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Categoría: Románticos

Te quiero, mi niña

No sé cómo presentarme, ni tan siquiera qué escribir en este folio en blanco que se encuentra ante mis ojos, ni sé qué me hace intentar dar forma a estas palabras, quizás la manera de expresarlo es lo que me paraliza. Pareceré estúpido, pero es la pura verdad. No sé si alguna vez han tenido la necesidad de escribir sobre ustedes, a mí sí me ocurre. Es como si todas esas cosas que llevo dentro pidieran salir, aunque nadie las escuche, aunque nadie las lea, pero no me importa, aquí estoy delante de un folio en blanco donde quiero escribir toda la rabia que mi cuerpo guarda. Pero aún, no he conseguido ni tan siquiera ordenar mis ideas, ni tan siquiera tener un efímero pensamiento de cómo liberar mi angustia. ¿Amar a alguien aunque no esté, aunque no lo sientas, aunque no lo veas?. Qué difícil situación y qué condena tan amarga. Así es, así me encuentro encadenado en mi propia vida y lamentándome de mis actos. Decir adiós, sin el convencimiento de ello, es duro. Para decirle adiós a una persona primero debes estar completamente seguro de que quieres que salga de tu vida, de que tú te diriges hacia un camino donde no hay cabida para los dos; pero sobre todo debes asegurarte de que esa despedida es para los dos el capitulo final de un libro lleno de recuerdos. Aun con el paso del tiempo, sigo culpándome de mis actos; por eso trato de expulsar mi culpa e intentar calmar mi angustia en estas palabras. Realmente yo no quería que saliera de mi vida, pero, inconscientemente, estaba logrando que ella deseara ese final.

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Sandra comenzó a llorar desconsoladamente. Seguro que no esperaba esa noticia. Sentía nostalgia de aquellos abrazos y aquellas caricias de la noche pasada. En aquella cafetería el ruido del gentío se mezclaba con la maraña de ruidos venidos de la calle, la puerta del establecimiento siempre se encontraba abierta. No había hueco para nadie más. Me miró con tristeza y me agarró fuertemente las manos, mientras una lágrima resbaló por su mejilla. Miré sus ojos y limpié sus lágrimas.

-Sandra, cariño, mañana cogeré el avión y me marcharé, pero quiero que sepas que te quiero mucho. No estés triste, piensa en todo lo que hemos vivido y en la sinceridad de nuestras palabras. La vida es así, no podemos cambiar el camino que nos ha sido marcado.- dije con profunda tristeza.

-Te echaré de menos Luis.

-Lo sé, pero tengo que irme, tengo una operación importante en Londres y no puede esperar. Si las cosas salen bien volveré pronto. No te preocupes todo irá bien.

Me dio la sensación de que mis palabras no lograron calmar su tristeza. Sus ojos seguían llorosos y su expresión era cada vez más trágica. Hice de tripas corazón y, levantándome de la silla, cogí sus manos. Las besé con ternura y la miré a los ojos en silencio.

-Te quiero, mi niña.

Esas fueron mis últimas palabras.

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Conocí a Sandra hace diez años, en tercer grado de bachiller. No puedo decir que fuera un flechazo instantáneo, porque no fue así, pero sí os diré que su mirada me cautivó. Sus ojos eran marrones, rasgados y su mirada era realmente misteriosa. Durante aquella época nos hicimos muy amigos, ya que llegamos a compartir muchas cosas. Me encantaba su forma de ser: alegre, extremadamente alocada a veces, pero dulce como un caramelo. Pronto nos dimos cuenta que entre ambos había surgido algo más que una amistad. Y tras varios años de un esfuerzo prolongado en nuestros estudios, decidimos darnos un respiro y preparar un viaje a Argentina. Siempre nos había encantado ese país. Fue un viaje inolvidable, aquellos días permanecerán en mi memoria para siempre. Aún me acuerdo de su declaración de amor en la Plaza de Mayo de Buenos Aires. Libro en mano, recitó una poesía de un escritor argentino que admiraba y que aún permanece en mi memoria. Tras ese viaje y a nuestra llegada a España, los preparativos de la boda fueron nuestra principal meta durante un año y medio. Todo giraba en torno a nuestro enlace. Y al fin, un 2 de Diciembre de 1977, llegó nuestra boda. Todo salió a la perfección. Los años siguientes a nuestro enlace se centraron en mi trabajo. Con mucho esfuerzo, conseguí montar un gabinete jurídico internacional. Mi trabajo nos dejaba poco tiempo para el disfrute personal. Pasaron los años y la monotonía llegó a nuestras vidas. Los continuos viajes hacían que nuestra relación flaqueara. Durante uno de mis viajes a Londres Sandra me pidió que a mi llegada a Madrid habláramos seriamente sobre nuestra relación. En ese momento aprecié algo que hasta ese momento no había sentido. Me di cuenta que nuestro amor se estaba echando a perder y que no era tan sólo la lejanía lo que hacia que nuestros sentimientos fueran fríos, sino más bien la poca complicidad mutua en los momentos en los que podíamos disfrutar de nuestra presencia. Tras llegar de Londres, hablamos seriamente sobre nosotros y llegamos a la conclusión que ambos éramos los culpables de que nuestra pasión se fuera apagando y que debíamos buscar una solución. Me sentía culpable. Desde aquella conversación todo se precipitó. Este sentimiento hizo que mi débil seguridad se viniera abajo. Me sentía responsable, pero tampoco era capaz de buscar una solución; incluso llegué a pensar si aún seguía enamorado de Sandra. Convertía mi vida en una mísera cloaca de sentimientos contrapuestos. Quería a Sandra con toda mi alma, pero sé que no podía llegar a su corazón. Me volví un hombre frío. Quizás por aquella época ya tenía esa maldita enfermedad que te va devorando poco a poco las entrañas, pero no lo supe hasta que pasaron dos años. Tras recibir la noticia mi vida se centró sólo en ella. Dejé de lado mi trabajo y dediqué mis esfuerzos a intentar volver a enamorar a Sandra. Aquellos años hicieron que nuestros sentimientos volvieran a florecer. Ella era muy feliz; sus palabras hicieron darme cuenta de que nuestra relación peligraba, pero yo sabía que no fueron sus palabras sino la enfermedad que me diagnosticaron lo que hizo que me diera cuenta de que la podía perder. Oculté mi enfermedad, pero eso no hizo más que acrecentar mi debilidad. Saqué fuerzas de flaqueza para que en los momentos que estuviéramos juntos fuera lo más feliz posible, pero cada vez me era mas difícil. La situación no pudo esperar más y tuve que viajar a Estados Unidos, mi enfermedad había avanzado rápidamente.

 Te quiero, mi niña.- fueron mis últimas palabras.

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Escondí mi enfermedad justificando mi ausencia por motivos de trabajo. Viajé a Estados Unidos. Una vez allí pasé meses complicados, pensé que no volvería a verla. Mi vida se diluía lentamente entre las paredes de aquel hospital. Las duras sesiones de quimioterapia hacían que mi cuerpo se debilitara a pasos agigantados. Y lo peor de todo es que podía morir sin que ella supiera de mi enfermedad. Pensé en contarle todo infinidad de veces, pero, el simple hecho de imaginar su bella expresión entristecida me hizo olvidar la idea. Pasaron ocho duros meses. Seguía sin encontrar fuerzas para contarle mi situación, serían demasiadas preguntas para mi débil corazón. Tenía miedo de afrontar la realidad. No quería que sufriera. Pero un día cualquiera, de esos en los que el sol se acomoda en la cornisa de la ventana y proyecta sus rayos en la cara, mis miedos desaparecieron. Gracias a todo el equipo médico que me trató, pude divisar un halo de luz en mi vida; el cáncer remitió y yo pude aclarar mis ideas. Es esa soledad absoluta la que te permite ver las cosas con claridad, muchas veces se necesita de la oscuridad para traer la luz a nuestras vidas. Es increíble cómo se ve el mundo cuando alguien se acomoda a la oscuridad, tras ella se esconde la verdadera claridad. Así decidí, tras meses de separación y una lenta y dolorosa recuperación, volver a España y tener el suficiente aplomo para hablar con ella y contarle a la cara toda la verdad.

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El viaje de vuelta fue aterrador. Sentado en al parte inferior de la fila diez, una mujer de mirada adusta me hacía sentirme fuera de sí, no paraba de rezar plegarias y de acariciar una estampita, que seguro había comprado antes de subir al avión. Sentí unas ganas tremendas de gritar, pero decidí levantarme e ir al servicio. Contuve la respiración, y tras pedir permiso, salí al pasillo y me dirigí al servicio. El lavabo estaba ocupado. De repente la puerta se abrió y volví a ver al señor del traje azabache, como si el destino nos hubiera unido. Pasé y, tras mirarme al espejo, me senté en la tapa del inodoro. Necesitaba tranquilidad para gobernar mis ideas y mis miedos. Pasaron diez minutos y llamaron a la puerta. “Se acabó el descanso”.- pensé. No me encontraba bien. Volví a mi asiento. La mujer seguía pensativa, aunque sus plegarias parecerían haber remitido. Ahora se afanaba en estirar y alisar su falda negra. Me senté de nuevo, no sin antes apartar la estampita que la viejecita había dejado tras mi ausencia en mi asiento. La cogí y tras mirarla, se la entregué. Ella me miró. No sabía si podría soportar todo el viaje así, pero me armé de valor y, tras tomar un tranquilizante, me dormí profundamente.

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Por fin llegamos al aeropuerto. Se acercaba el momento de desenmascarar mis miedos y ser sincero conmigo mismo. Mientras viajaba en el taxi, la memoria trajo a mi recuerdo el último beso que nos dimos en la despedida. Toqué mis labios como intentando aún rescatar la humedad de ese beso, mientras miraba fijamente por la ventanilla. Era un día de lluvia, triste y desapacible. Mientras subía por el ascensor me imaginé la cara de Sandra. Mi corazón palpitaba sobremanera. No sabía qué hacer, me quedé inmóvil delante de la puerta. De repente se escuchó en la escalera un estruendo, sentí un dialogo y, en ese eco aún lejano, pude apreciar la voz dulce de mi mujer. Me recosté en la pared del pasillo esperando a que llegara. Conforme se iba acercando mis manos empezaron a temblar; con sorpresa, entre risas entrecortadas, pude apreciar la voz de un hombre. Cuando me di cuenta, mi corazón se partió en dos. Sandra había llegado a la puerta del piso y, tras apoyarse en ella, un hombre se la acercó y la besó, agarrando con las manos su cintura. “Te quiero Sandra”.-dijo. Me quedé inmóvil, sin ideas y sin fuerzas para nada. Ellos no me vieron, pues me había escondido en el rellano del pasillo. No sabía qué hacer. Abrieron la puerta y entraron. Salí de aquel edificio, lo que acababa de presenciar ante mis ojos era algo difícilmente comprensible. No podía articular palabra. La lluvia era densa y mi cuerpo aún temblaba.
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Llegué a mi despacho particular, donde se amontonaban los papeles. Abrí la agenda en la que se acumulaban las citas que, meticulosamente, había sido escritas y que habían pasado inadvertidas tras mi largo viaje. El contestador automático tenía la memoria llena. Mientras miraba por la ventana, empecé a leer los mensajes. En uno de ellos aprecié la voz de Sandra; rebobiné y lo escuché: “Luis, te he llamado muchas veces y no he podido hablar contigo. Sólo espero que estés bien. Sé lo de tu enfermedad y me siento culpable en parte por ello. Deberíamos hablar”. No era el momento apropiado para hablar pensé. Las dudas hicieron acto de presencia en mi imaginación. Necesitaba algo de olvido en mi mente y decidí que la mejor manera era tomar unas copas en aquel café. Era la tercera copa y mi tristeza empezó a flotar en las aguas cristalinas de aquel vaso que mi mirada plomiza deformaba. El hielo se iba fundiendo poco a poco con el agua igual que mi esperanza. Una vez más, como muchas otras veces, me encontraba sólo en la barra de aquel lugar. Ya no se hacían perceptibles los diálogos de la gente, tan sólo el murmullo de mis pensamientos más íntimos. Bebí y cerré los ojos incansablemente, dejando que el mundo diera vueltas a mi alrededor, que oscilara sobre mi cuerpo. Sólo buscaba la suficiente fuerza para enfrentarme al presente y al futuro cercano, que aún sin acabar el presente, ya estaba llamando a mi puerta. Bebí hasta la extenuación. Desperté entre un sudor frío y toses, y decidí afrontar el camino de vuelta. Un pasado y un presente lleno de miedos y falta de dialogo hacía que la ilusión de un futuro feliz se desmoronara poco a poco. Llegué a la habitación y me desplomé. Como si me quedara un mínimo atisbo de claridad, intenté imaginar el nuevo día con un sol resplandeciente y cargado de nuevas ilusiones.

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Llegó el momento. Ahora estábamos juntos, cerca uno de otro, envueltos en una aureola de dudas y preguntas sin resolver. Yo lo sabía y ella también. Nos miramos a los ojos en un acto de comprensión mutua. El silencio se hacía insoportable entre nosotros. La cafetería estaba llena. El estruendo hacía imposible la conversación. Ruidos de cucharillas y tazas de café, mezcladas con decenas de diálogos lanzados al aire a la vez, en caos lingüístico. Sandra encendió un cigarrillo y, tras dar su primera calada, empezó a arañar con sus uñas la mesa. Estaba nerviosa, fumaba excitada. A cada segundo apartaba las manos de la mesa para separar su pelo de la frente. A cada movimiento de su pelo podía percibir la fragancia que durante tanto tiempo le acompañó. En el fondo aún deseaba esa fragancia. El camarero nos sirvió un café y una tónica. El primer trago de esa tónica hizo que comenzara a toser, era una tos enfermiza. Sandra me miró. Nos miramos y en ese momento nos dimos cuenta de que nuestra relación había podido llegar a su fin, pero nadie tuvo la suficiente fuerza de decirlo. Sandra removía el café con desgana.

-¿Qué nos ha pasado, Luis?- preguntó.



Había imaginado miles de preguntas, pero en ningún momento pensé que ésa fuera la elegida. Por tanto, mi respuesta se encontraba limitada a la improvisación del momento. No dije nada, sencillamente me dediqué a mirarla a los ojos, me sumergí en su iris intentando penetrar en su interior. Sandra agarró fuertemente mi brazo y volvió a repetir la misma pregunta. Aparté mi mirada y aspiré profundamente mientras mi espalda se acomodaba en la silla.

- Te quiero, mi niña.- dije como si se tratara de un suspiro.

- Yo también te quiero, cariño.

Ambos juntamos nuestras manos y volvimos a mirarnos. Hablamos largo y tendido, y nos dimos cuenta que nuestros sentimientos seguían vivos. Que nuestro amor podía aún mantenerse en pie. No nos reprochamos nada; sólo nos escuchamos y tratamos de comprender las razones de nuestras acciones. Fuimos sinceros con nosotros mismos y obtuvimos la recompensa del perdón mutuo. No buscamos reflexiones banales de culpabilidad, simplemente deseábamos comprendernos. Me habló de sus noches en soledad, abrazada a la almohada, de la tristeza que le embargaba cada día sin mi presencia, me habló del vacío de su alma. La comprendí, ya que esa tristeza ya la había sufrido en el mismo espacio de tiempo. Yo también sentía esa soledad en aquel hospital cada día de mi vida. No hablamos de mi enfermedad ni del beso de aquel hombre. Sólo tratamos de hablar de nosotros. Recordar aquel comienzo en el que dos corazones se enamoraron sin sentido, donde la pasión sostenía el duro camino de las adversidades y hablamos de un futuro lleno de complicidad. En ese mismo momento, quise llorar, reír, quise gritar hasta quedar mudo, pero no hice nada de eso, sólo la abracé. La única razón por la que mi corazón aún seguía latiendo era por la necesidad de tenerlo activo en ese abrazo tan necesario. La besé, me besó, nos besamos. Y en ese momento entendí que mi pasado fue un caos de silencio; comprendí que en el amor hay que compartir todo y aunque las adversidades lleguen a nuestra vida, debemos apoyarnos en aquellas personas que nos han entregado su amor. Ahora, tras escribir esta palabras, puedo decir que me encuentro feliz y sin culpas. He contado todo lo que fue y lo que podía haber sido. Vuelvo a estar en el hospital, pero sé que a mi lado está la mujer más maravillosa del mundo, porque me encuentro muy feliz, porque seré capaz de vivir hasta el fin sabiendo que mis silencios ya no volverán a existir. Ahora sí soy capaz de decir que no me siento culpable.

Mientras Sandra acariciaba mis manos, recitaba aquella poesía que en un tiempo atrás unió nuestros corazones.

“Regálame un diálogo
que quiero escucharte,
quizás ayudarte,
pero jamás olvidarte”

- Te quiero, mi niña.
Datos del Cuento
  • Categoría: Románticos
  • Media: 6.54
  • Votos: 39
  • Envios: 1
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