Después de tres años, el hombre volvió a sentarse en la misma cafetería donde se encontraron la primera vez. Al igual que entonces fumaba un cigarillo tras otro, nervioso, cómo perdido ante una secreta inquietud.
"Tienes una cita dentro de tres años. ¿Necesitas apuntarlo en tu agenda?". Estas fueron las últimas palabras que pronunció a la mujer antes de despedirse. Después la besó fugazmente y con aquel beso le transmitía también como una herencia, una carga agridulce de amor para el resto de su vida.
En este tiempo había memorizado cada linea de su rostro, acariciado invisiblemte cada una de las partes de su cuerpo intentando no olvidar el enigma inexplicable que destila la ausencia.
En un principio creyó poder vivir junto a ella en un mundo distinto y acabó subido a las alas de su propio recuerdo.
Había intentado infinidad de veces hablarle, decirle cuanto la echaba de menos, preguntarle cómo se encontraba, pero siempre terminaba cediendo al pensamiento de que el respeto por la soledad del ser querido es una de las menos frecuentes pero más entrañables formas de amar...
"Ella no vendrá..."
Mientras tanto, el hombre pidió un café solo y continuó esperando el milagro, verla aparecer con esa elasticidad natural de sus andares y poder convertir en realidad su mirada, el sueño, el recuerdo...
Respiró hondo tratando de controlar su nerviosismo, cogió una servilleta y con el bolígrafo que le regaló ella (era una de las dos cosas materiales que conservaba y a las que se aferraba para confirmar el tiempo compartido) escribió de forma mecánica la palabra "azar". Sin duda fué el azar el que hizo que se conocieran en una etapa de sus vidas de imposible relación, la consecuencia fué una felicidad efímera y que como casi siempre suele florecer a destiempo...
"Ella no vendrá..."
El hombre había repasado mentalmente miles de veces cada uno de los momentos compartidos con ella, lo que no había conseguido olvidar eran sus ojos, aquellos ojos llenos de incomprensión y dolor antes de despedirse por última vez, fué aquella una mirada vidriosa, un momento de total abandono.
Aún recorría su retina el cuerpo de la mujer bajo la ducha (fué la primera vez que la veía con el pelo mojado), después se levantó desnuda colacándose los pantalones de él haber que tal le quedaban.
Al final del día ambos se sentaron sobre la cama vestidos de silencio, en la soledad de un espacio habitado por el calor de unas horas compartidas.
La sombra de la duda y de la culpa no disimulaba aquel velo de melancolía que se proyectaba sobre sus vidas.
Antes de marcharse, el hombre pudo ver como la siluta de ella se volvía tres veces para la última, agitar la mano en señal de despedida.
El castillo de naipes sobre el que habían construido la ilusión se vino abajo.
Había pasado más de una hora desde que el hombre llegara a la cafetería, miró su reloj y decidió marcharse, recriminandose haber vivido un sueño y que a partir de ese día tendría que recomponer cada uno de los fragmentos que se habían desmoronado en su última cita.
Después los kilómetros y su melancolía aumentaban en idéntica proporción...

Miguel A. Linares