La noche no le fue muy bien. Andrew no se comía una rosca ni siquiera en la tradicionalmente alocada fiesta de la primavera de la facultad de veterinaria, donde llevaba ya siete años estudiando, o eso decía él que hacía. Iba a matar, pues jugaba sobre seguro con Martha, chica de su clase no excesivamente agraciada pero que ávida de marcha, gustaba de coquetear con cualquiera. Al ir a recoger dos cervezas para seguir charlando con ella, su fiel colega Pete, borracho como una cuba, se abalanzó sobre la chica como una alimaña lo hace sobre un conejo cojo y terminaron enrollándose ante la mirada de Andrew, que conocía los riesgos de dejar sóla a tremenda facilona. Sin ganas de reprochar, tal vez porque nadie lo mereciera, y bebiéndose las cervezas alternativamente, fue buscando entre la gente el camino que lo llevara hacia su coche aparcado, con objeto de irse a casa.
Andrew vivía con sus padres en un cuarto piso en las afueras de la ciudad, muy cerca del cementerio; esa noche, pensando en juegos de cama con Martha, había convencido a los viejetes, como él les llamaba, para que fueran a pasar un par de días al chalet de la playa mientras disfrutaba del piso con ella: del baño con espumas chinas, del mueble bar, de la cama de uno cincuenta y hasta de la cocina; eso, si no hubiera aparecido el granuja de Pete.
Llegó a casa algo aturdido por la cerveza y terriblemente cansado. Gritó los nombres de sus padres para comprobar que no estaban y sólo la oscuridad respondió con su silencio. Lanzó los zapatos hacia la cocina, cogió el mando del televisor, sintonizó una cadena que emitía una película porno y se acomodó en el sofá quedándose dormido.
Un grito anal de mujer le despertó de un sueño que le hacía agitarse mucho; sudoroso, se acercó al frigorífico para tomar un poco de agua. Se había desvelado y no tenía sueño como para acostarse en su cama a pesar de lo entrada que estaba ya la noche. Quiso chatear un poco y se fue a su habitación; mientras el ordenador arrancaba se asomó por la ventana para tomar el fresco. Un airecillo que venía del sur parecía traerle olores a sal marina, la noche se veía amenazada por la luz rojiza de las farolas que limitan la avenida que conduce al centro. Por la acera venían caminando despacio dos personas, cogidas de la mano; se habían percatado de la mirada de Andrew y con la cabeza ligeramente levantada le miraban también. Este, al darse cuenta, apagó la luz de su cuarto dejando un reflejo azulado que provenía del monitor. Volvió a asomarse con mucho disimulo y los viandantes ya no estaban. No podía ser que desaparecieran caminando tan lentamente, casi arrastrándose; asomó más la cabeza por la ventana y casi pegados a su edificio volvió a verles. Andrew sintió un pinchazo nervioso en las sienes, como si le hubieran atravesado la cabeza con un gran anzuelo. Abajo, estaban sus padres, agarrados por la mano, mirando hacia arriba con una sonrisa extraña. Por sus rostros, pálidos y ligeramente desfigurados, parecían estar cansados, como si hubieran caminado durante horas sin parar. Andrew no era capaz de moverse ni de articular palabra. Se retiró de la ventana y volvió a la cocina para beber un poco más de agua, dando poco crédito a lo que acababa de ver.
Sonó el interfono, alquien llamaba desde el portal. Notablemente nervioso, se acercó a la entrada de la casa y antes de descolgar el telefonillo observó que había una nota en el suelo, junto a la puerta. La cogió y la leyó: “Andrew, soy Leslie, tu vecina. Por favor, cuando leas la nota ven a verme, se trata de algo urgente. Llevo toda la noche intentando localizarte.” No sabía qué pensar, estaba absorto cuando volvió a sonar, esta vez, el timbre de la puerta de la casa, provocando un tremendo susto en Andrew, que lloraba débilmente y repetía por lo bajo: ‘no, no, no...” Juntó fuerzas y ganas para asomarse por la mirilla. Vió a su madre y a su padre, que parecían flotar en el pasillo como si no tuvieran pies, esta vez iban sueltos, y alternativamente acercaban sus azuladas caras a la mirilla distorsionándo la imagen que veía Andrew según se movían en un baile maldito en torno a la puerta. “Déjanos entrar, déjanos entrar” decían con voces que encogían el corazón del hijo.
En aquella calle larga, la que une los bloques con el centro, ya son muchos los que a altas horas de la noche dicen haber visto una pareja de personas mayores caminando muy despacio por la acera, seguidos de cerca por otra que cabizbaja, de vez en cuando se les acerca y les abraza.
TU CUENTO ME GUSTO, SABES QUE DISTE EN MI PUNTO YA QUE LO QUE REALMENTE ME HACE SENTIR PANICO Y ESPERO NUNCA VER, SON ESPIRITUS CON FORMA HUMANA FLOTANDO Y SIN PIES. SALUDOS