Llegó apresurado hasta el portal y subió sin aliento hasta la estancia donde se encontraba su amigo. Allí estaba, de espaldas, mirando a través de la ventana con los brazos cruzados en cierto modo de tensión. La primera impresión que le causó aquella figura serena fue de reproche: era claro que quería que él tuviera noticia de su decepción. Sin duda, pensó, había sentido una enorme vergüenza ajena al verlo correr, desesperado y humillado, a lo largo de la calle hasta llegar al portal.
"Antes que nada", dijo sin girarse entre los sofocados jadeos de él, "te ruego que te serenes. No montes ningún espectáculo". Él se sentó como un perrro ciego en la silla que había ane la enorme mesa que los separaba. "No levantes la voz. Ella está en la habitación de al lado", y por fin se giró. Tras una mirada esquiva hacia el suelo por fin clavó gravemente sus ojos en él. Esta revolución aceleró todavía un poco más su corazón haciendo patente su fragilidad; si hubiese estado en pie sin duda se habría tenido que apoyar en algún lado para concentrarse en respirar. Sin embargo, como estaba sentado, tan sólo surgió una reacción inconsciente de atusarse el pelo, de lo que se arrepintió enseguida al ver la mueca de su amigo. Después, durante los siguientes minutos, el amigo paseó por la estancia hojeando un libro que había cogido de la mesa. De vez en cuando alzaba la vista y lo escrutaba. Él, de pura insignificancia, no se atrevió ni a moverse. Tan sólo centraba su atención en intentar localizar cualquier pequeño sonido proveniente de la habitación de al lado, pero el silencio era absoluto. Entonces el amigo cerró de sopetón el libro justo cuando pasaba ante él y el golpetazo, sorprendentemente agudo, le asustó tanto que dio un respingo en la silla. Se acercó hasta él con velocidad y levantó el índice con gesto de ira. Sin embargo, durante unos instantes no pudo articular palabra, tan sólo gesticulaba enardecido en una especie de agitación nerviosa. Por fin dijo gritando: "¿Cuándo te vas a dar por vencido?, ¿Es que no sabes aceptar una negativa?" Él entonces percibió con total nitidez e intensidad la tirantez del sudor reseco sobre su frente y sienes, y casi acurrucado en la silla ante el cada vez más grande amigo, se acordó de repente que había estado pensando comprarle a ella un pequeño regalo para esa misma tarde, algo sin importancia, una bagatela. Al fin y al cabo, ¡ya iba siendo hora! Se sorprendió después de que su amigo le hubiera pedido tan sólo hacía unos instantes que no levantase la voz y sin embargo él se permitiese tal licencia con él, chillándole sin discriminación. Pero ya el amigo se había vuelto a su posición original. Dio la vuelta a la mesa, pasó la mano por encima de la tapa del libro que había estado hojeando y volvió a darle la espalda para mirar a través de la ventana desentendiéndose de él. Las manos cruzadas en la espalda, crispadas. Durante los siguientes minutos siguió el silencio. Él se reincorporó en su silla, pensó que estaba en su derecho de hacerlo, y se sentó como una persona normal. Más aún, intentó aparentar cierto porte distinguido apoyando un codo en el brazo de la silla y reposando la barbilla en el puño a medio cerrar y manteniendo las piernas cruzadas a la manera francesa por si ella salía ahora por la puerta silenciosa que daba a la habitación contigua. Tenía la impresión, incluso la certeza, de que se iba a abrir de un momento a otro, y volvió la taquicardia.
El amigo, al girar se y verlo así, no pudo más que emitir una risa seca y estruendosa de desprecio. Una gran aversión tiznada de indiferencia le hervía en el pecho. "Pero, ¡qué piensas?, te he mentido, ella no está ahí, ¿cómo iba a estarlo? Estará por ahí, divirtiéndose..."