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Terror en el Baño

~~-Oh, no- dijo Martina, retorciéndose sobre la butaca.

   Su amiga, que comía palomitas de maíz de a puñados mientras observaba la película de terror, se dio vuelta fugazmente.

   -¿Qué ocurre?

   -Tengo que ir al baño.

   -Entonces ve.

  -No quiero. Esta es la mejor parte de la película.

   -Pues entonces no vayas.

   -Si no voy, mi vejiga estallará.

  Su amiga abrió la boca para responderle, pero entonces recibieron chistidos desde diferentes partes de la sala de cine.

   -Volveré enseguida- susurró Martina-. Luego me cuentas lo que ocurrió.

   Abandonó su butaca y corrió en dirección al baño. Eran cerca de las doce y media de la noche y no había mucha gente en el centro comercial, apenas un muchacho que cansinamente barría el suelo, y un par de empleados de la cafetería que guardaban las cosas para marcharse de allí lo antes posible. Martina se detuvo delante de la puerta del baño y lanzó una maldición: la entrada estaba cruzada con un letrero de plástico amarillo. Retrocedió sobre sus pasos y miró en derredor, desesperada. Vio una escalera y se lanzó decidida hacia el lugar. La escalera, que no era mecánica, la condujo a un corredor de pisos relucientes, con tiendas comerciales ya cerradas y oscuras a ambos lados. A unos cincuenta metros, suspendido de unos cables del techo, un letrero luminoso le indicó la presencia de los sanitarios. Martina, infinitamente aliviada (ahora ya no le preocupaban tanto las escenas perdidas de la película, sino sus ganas insoportables, casi dolorosas, de orinar) se metió corriendo en el lugar. Los pisos del baño brillaban impecablemente bajo la dura luz de los fluorescentes del techo. La chica, como era su costumbre, eligió el último de los cubículos para hacer sus necesidades. Antes de sentarse limpió la tabla del inodoro y luego colocó un buen colchón de papel higiénico sobre la misma, y recién entonces se sentó.

    Y allí, mientras trataba de orinar lo más aprisa posible, comenzó a escuchar algo extraño. Era como si alguien, en algún cubículo vecino, estuviera rascando la madera con sus uñas. Pero no podía ser, estaba segura que no había nadie al momento de entrar. Aguzó el oído y escuchó. Y al rato el ruido se repitió, y además de eso Martina oyó el sonido de unas arcadas intensas, como si alguien estuviese vomitando dentro de algún cubículo.

   La chica tuvo el impulso de agacharse y mirar por debajo del tabique divisorio, pero luego se dio cuenta que estaba completamente sola y aislada en esa parte del centro comercial, y entonces ya no quiso hacerlo, no quiso mirar, porque aquellos sonidos le ponían los pelos de punta. Quiso moverse, quiso levantarse y abotonarse el pantalón para salir pitando de allí, pero no pudo, estaba paralizada, sabía que algo horrible estaba a punto de suceder. Sacó desesperada el celular, con el propósito de alertar a su amiga de la situación. Y justo en ese momento vio la inscripción sobre la puerta, escrita con marcador negro:

“Si escuchas ruidos raros, no mires hacia arriba.

 Hanako-San te observa”.


   La luz de los fluorescentes del techo se oscureció. Algo había trepado al cubículo y asomaba por encima del panel de madera. Martina podía verlo de refilón: era una cabeza. Una cabeza de piel blanca y cabello negro como el carbón. La chica comenzó a sollozar. Sus manos temblaban tanto que dejó caer el celular, que resbaló sobre los mosaicos y se perdió dentro de un desagüe. Sintió que algo, unos dedos húmedos, le acariciaban lentamente el cabello. La chica gritó y se encogió sobre el inodoro. Y luego, contradiciendo las indicaciones del graffiti, miró hacia arriba.

    No era una mano lo que había acariciado su pelo. Era una lengua. Una lengua negra y ondulante, de aproximadamente dos metros de largo, que salía de la boca de aquella cabeza suspendida sobre el panel del cubículo. La lengua, como una desquiciada serpiente, se enredó en las profundidades de su pelo, mientras Martina gemía aterrorizada. Pasó por sus ojos y sus mejillas, dejando un rastro húmedo y fétido sobre su piel. Y luego se enroscó en torno a su cuello, donde comenzó a apretar.

    Media hora después, el empleado de limpieza, alertado por la amiga de Martina, entró al baño y revisó los cubículos, uno por uno. No le agradaba entrar allí; desde que una turista japonesa había muerto dentro de un cubículo, ahogada con su propia lengua durante un ataque epiléptico, se decía que aquel baño estaba embrujado y podían escucharse ruidos escalofriantes durante la noche. Sin embargo, no encontró nada raro durante la inspección, excepto por el desconcertante grafiti en la última puerta, que decía:


“Si escuchas ruidos raros, no mires hacia arriba.

Hanako-San te observa.

Y Martina también”.

Datos del Cuento
  • Categoría: Terror
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