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Para hacerse una idea del tamaño de los molokos, hay que mirarlos desde muy lejos. Si te pusieras a su lado, ellos ni siquiera te verían, y si el mayor de nuestros gigantes de cuento se pusiera a su lado, probablemente los gigantescos molokos seguirían sin poder verlo. Quizá la mejor forma de saber cómo son, es conociendo su comida favorita. Y para un buen moloko, nada está más rico que un enorme planeta, con sus océanos, sus desiertos y sus montañas.
Y de todos ellos, nadie como Tutón, el gran Tutón. Grande como una estrella, podía zamparse un planeta mediano de un solo bocado. Era, además, excelente descubriendo los planetas más deliciosos, y había llegado a convertirse en el más famoso de los molokos. Pero aún más grande que su fama de descubridor, era su fama de egoísta, pues nunca jamás compartía ni un trocito de sus fabulosas comidas, de modo que los demás molokos sólo llegaban a probar algunas pequeñas migajas de aquellas deliciosas montañas.
Durante miles de años, porque los molokos viven muchísimos años para que les dé tiempo a crecer tanto, Tutón degustó los mejores planetas. Pero ocurrió que uno de aquellos planetas, uno precioso de color rojo, azul y amarillo, cuya corteza tenía el mejor sabor que se pueda imaginar, resultó tener el centro del acero más duro del universo, y los indestructibles dientes del famoso moloko se rompieron en mil pedazos.
Jamás un moloko había vivido algo parecido, pero resultó ser la más horrible de las desgracias. Tantos riquísimos planetas a su alcance, y ni siquiera tenía un diente que poder hincarles. Y cuando pidió ayuda a otros molokos, todos le recordaron su antiguo egoísmo, y no le dejaban otra cosa que las migajas de planetas de mucho peor sabor que aquellos a los que estaba acostumbrado Tutón.
Y el hasta entonces colosal y famosísimo comeplanetas, se convirtió en un mendigo, pasando todo tipo de penas y calamidades. Sólo sabía llorar, pedir, exigir… y pasar hambre. Y aún tuvo que pasar mucho tiempo viviendo así, hasta que se dio cuenta de que si quería recibir algo, tendría que ser el primero en dar, por muy pobre y mísero que fuera.
Y buscando entre lo poco que tenía para dar, descubrió que aún seguía siendo un brillante descubridor de planetas exquisitos. Así que habló con otros molokos, y se ofreció a enseñarles dónde se escondían las mejores delicias ¡Qué gran alegría para todos!, que descubrieron entonces sabores que ni siquiera sabían que existían. Y los molokos, agradecidos a Tutón por compartir con ellos su gran habilidad, comenzaron a mostrarse mucho más atentos con él, y ya nunca faltó quien le pulverizara unas montañas, o le hiciera un buen zumo de desierto.
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