo, tenía la ventaja de ser un empleo fijo, lo que representaba seguridad para toda la vida. La familia, venida a Barcelona desde Quintanar de la Orden, se instaló en un viejo, pero, por lo espacioso de las habitaciones, cómodo piso de la calle Baja de San Pedro, muy cerca de donde radicaba su centro de trabajo, en la calle los Archs.
En Barcelona, Remigio vivió las tribulaciones de la guerra civil y las carencias de la posguerra, de forma que no tuvo ocasión para adquirir cultura. Sólo los conocimientos básicos de lectura, escritura y matemáticas para poder desenvolverse de forma independiente. Aunque no había logrado la interacción del factor de madurez con el factor de aprendizaje, que determinan la existencia de inteligencia, no había duda en cuanto era persona lista, en el sentido de astuto, sagaz y avispado. Buena prueba de ello es, que tras pasar unos años de dependiente en un importante colmado de la Rambla de Cataluña, al finalizar el servicio militar se aventuró sin ningún dinero, basándose en créditos que le avaló su esposa, la cual procedía de una familia de clase media adinerada, a montar una establecimiento de alimentación en la zona alta de Barcelona. Sabiendo que difícilmente podía competir con los grandes establecimientos de la zona, optó por adoptar una política acorde con la idiosincrasia del barrio. Abría el establecimiento a horas desusadas, normalmente de doce a tres de la tarde y de seis a once de la noche, sin faltar ningún sábado y día festivo, con lo que los rezagados y olvidadizos siempre le encontraban para atender a sus imprevisiones o carencias. También se prevalió del carácter comodón de algunas viudas o señoronas de la vecindad, para suministrarles a domicilio los encargos que le formulaban por teléfono. De todo esto y de su apellido, que decía provenir de José de Valdivieso, célebre escritor que hacia el año 1612 escribió el Romancero Espiritual del Santísimo Sacramento, solía presumir el señor Remigio cuando en el establecimiento, o por la calle, se enzarzaba conversando con alguno de sus múltiples clientes que le daban palique. Decía un tanto fanfarrón, con aire avispado:
--Alguien dice, que soy tonto por llevar este horario tan anormal. Pero mal saben, los que de tal modo me motejan, lo bien que me va el negocio. --Y era muy cierto, ya que nadie le discutía el precio que exageradamente cobraba por un servicio que los beneficiarios consideraban impagable, por sacarles, en todo los casos, del atolladero.
El señor Remigio, que solía dolerse de la falta de cultura que no pudo adquirir por culpa de una guerra civil inaudita y fuera de razón, era persona muy dada a todo lo que constituyera avance tecnológico. Fue el primer comerciante del barrio que instaló en la organización de su negocio el servicio informático por ordenador, y hasta se valía de Internet para sus transacciones comerciales. Presumía que en su casa había tres televisores: uno de uso común, en el salón, y los otros dos en las sendas habitaciones de matrimonio y la de sus dos hijas, que dormían en la misma cámara. También fue el primero, en la finca donde vivía, de instalar la antena parabólica, que le suministraban con el canal plus y los canales libres de televisión, tal cúmulo de programas, que le era imposible seleccionar entre todos ellos el que posiblemente mejor hubiera convenido a su gusto. Además que escaso tiempo disponía para dedicarlo a este menester. No obstante, a la vista de los diversos programas de televisión que se emitían por los varios canales, solía exclamar con su aire dicharachero:
--Dadme una pistola y una cama y os hago una película.-- Porque, en efecto, el noventa por ciento de películas emitidas trataban --y siguen tratando-- de policías y ladrones o gente del hampa dedicados al edificante arte de eliminarse mutuamente. Y, entre muerte y muerte, para paliar un tanto el ambiente necrológico del argumento, aparecen entremezcladas escenas de descarado matiz lascivo, donde hombre y mujer que acaban de conocerse se lanzan a la vorágine de apasionados embates corporales, previo haber desnudado el uno al otro con nerviosismos incontrolados por el deseo sexual que les atosiga.
En ese caldo de cultivo se ha criado la actual juventud. Y nada de particular tiene que valores morales que durante siglos presidían el comportamiento humano, ahora se vean desprestigiados. Por no admitir lisa y llanamente, que los principios éticos han sido eliminados por completo. Así nos encontramos con personajes que durante un tiempo son ensalzados hasta el paroxismo por el éxito y la perfección en alcanzar crematística riquezas, y que, al poco tiempo, nos enteramos que no dejan de ser más que vulgares rufianes que acaban con sus huesos en la cárcel. El socialista Solchaga, pregonaba a los cuatro vientos en tiempos en que era Ministro de Economía, que el español que en poco tiempo no se hacía rico era por ser tonto.
(Continuará)