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Categoría: Urbanos

Tocata Indiferente

Caminaba con cierta laxitud, como si el caminar no fuese otra cosa que un dejarse llevar sin tener conciencia de hacia qué lugar y con qué objeto caminaba. Pensaba sin pensar nada en concreto, quizá porque el hacerlo no le conduciría, como ahora mismo, a parte alguna. Había tantos sitios a donde dirigirse y ninguno en especial. Se sentía ligero y pesado, optimista y pesimista. Se sentía Todo, posiblemente porque en el fondo de él mismo no percibía absolutamente nada. Miraba su entorno de pasada. Envidió en cierto modo lo estático, lo perenne, lo quieto y lo envidió aún con más fuerza, viendo pasar aquellas dos piernas pisando fuertes y rápidas. Piernas con un ritmo concreto y una dirección hacia donde encauzarlo. Aquellas dos piernas imantaron su mirada. Las encontró hermosas en su fuerza, y no quiso alzar sus ojos ni un centímetro más hacia arriba del eje de las mismas. No le interesaba el rostro del feliz poseedor, no le interesaba saber si, aquellas dos magníficas herramientas, estaban acompañadas por un rictus de cansancio, felicidad o indiferencia.
Palpó sus extremidades y apenas si pudo percibir el tacto de sus manos. Apretó mucho más fuerte y dio un respingo y apenas si pudo percibir el tacto de sus manos. Apretó mucho más fuerte y dio un respingo, el dolor le dijo que allí estaban… bajo su cintura. Se dejó caer en un banco depositando su desidia de ser sobre la madera como si se tratase de algo delicado. Miró el reloj con la cadencia de quien no tiene interés alguno en saber la hora pero busca la distracción cercana en el pírrico placer de posar los ojos en un punto diferente de la invisible ralla del horizonte.
¿Dónde quedaría el horizonte? -se preguntó sin darse prisa alguna por darse una respuesta- y se dispuso a dibujar un horizonte urbano lleno de formas absurdas, de cristales ahumados y espejos metálicos en donde, el mar que estaba allí, no acertaría a mirarse nunca.
Se mesó los cabellos y añoró una abundancia lejana, un remolino pertinaz imposible de domar causante, casi siempre, del enfado del maestro. Y se vio lejano, casi irreconocible en el niño que fue ¡Dios sabe cuando!
Alzó el rostro, sin buscar nubes, ni estelas luminosas. Alzó el rostro por alzarlo, regodeándose en la no intencionalidad del movimiento y se regocijó internamente de no participar en cursos de expresión corporal, ni tratar de enseñar a su cuerpo nada que el cuerpo mismo no optase por aprender.
Se estiró como un gato, como un simio, como un hombre que se arrulla en la simpleza de un estirar la musculatura, sin contabilizar sus músculos, sin alardear de ellos porque sabe que están ahí y es suficiente.
Vagabundeó por la nada o al menos lo intentó porque la nada está llena de cosas, rostros, conversaciones, teléfonos que uno debe recordar -sin saber muy bien porque-, sin gestiones que hay que resolver mañana sin falta, etc., etc., etc. Y buscó una escoba para barrer lo superficial, sin estorbar lo superfluo del intento primario. Perdido en la indiferencia del entorno -no se encontraba bien, tampoco mal- ignoraba como se sentía y aquella ignorancia no le asustaba lo más mínimo.
Observó la gravilla del suelo y se entretuvo un poco buscando formas que existían ya, que estaban antes de que el tratase de descifrarlas pero lo voluble, lo diminuto, que, pese a serlo, tiene un sentido en su estar, le pareció demasiado denso, esforzado. No quería resolver un rompecabezas de exiguas proporciones, no quería resolver absolutamente nada.
Morir. Alguien había muerto, alguien necesitó morirse para estar como él estaba. Inmerso en una nada tranquila, en un tiempo sin tempo, en un saberse sin notarse. Estaba solo en aquella plaza que horas más tarde se llenaría de curiosos venidos de todo el mundo para admirar la inmensa estructura de aquel templo que, a él, tan sólo le sugería el vacío. Una mole inmensa, llena de nada, elevándose al infinito con orgullo y el infinito ignorándola, porque la vanidad a ciertas alturas no da ni frío ni calor. El infinito no se entera de lo inexistente y aquella mole ni tan siquiera existía para su insigne creador que, de renacer, no reconocería su propia obra o al menos, no reconocería lo que estaban haciendo con ella.
En alguna parte se despertó una campana y bostezó sonora e indiscreta. La oyó sin escucharla, sin molestarse en contar los gritos metálicos con sabor a hierro entumecido. Su abrigo estaba húmedo. No se percató de la fina lluvia hasta que una imagen con paraguas pasó frente a él. No se movió, ni intentó cubrirse mejor. No hizo nada, salvo dejar morir las diminutas gotas sobre él, sintiéndose cementerio sin flores ni lápidas. Sonrió o creyó sonreír, quizá fuese una mueca, un rictus, un esfuerzo del rostro por cambiar de postura y, por primera vez, se interesó por algo que movía los arbustos, que rompía en cierto modo su no pensar, pensando.
La maleza se abrió con lentitud, como si el madrugador o noctámbulo no tuviese prisa en el hacer. Asomó el can el hocico, sacudiéndose las pulgas, el agua y el hambre a un tiempo. Ninguno de los dos intentó aproximarse, puestos a ser, la indiferencia era mutua o al menos así parecía hasta que el chucho se le acercó y olisqueó sus pantalones, olisqueó sus zapatos, olisqueó la pata del banco y decidió que aquel banco era suyo. Alzó la pata y le regó con el primer orín -o el supuestamente primero- de la mañana, denso y fuerte. Abrió sus fauces relamiéndose el entorno del hocico y le miró retador a los ojos, como esperando una honrosa retirada y, dado que el que gana no ha de mostrarse apresurado, tomó asiento sobre sus cuartos traseros y esperó, con la misma indiferencia con que el hombre no había esperado nado o tal vez, con el mismo interés. Y lo vio alzarse sobre sus dos única patas, estirar los inmensos brazos al cielo como intentando abarcarlos, bostezar como él, olisquear sus cuartos traseros como él, plantarse en frente suyo, acercar su mano a la petrina y sacar de alguna parte un pene que manó orines sobre su morro lo que le hizo salir corriendo porque aquella bestia de dos patas no marcaba zonas, bancos o esquinas; aquella cosa le había marcado a él y salió corriendo en busca de un charco en el que purificarse quitándose de encima aquella porquería maloliente y viscosa.
Rió el hombre el susto canino. Sus carcajadas rebotaron en las paredes, sobre los anuncios de Se buscan y venden pisos en esta zona, sobre las pintadas de En català, sobre las trapas, containers, de farola en farola… despertando a dos palomas enfermas que dormitaban sobre el hilo eléctrico. Y escuchó su propio eco, sin sentirse por ello dueño del mundo, ni del amanecer, ni del vetusto y humedecido banco, ni de aquél flácido pene que asomaba entre sus piernas, posiblemente asustado de estar fuera oreándose y exhibiéndose desmanejadamente. Pero, el individuo no fue ajeno a esta vergüenza o quizá siéndolo, pensó, quiso pensar, en darle la oportunidad de resarciarse, de no encojerse aún más, frente a una naturaleza que, primaveral pese a todo, crecía con desvergüenza frente a su menguante actitud. Su cálida mano intentó frenar su decadencia sin conseguir elevar en nada lo decrépito de su tamaño, no había en la mente del hombre nada absolutamente que despertase aquella líbido que había decidido invernar en primavera. Ni aquel anuncio todo caderas, ni los labios insinuantes de la modelo porque la mente se había sumido en un nirvana distante, falto de fijaciones en donde el sexo agonizaba sin lamento, sin gritos. Aquello no era una masturbación, era una caricia, un ya sé que estás ahí, pero sin darle más importancia que la que tiene dar el buenos días al vecino del que ni su nombre sabemos y cuyos días no nos importan en absoluto que sean buenos o malos. Aquel gesto era eso, un gesto sin más, como lo fue el sacudirse mecánicamente la última gota imaginaria y encerrarlo en su cubículo de tela. Un gesto aprendido, como subirse a una acera evitando un coche. Arrastró los pies por la gravilla mojada y, sin decir un adiós mental a los árboles, cruzó la calle con el disco en rojo.
Barcelona desnuda de coches, gentes; viuda de luces rutilantes porque las luces están para eso, para rutilar en los ojos envidiosos de quienes nunca pueden ir a esos sitios que se anuncian con rutilancias. Barcelona sueño, pesadilla de los que sólo pueden soñar y pasan la vida diciendo lo que harían si les tocara la lotería que nunca les quiere tocar porque ¿para qué quitarles la ilusión? ¿Para qué dejar de ser la excusa? Barcelona, la del noventa y dos, porque en el noventa está la realidad y es mejor… pasarla por alto. Barcelona donde los congresos son ferias y las ferian son escaparates de feriantes que gritan ¡Por veinte duros una doña Rogelia o una Chochona! y el Ayuntamiento se gasta el dinero en papeleras més que mai, la gente come más pipas que mai, rompe más cabinas que mai, escupe més que mai, protesta més que mai, se mata més que mai y además… en bilingüe. Barcelona que duda entre dejárselo poner o que se lo pongan, proponérselo o que se lo propongan. Que se deja admirar inmersa en sus símbolos y el más simple de todos, un huevo danzando al amor del agua en el claustro de la Catedral. Apiñados aplauden los turistas japoneses, hacen fotos, dan grititos y el guía, todo sapienza y cachondeo les grita ¡El huevo de España! ¡Y se queda tan ancho! El caminante se sabe uno cualquiera y saberlo no le quita el sueño. Nada en su vida especialmente contable, ni pensable, ni dudable. Hasta ayer, lo de todos los días, que en apariencia es nada, como lo es caminar hacia ninguna parte. Uno sabe que no hay dirección, los demás lo ignoran. Uno sabe que ha pasado horas y horas siendo eso… un ciudadano, con lo que ya son seis millones y uno más -el que uno es-, el que se siente realmente, pero los seis millones restantes le ignoran, le sumergen en la nada del número, del asfalto, del metro que huele a sobaco y todos buscan al guarro que no se lava, olfatea su axila por si acaso. Camina cruzándose con cuerpos sin caras o caras sin cuerpos, dependiendo siempre de la altura de sus ojos o la estatura del caminante antagónico. Los adoquines nuevos le transportaron a la infancia y se entretuvo en evitar pisar la ralla, quien la pise… ¡se muere!… Ya estaba muerto… ¡La pisó! Y sabe que la muerte tiene el atractivo del dejarse llevar finalmente hacia las aguas dulces y está cierto en que el dolor no será nunca más insoportable de lo que es en este instante. Eros y Tánatos son al fin y a la postre amigos casi cotidianos. Aligera el paso y sin querer, pero sin oponerse, deja que su mente vuelva atrás, allí donde la crueldad se hizo carne rota, allí donde su vida se hizo infierno. El tiempo existe, pero no lo vemos; el tiempo es un mal parit, como dicen las buenas gentes del barrio. Y a él, el tiempo se le ha echado encima como si fuese un toro bravo, empitonándole las partes, dejándole huérfano incluso de aquello que tanto presumía, la hombría. Esa hombría que le hizo poner el coche a cien por hora, que le aceleró la adrenalina sintiéndose el amo de la situación, en una situación sin dueño, porque un atraco más o menos no importaba. Y todo lo demás aunque importase, estaba ya demasiado lejos. Gritos, histerias, armas que queman cuando están guardadas y matan cuando la presión es toda porque en el fondo no hay otra que la de uno mismo que, ya no tiene otro control que el de la rabia. Disparó y saltó por encima de la gente buscando al desgraciado que le había jodido la noche. Y la sangre se le quedó dando golpes en las venas, el aire no entraba y una sensación de ahogo, frío y rabia le entró por todo el cuerpo cuando le dio la vuelta y sus ojos de niño bueno, que se muere queriéndonos hacer una gracia extraña, se prendieron en los suyos mientras su voz, apenas audible, le decía aquello de Jo tío, tú como los polis americanos… mu guai. Entró en un bar, las sillas aún sobre las mesas, un camarero preso de un bostezo y un gato libre en su desidia de estar estatuariamente quieto y vivo al tiempo. El café le supo a cualquier cosa, como la vida, como pagar y salir sin prisas.
Pero , ahora sí, ahora con un rumbo determinado. Urquinaona. Dejó atrás el sonido de un acordeón mal tocado y la retahíla conocida de Señores les pedimos una caridad, somos nueve hermanos, mi padre está en la cárcel, mi madre enferma… etc., etc. Bajó las escaleras sin prisa y caminó sorteando los ríos de gentes, los golpes, las conversaciones. Las sombras de muchas preguntas, irían mañana a enturbiar los ojos distantes de aquel joven comisario, tan listo, tan leído, tan democrático. Caminó con laxitud. Caminó hacia la puerta sin pestillo, hacia la luz de aquellos ojos que, apenas dos horas antes, dejó cerrados contra el suelo sucio de una acera cualquiera. Caminó sin importarle el grito, ni la luz cegadora de aquella máquina que se le venía encima. Y supo que morir era algo sencillo, cuando a uno le empujan desde dentro los ojos de un chaval de catorce años ¡Jo tío, tú como los polis americanos… muy guai! Te empujan.
Datos del Cuento
  • Categoría: Urbanos
  • Media: 4.53
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