Sentados junto al muerto,
la luz diurna jugando en sus cabellos,
y sobre la plateada agua de la laguna.
El verano corre ante sus ojos
susurrando canciones infantiles.

Todos admiran la tranquilidad del valle
notando en sus pieles los rayos solares.
La carne del muerto está mohosa,
como las piedras bañadas en la orilla
por suaves olas que el viento mece
entre sus amplios brazos.

La niña acaricia los restos de mano del cadáver
donde las uñas se deshacen
y le sonríe pensando:
¿quién teme a un muerto?
Nadie.

El terror maligno y monstruoso,
que acecha esperando el momento,
no vendrá de la carne del muerto
sino de la felicidad reinante.

El fiambre, levantado de su sepulcro al amanecer,
por las risas cantarinas de unos niños
que danzan y juegan sobre las tumbas,
es feliz allí sentado
entre corazones aún palpitantes.

Los rayos del sol se reflejan en la laguna
convirtiendo el agua en gelatina
que gorgojea en burbujas pegajosas.

Seres inmundos y torcidos surgen del fondo.
Bestias asquerosas, babeantes,
que humean secreciones fétidas.
Las flores y los árboles no se inmutan ante su presencia;
su frescura y belleza permanece
como enfrentándose valientes
ante la horrible visión de seres diferentes.

Abren sus bocas ensangrentadas
en un grito atronador
que el eco de las montañas de cimas nevadas
aumenta y repite por mil veces.

La dorada luz resbala
sobre sus cuerpos irregulares,
leprosos, mocosos, de nauseabundos olores
que ayudados por la brisa veraniega
viajan sobre su lomo hasta los observadores.

Los niños se refugian tras el muerto,
inocentes al creer que él les salvará
del horror recién aparecido.
Mas el muerto está más aterrado,
paralizados todos sus miembros podridos.

Nada puede compararse
con la horrible visión
que avanza sobre las pestilentes aguas
con el objetivo de alcanzarles.