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Tú, eres más

Los aplausos espontáneos, estruendosos, son interminables. Los golpes de palmas martillan sus sienes y dan la sensación que un terremoto sacude todo su cuerpo. No puede controlar su emoción.
Está feliz y orgulloso. Ha logrado su título profesional universitario – gracias a una beca – a los cuarenta y seis años y con cuatro hijos estudiando. Gran premio para un hombre de esfuerzo y con ganas de triunfo. Sus sacrificios de noches y noches de estudio, años sin fines de semana para descansar, meses sin poder dedicar tiempo a su familia, siente que se ven recompensados
Es, desde ahora, un Ingeniero de Ejecución en Informática.
Carmen, su esposa, que le aplaude orgullosa con sus ojos llenos de lágrimas junto a sus cuatro hijos, es una mujer de carácter fuerte, emprendedora, de estatura baja, tez morena y piel curtida.
Él, es el más viejo de la promoción, el más moreno y canoso. Delgado, con su metro setenta y ocho de estatura no representa sus cuarenta y seis años.
Los aplausos son porque el maestro de ceremonia destaca su ejemplo y anuncia su nombre.
¡Que se acerque el nuevo profesional Don Eduardo Tomás Correa Tapia!
Arreglándose la corbata con el dedo índice de su mano derecha, más un movimiento de cuello, se paró de su asiento sin antes arremeter con su acostumbrado tic de subirse los pantalones aunque los llevara bien.

¡Dejen espacio para que respire! ¡levanten sus pies! ¡la corbata, la corbata!, ordenan varios entendidos – al parecer – en la materia.
Eduardo, a quien los jóvenes compañeros le llaman el “tata”, no pudo con la emoción.
Escuchó su nombre, se paró de su asiento y solo le restaban dos metros para llegar junto al jefe de carrera y recibir de sus manos el título, cuando se desmayó.

Tardó en despertar. No supo cuánto tiempo demoró en darse cuenta que estaba en un hospital, con una aguja clavada en una de sus venas del brazo derecho, una máscara de oxígeno sobre su rostro y una enfermera de unos cincuenta años que, en silencio observaba los instrumentos que anunciaban el retorno a la casi normalidad de su respiración y pulso.
La enfermera, sin decir palabra y con una expresión de alivio en su rostro, le liberó de la incomodidad de la mascarilla que le impedía girar la cabeza y observar mejor dónde estaba.
En una pared pudo ver el árbitro del tiempo que en silencio marcaba las 04:30 de la madrugada. Recuerda que la ceremonia comenzó el viernes a las 19:00 horas y no sabía bien lo que había pasado.
¿Soy Ingeniero? ¿Dónde estará Carmen? ¡Sus hijos? ¿Quién tendrá su título?, cavilaba en eso cuando, de pronto sintió que la puerta suavemente se abrió y entró el Frío vestido de ropa blanca, muy blanca y que, antes que la puerta se terminara de cerrar, ingresó el Miedo, de abrigo largo y negro, muy negro.
Sintió que se sentaron en la orilla de la cama. Le miraban sin expresión alguna y nada decían. ¿Por qué el Frío? ¿Por qué el Miedo?.



La enfermera se dio cuenta de la presencia de ambos y llamó al médico.
Este tardó unos minutos en llegar, le observó sus ojos con un instrumento, tocó su garganta y su muñeca izquierda para luego decir a la enfermera en voz baja: “le bajó nuevamente la presión, póngale oxígeno y un sedante para que duerma”.
Las pestañas, suaves, livianas, las que uno nunca sabe cuántas tiene, él las pudo contar: cincuenta en su ojo derecho y cincuenta y tres en su ojo izquierdo. Sintió como, poco a poco, crecían y su diámetro se expandía hasta tener la sensación que eran del tamaño y peso de una cerilla de fósforos.
Era una lucha insólita , ellas tiraban sus párpados hacia abajo con todo su peso y fuerza y, él trataba de contrarrestar ese peso sobre sus párpados
Vio, en un último esfuerzo, en su lucha por estar despierto y consciente, como el árbitro del tiempo continuaba con su trabajo. Eran las 04:45 horas de la madrugada del sábado.

Allí comenzó su viaje.
No tenía canas ni arrugas en su rostro. Su voz era más aguda y fuerte. Los lunares de sus manos habían desaparecido, lo mismo el dolor de espaldas que día a día le acompañaba desde hace dos años. Tampoco usaba lentes. Estaba lleno de juventud y vitalidad y con muchos años menos, extrañamente vestido de uniforme escolar.


¡Quince años! ¿Por qué volví a los quince?
¿Qué hacía allí, escondido en un rincón de Liceo, fumando apurado un cigarrillo, durante el recreo si había dejado de fumar ya más de diez años?
¡Cuidado gato! ¡Viene el inspector! – le advirtió el rucio su compañero del alma - ¡apaga el cigarro!
Lo hice en forma mecánica, lo boté y aplasté con mis zapatos nuevos que mi mamá me compró en la feria de los días sábados e introduje mis manos en los bolsillos del pantalón.
Nada pasó. El inspector no se dio cuenta y me envió a la sala porque la campana recién había sonado.

Me senté de mala gana, en el último banco, lejos del alcance y mirada del profesor, haciendo lo mismo de siempre; simulaba escribir, ponía cara de atención a la clase, esperando con ansiedad el fin de la tortura de la clase de historia. ¿Qué me importa la historia si la mía es tragedia, fracaso, incertidumbre?
Tengo que llegar a casa, calentar mi almuerzo y, en una mesa coja, sentarme a cucharear una sopa de papas o de zapallo con una pocas zanahorias que juegan con las olas que se forman entre sorbo y cuchareada. Después, tengo que lavar mi plato y cuchara, ordenar un poco la ropa de mi cama y salir a buscar con quien conversar. A veces, encuentro a mi papá reponiéndose de una borrachera del mediodía en mi propia cama, hediondo y pasado a orina.
Por las noches me esperan los retos, el ruido de platos quebrados, las peleas y los desprecios de mis padres, los ronquidos de mi hermano mayor que duerme en mi pieza.


Mi hermano mayor es muy especial porque aceptó dos hijos de distintas pololas y trabaja para cumplir con ellos semana a semana. Siempre deja plata para unas cervezas o una botella de vino que le regala al viejo y, para unos “pitos” de marihuana que comparte conmigo.

Mi mamá, la verdad es que no sé de dónde saca tanta fuerza y paciencia para soportar a sus tres hombres como ella dice. Mi papá borracho y camorrero, mi hermano responsable con sus hijos pero bueno para volarse y tomar y, yo el flojo, grosero, insolente, irresponsable y otras cosas más.
Mi mamá dice ¡mis tres hombres! ¡mis tres mostoceros!. Siempre corrijo a la pobre vieja ignorante, nunca dice ¡Tres mosqueteros! Como se llama el libro. Dice mis tres mostoceros. Ella trabaja en una casa de una población nueva, trabajaba porque ahora anda por ahí lavando, planchando y cuidando niños de unas señoras que trabajan en ventas y promociones.

Cuando tengo ánimo, de vez en cuando tomo un cuaderno con el propósito de estudiar para una prueba, pero me da rabia y lo lanzo lejos. ¿Para qué estudio? Si apenas alcanza para un plato de sopa de papas o de zapallo molido…. ¿alcanzará para pagar los estudios de una universidad o de un instituto? Entonces: ¿para qué estudiar tanto?

El sonido de la campana me hizo volver a la realidad.
El rucio caminó conmigo de regreso a casa unas diez cuadras y luego se regresó al centro. Yo seguí mi camino.

Estoy en el 1ªK del Liceo y, desde el lunes no voy a clases.
Hoy es jueves y espero al rucio para tomar un poco de vino de una botella que olvidó mi papá y con dos “pitos” de marihuana que me dio Jorge, mi hermano.

Golpean la puerta y sin atinar a otra cosa, pensando que era el rucio, estiro el brazo y la abro.
¡Pasa rápido y cierra bien la puerta! – dije.-
Y, allí lo vi parado y sonriendo con cara de sorpresa.

Era mi profesor jefe que dijo:
¡Hola, Eduardo! ¿Puedo pasar?
Mi profesor se acomodó en un sillón que, a uno le dejan un par de días sin ganas de volver a sentarse y me dijo:
¡Aquí me tienes! ¡Venga para acompañarte un rato!

Sentí que el rucio me había traicionado.

Y, continuó allí sentado sin decir nada.
Su visita duró como cinco minutos.

Al pararse, sacudió su pantalón, el de siempre, mientras decía en voz baja y ronca:
¡Bueno Eduardo, me voy!
¡Quise estar contigo un momento y acompañarte!

Se fue sin decir nada más.
No me preguntó nada, solo me miró
Me dejó un paquete de galletas y una lata de bebida.
¿A eso vino?

Me sentí basura, poca cosa. Después me dio rabia porque no me preguntó los motivos de mis inasistencias a clases, no me dijo que tenía que cambiar, no me dijo que tenía que estudiar, no me dijo que el alcohol y las drogas me hacían mal, no me dijo que mi madre sufría mucho por mi.
¿A qué vino entonces?

El lunes nuevamente lo vi en consejo de curso. El habló de sus padres y de lo mucho que les había costado darle una educación profesional. Contó que, durante los veranos, trabajaba mucho para comprarse sus cuadernos y ropa. Habló y habló hasta que me cansé de escucharle y me puse a pensar en mi mamá que seguramente estaba lavando, planchando o cuidando niños por ahí.

Al final pasó la lista. Nombró a todos mis compañeros menos a mí. Pensé que me había dejado ausente y le dije que no me había nombrado.
¡No te nombré porque el otro día te conocí! Además, porque sabía que estabas aquí. Sonrió un poco e hizo un guiño con su ojo y continuó escribiendo en el libro de clases.
Cuando estaba por salir de la sala, desde su escritorio me dijo:
¡Gánale Eduardo! ¡Gánale! ¡Tú, eres más!
Lo miré volteándome, porque algo de educación tenía, pero su vista estaba muy ocupada en el libro de clases.

¡Gánale! ¡Gánale! ¡Tú, eres más!
Esa frase se grabó sin quererlo en mi memoria y, cada vez que la recordaba me sentía mal, me molestaba, me incomodaba y me daba rabia.

La semana pasó lenta, muy lenta hasta que llegó el viernes. Ese día llegué en forma puntual al Liceo. Tenía una prueba, o había estudiado porque no tenía la materia. Me salvó el rucio que no pudo ir el jueves a mi casa, porque su mamá estaba enferma. Buen amigo.

Había caminado una de las veinte cuadras para llegar a casa cuando mi profesor jefe me alcanzó y tomándome fuerte del brazo me dijo:
¡Te invito a almorzar!
No me dio tiempo para nada y me vi sentado en el comedor de su casa.



Su esposa, gordita y baja, igual a mi mamá, me trató con harto cariño. Me sirvió un plato de sopa de verdad, con fideos y de segundo unas papas cocidas partidas por la mitad con ensalada de lechuga, tomates y choclo picado con mayonesa y, un vaso de jugo de piña. De postre me dio una manzana.
Sentí que mi estómago estaba a punto de reventar.
Hablamos de fútbol, del campeonato de los barrios, de música, de la fiesta del Liceo y de cosas sin importancia.
Me sentía incómodo, extraño, me faltaba el aire.
Mi profesor se dio cuanta y me ayudó diciéndome:
¡Eduardo nosotros tenemos que volver al trabajo!
Ven cuando quieras y con toda libertad porque te faltan calorías y compañía.
Así podrás ganar porque Tú, eres más.

Nos despedimos. No eran veinte, ahora eran como treinta las cuadras que tenía que caminar.
Me dio $ 200 para cancelar el pasaje del colectivo pero caminé, porque con el dinero compré unos cigarrillos para la tarde. Mientras caminaba, de regreso a casa recordaba lo agradable que fue el almuerzo, cuanto extrañaba a una familia así: cálida, unida y, cuando recordé las palabras que me dijo el profesor jefe, se me hizo un nudo en el estómago y me dio rabia: “Así podrás ganar, porque Tú, Eduardo, eres más”

¿Más qué?.... si mi papá dice que soy un flojo, que soy un inútil, que soy irresponsable, que soy desconsiderado, que soy fumador y vicioso, que soy mentiroso y muchas cosas más?

¿Más qué? Si mi mamá, cada vez que va a una reunión de apoderados, llega con pena y casi llorando me recuerda mis malas notas y las anotaciones en el libro de clases:
“Alumno grosero”, “alumno que no trabaja en clases”, “alumno insolente”, “alumno que no trae los materiales”, “alumno mal educado”, “alumno agresivo”, “alumno mal presentado”,. “alumno que se fuga de clases”, “alumno que no cambia de actitud”.

¿Cómo puedo ser más que todo eso?
¿Cómo puede un grosero como yo, un flojo como yo, un insolente como yo, un mal educado como yo, un violento y agresor como yo mejorar y cambiar? ¡Imposible!

Eso le dije a mi profesor jefe en octubre, después de varios almuerzo en su casa.
El, como siempre me dijo nada. Solo hizo dos preguntas: Tú, ¿crees todo eso que dicen de ti? ¿Eres siempre así o solo ratos y en ocasiones extremas?

¡El profesorcito que me tocó!
Lo único que logra es que sienta rabia cada vez que me habla y me hace preguntas raras.
¿Por qué le gusta jugar así conmigo?
Pregunta y hace cualquier cosa para que no pueda responder de inmediato.

Hoy, miércoles 10 de noviembre cumplo dieciséis años.
Mi mamá no se olvidó. Me hizo dos huevos revueltos al desayuno y me regaló $ 500.
Mi profesor me invitó a su casa y me dijo que tenía un almuerzo especial para mí.
El plato de entrada era lechuga y media palta con atún y mayonesa encima. La deliciosa sopa con fideos y arroz con dos huevos fritos y ensalada de apio con aceitunas. De postre; duraznos en conserva con crema.

Me regaló un libro que se llama “Triunfarás”
Lo leí. Me demoré una semana y, en una parte tenía preguntas como: ¿Qué te hace creer que todo lo que dicen de ti es cierto? ¿Qué y quiénes te impiden se una persona de triunfo?...
Y, me acordé de mi profesor jefe, de las hojas que tenía en el libro de clases con muchas anotaciones negativas… me di cuenta que no decían la verdad absoluta… que ese era yo… era yo que, a veces era flojo, que a veces era insolente, que a veces era agresivo… a veces, no siempre… que las circunstancias y los problemas de mi casa me hacían ser así…

Y, lloré de alegría. Corrí a la casa de mi profesor jefe.
Había nadie. Esperé como dos horas.
Entre el frío y la ansiedad lo vi venir junto a su señora, la tía Teresa y sus dos hijos pequeños. Solo alcancé a saludarle con la mano y mi profesor me abrazó susurrando al oído: ¿No ves que, tú, eres más?

Esa noche la tía Teresa, me sirvió una taza de café con galletas y nos dejó solos. Conversamos sin preguntas raras. Me solté y hablé mucho de mí, de mi familia, de mis sueños, de lo que sentía por él, de sus preguntas extrañas…
Salí de la casa aliviado y me fui corriendo a la mía. Tenía ganas de estar junto a mi familia.

En diciembre de eso año, fue mi profesor jefe quien me consiguió un trabajo en una empresa contratista en la que pude iniciar una nueva etapa en mi vida. Mi jefe era un exalumno del Liceo quien me ayudó y me obligó terminar la Enseñanza Media en la jornada nocturna del Liceo.
Era muy exigente como jefe y apoderado mío. Me esforcé al máximo.
Con el tiempo me envió a realizar unos cursos de computación por las tardes, porque había dejado la pala y la carretilla. Ahora trabajaba en la bodega, donde había un gran movimiento de materiales. Me puso un escritorio con un computador para desempeñarme mejor en ese nuevo puesto. Mi nuevo contrato decía. “Bodeguero”. Me sentía muy bien. Importante.

En esa empresa conocí a Carmen mi señora. Ella trabajaba en el casino preparando los almuerzos y me ofrecía unos “cafecitos” para que me “inteligenciara” y no me equivocara en el computador. Era una morena de una sonrisa ancha y de carácter muy fuerte.



Cuando Eduardo despertó, el árbitro del tiempo señalaba las 11:30 horas del sábado.
Sus cuatro hijos estaban de pie, junto a la ventana con mirada expectante y Carmen su esposa, a su lado, sentada en una silla de madera. En sus manos temblorosas tenía el título que no pudo recibir en la ceremonia de titulación.

Carmen, le entregó el título con un breve y sentido discurso en sus oídos, acompañado de tiernas caricias en sus sienes.
Por un instante cerró los ojos emocionado, recordó a su profesor jefe del cual no supo más y volvió a escuchar los aplausos….
Aplaudían a su profesor….
Datos del Cuento
  • Categoría: Estudiantes
  • Media: 6.53
  • Votos: 78
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Comentarios


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1 comentarios. Página 1 de 1
ceci
invitado-ceci 11-10-2004 00:00:00

Me gusto tu cuento me parecio una historia sincera y optimista, si tienes otros mandalos

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