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Take-mika-zuchi

En un primer momento, ningún cortesano, ni siquiera el shogun Matsuoka, dio apenas importancia al incendio que había destruido el pequeño templo budista de Tenshaki, en las montañas cercanas a la futura Osaka.
Bastante ocupados estaban ya en acabar con el tráfico de esclavos y de opio con China.
Pero luego, cuando dos días después el templo de Itawa fue nuevamente pasto de las llamas y la aldea cercana a él totalmente devastada, los fantasmas de la preocupación y el temor hicieron acto de presencia en la corte.

Inmediatamente el shogun convocó a su cuerpo de consejeros. ¿Quién o quiénes estaban detrás de aquellos sucesos?.
Si no se hubiera producido la matanza de la aldea, podrían decir que se trataba de un movimiento sintoísta radical, pues a pesar de que aquélla estuviera cerca del templo, no veían razón alguna para que la destruyeran.
Pero había ocurrido, y esto les hacía pensar que estaban ante un enemigo mucho más peligroso, una banda de asesinos o incluso una fuerza extranjera infiltrada en el país.
Tras la reunión, la primera decisión de Matsuoka fue enviar gente a la zona para que investigase los hechos.

* * *

Bajo un fuerte sol, cuatro soldados imperiales cabalgaban sobre negros corceles, con paso lento.
Pronto llegarían a la pagoda.
En efecto, al cabo de pocos minutos apareció ante sus ojos el ruinoso templo.
La construcción estaba totalmente ennegrecida y destartalada, y alrededor de ella, en el embarrado suelo, había aún visibles numerosas huellas de herraduras.
Uno de los soldados levantó la vista y vio a lo lejos, sobre una colina pelada, la aldea.

- Antes de examinar nada, creo que deberíamos ir a la aldea - comentó a sus compañeros - Al fin y al cabo lo que sucedió en ella es lo que ha hecho que el emperador desestime la autoría de un grupo religioso.

- Sí, tienes razón - dijo otro - Vayamos.

El aspecto de Nowara, que así se llamaba la población, era simplemente horrendo. Hasta el mismísimo Dante, si hubiera estado allí, habría sentido escalofríos.
Tirados por el suelo, decenas de ensangrentados cadáveres llenaban las calles. Aquí y allá, había restos del ensañamiento de los verdugos: carros volcados, puertas y ventanas destrozadas, paredes teñidas de sangre.....
Y de nuevo, en las zonas embarradas, huellas de herraduras.

- Vamos a mirar en todos los establos, a ver si los aldeanos tenían caballos.
- dijo uno mientras hacía un gesto hacia las casas.

Diez minutos después, estaban de vuelta.
Ninguno había encontrado caballo alguno, tan sólo cadáveres de asnos y alguna que otra mula.

- Las huellas de herradura fueron hechas por los caballos de gente forastera - comentó uno.

Otro añadió:

- Y éstas están tanto aquí como junto al templo.
Los que quemaron el santuario son los mismos que han hecho esta matanza.

- Y si fue así es porque mientras cometían el crimen vieron a un aldeano merodear por los alrededores, y queriéndolo matar para no dejar testigos, lo persiguieron hasta la aldea.

Los demás asintieron con la cabeza.

- En marcha - dijo el primero que había hablado - Hay que informar al shogun.

En el castillo Genshu, el emperador se mostró muy preocupado ante las palabras de los soldados.
Había que actuar con rapidez, antes de que ocurriese otra desgracia.
Pero, ¿cómo?: enviando un nutrido contingente de hombres para que defendieran todas las pagodas de Japón.
Por tanto, dos horas después de haber llegado los cuatro soldados, éstos mismos, junto a otros tantos compañeros, partieron del castillo ansiosos por acabar con aquellos asesinos.

* * *

El cielo comenzaba a engalanarse con vistosas vetas escarlata y oro, mientras poco a poco las luces del gigantesco Genshu iban encendiéndose.
Súbitamente, por detrás de una de las colinas que se alzaban frente al castillo, apareció un estandarte de tela con grandes letras negras, y con él, otros más, y tras los estandartes, muchos hombres a caballo, armados con sables y rifles.
Eran treinta en total.
En las insignias se podía leer Take-mika-zuchi, el nombre del Dios del Rayo, quien, según la leyenda, había conseguido el Reino Terrestre para Amaterasu. Y ésta era la Diosa Madre del Sintoísmo.

¡¡A las armas!!, dijo una voz, al mismo tiempo que los monjes guerreros bajaban la colina.
Unos instantes después las puertas del castillo se abrieron y, como la sangre que mana de una herida, decenas de soldados empezaron a salir a borbotones.
Al final se juntaron tantos que cubrían todo el ancho de la entrada a Genshu. Unos treinta metros.
Pero aquella visión no asustó en absoluto a sus enemigos.
La tropa observó en silencio a los arrogantes jinetes.
De pronto, éstos se detuvieron, y tomando la mitad de ellos sus rifles, que llevaban a la espalda, encañonaron a los soldados.

Entonces estalló la batalla.
Las armas llamearon, produciendo una nube de humo blanquecino. Apenas si habían pasado tres segundos cuando se volvió a escuchar el estruendo de las detonaciones.
Estaban usando una estrategia perfecta: mientras la mitad disparaba, la otra mitad cargaba.
Entretanto, los soldados, pese a contar cada vez con más bajas, siguieron avanzando mientras gritaban al unísono.
Ya no quedaba mucho para alcanzar a los jinetes.

Una nueva serie de estallidos llenó el aire. Y luego otra, y otra.
Fue tan cruenta la oleada de disparos que casi un tercio de los soldados perdió la vida.
Cuando por fin llegaron hasta sus enemigos, estaban tan llenos de ira, y sentían tanto valor que en cuestión de segundos cambiaron el signo de la batalla.

Aunque protegidos por la altura de sus caballos los monjes causaron unas cuantas bajas más, finalmente fueron derrotados y masacrados.
Los supervivientes, en medio de la incipiente oscuridad, enterraron a sus compañeros muertos bajo los dos rosados bosquecillos de cerezos que se levantaban a ambos lados de la entrada, y luego, tras preparar una hoguera allí en medio, quemaron los cadáveres de los monjes y los estandartes.
Después volvieron al castillo con los caballos.
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