Todavía oígo sus voces.
Como de costumbre, el bondadoso Barani, el sol, marchó al otro lado de las montañas donde le aguardaba su lecho de mullidas plumas y pronto allá donde sus cálidos rayos habían brillado, ahora Ninouli Xepé, que en lengua Taria viene a significar "la que conversa con las estrellas" hubo llenado todo con su fría pero dulce luz.
Pero ese día, o mejor aquella noche, Ninouli trajo un regalo que ningún pueblo del Niu Paktari Thano, "la olla de los dioses", hubiera esperado jamás.
De repente y sin previo aviso, comenzó a caer del cielo, en copos de cierto tamaño, una sustancia blanca como la piedra caliza, pero que se fundía al tocar el suelo. Ante los atónitos ojos de todos, los campos fueron poco a poco volviéndose inmaculadamente blancos, blancos y fríos, y además, por si no bastaba, Karé el viento, sopló con gélido aliento, como rara vez lo había hecho, y Niu Paktari Thano sintió frío por primera vez desde hacía muchos ramilletes de años.
En Xure Pantira, la aldea de los Xurica, el Nabaui, jefe, Telil recibió la noticia de que unos mercaderes viajeros venidos del este, de una región situada al otro lado de las áridas Montañas Negras, se habían instalado a orillas de uno de los muchos ríos que regaban Xurú, su país, y que parecían soportar el intenso frío con relativa facilidad. Telil preguntó a sus vigías búho acerca de tal prodigio, y uno de ellos dijo:
- Sus pieles son como las nuestras, ni más ni menos, pero tienen una luz, mi señor, una luz que baila. Quizás sea eso lo que...
Telil le interrumpió con una exclamación de incredulidad, pues sabía que los Natkas ni ningún otro pueblo tenía suficientes conocimientos para hacer la magia de los dioses, y éstos tampoco habían elegido, que él supiera, a nadie para aprenderla. Sin embargo, al día siguiente envió una partida de exploradores, y éstos volvieron con la misma versión del joven vigía.
- Estuvimos con los mercaderes Natkas, mi señor, nos invitaron a su pequeño campamento y disfrutamos del calor de esa luz que ellos llaman "fuego". Es maravillosa, pero para ellos debe ser lo más normal del mundo.
Telil les preguntó entonces si habían indagado sobre la forma de producir ese fuego, y los hombres respondieron, con los nudillos de ambas manos apoyados en el suelo en señal de que no mentían, que los Natkas habían asegurado que ese fuego no se hacía, sino que "lo" hacían.
Al parecer, ellos lo conseguían a partir de unas rocas sumamente calientes que procedían de cierta cueva situada en las tierras de los salvajes Hombres Sombra, pero sobre cómo conseguirlo en el Niu Paktari Thano, ninguno lo supo.
A continuación Telil marchó al templo circular de Kémui, el dios de los montes y los ríos, y ordenó al primer sacerdote que encontró que descubriera el lugar del fuego, y tras largas horas de espera, obtuvo esta respuesta:
- Mi señor Telil, he consultado los textos sagrados de la clarividencia y he echado los huesos varias veces, y Kémui me ha dicho que la luz danzante que da calor se esconde en las entrañas de ese valle de muerte que nosotros llamamos Izté Uk, "donde nadie quiere ir".
Aquel nombre le produjo un escalofrío, pues Izté Uk estaba en la parte más remota de la tierra, donde ni los animales salvajes osaban adentrarse.
Al día siguiente, durante lo que debía haber sido el magnífico despertar de Barani, ahora oculto tras una impávida muralla de nubarrones, los mensajeros de Telil salieron hacia las otras aldeas del Niu Paktari Thano, para comunicar a sus respectivos Nabauine todo lo que sabían y elaborar un plan. Así pues, en la aldea central de Tompaqui, después de una larga reunión, los seis jefes decidieron que ningún guerrero saldría hacia Izté Uk, ni siquiera los mejores. En su lugar, los simples mensajeros, los exploradores y también los porteadores, que jamás habían hecho nada más que acarrear. Nada más.
Partieron sin demora a la siguiente mañana, la del día Águila Cuatro Serpientes, y pronto hubieron desparecido en la lejanía.
¿Traerían el fuego, volverían ellos con vida al menos?, esa pregunta, ni los videntes Atlauine podrían haberla contestado.
Pasaron los días, los meses, se cumplió el primer año de su partida, pero no volvían. Telil, preocupado, quiso llamar a los otros Nabauine para pensar algo, pero entonces unos pocos exploradores, dos o tres porteadores y ningún mensajero llegaron a las puertas de Xurú. Rápidamente los atendieron, y mientras tanto contaron su historia.
Diezmados por los elementos y las bestias, sólo la mitad de la partida inicial logró alcanzar el valle "donde nadie quiere ir", en una noche sin estrellas que parecía anunciarles su inminente muerte. Allí buscaron con tesón según lo que había vaticinado el oráculo, pero parecía que por una vez un dios se había equivocado. Cuando ya empezaban a dudar incluso de los buenos propósitos de sus Nabauine, encontraron un arbusto que despedía un hedor casi asfixiante. Tomaron las semillas color sangre y, aunque no se encontraban con demasiadas fuerzas para emprender de nuevo un viaje tan largo, se dirigieron hacia el final del ceniciento valle.
Al cabo de un rato escucharon un quejido, que se repitió y fue acompañado por otros tantos, a cada cual más inquietante. Mirarón hacia atrás, y vieron sombras que se acercaban, y supieron que si no corrían ni uno sólo saldría vivo. Huyeron, y muy deprisa, pero en la recia oscuridad que lo llenaba todo, se equivocaron de camino, y acabaron en la morada de alguna bestia cruel, porque al camino recto, a la luz y al Nui Paktari Thano, si habían partido cincuenta y ocho hombres, sólo llegaron nueve.
Y ahí estaban, en el año Serpiente Dos Sauces, dos años y medio después, en el centro de Xure Pantira, contando las penalidades que sufrieron para traer el calor a su gente.
Durante el relato, una muchacha de unos dieciséis años preguntó sobre las sombras que provocaron la huida de Izté Uk, detalle que por olvido o por reparo, ni siquiera los hombres habían querido narrar.
Pero uno de ellos, solemnemente contestó:
- Horribles, espantosas- hizo una pausa y añadió-Todavía oigo sus voces.