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Un baño de agua fría

Hace mucho tiempo, en la antigua Grecia, nació un niño destinado a ser un gran rey y conquistador. Sus padres encomendaron su educación a los filósofos más sabios de la época.

El niño, de nombre Alejandro, era un muchacho hermoso, no muy alto, de piel clara y cabello ondulado color castaño, con un mirada curiosa, pues tenía un ojo azul y otro marrón. 

Cosas del azar, Alejandro entabló amistad con Felipo, un muchacho despierto e inteligente que no era de origen noble. Eso no fue impedimento para que se hicieran buenos amigos. Con el tiempo, Alejandro se convirtió en el temido Alejandro Magno, rey de Macedonia, y Felipo fue su médico de confianza. Corría el siglo cuarto antes de Cristo.

Se cuenta que un día, tras una dura batalla contra el rey persa Darío III, en la que el ejército macedonio salió victorioso, Alejandro decidió darse un baño para celebrarlo y prepararse para derrotar a su enemigo de una vez. Alejandro llevaba días sin asearse como es debido y necesitaba urgentemente quitarse la suciedad de encima. Por eso no se lo pensó dos veces y, en cuanto tuvo una oportunidad, el rey de los macedonios se dio un baño.

Quiso el destino que el agua estuviera muy fría, lo que hizo enfermar al valiente Alejandro Magno. Felipo lo atendió, como hacía siempre que su rey y amigo enfermaba o sufría algún mal. Pero en esta ocasión fue diferente. Alguien hizo llegar a sus manos una carta donde se aseguraba que su médico y amigo era, en realidad, un traidor que quería acabar con él.

-Alejandro, amigo, toma este brebaje que te acabo de preparar -dijo Felipo-. Te reconfortará y hará que en pocos días puedas volver a la lucha.

Alejandro miró con temor el cuenco que Felipo le acercaba con la medicina, no siendo que fuera un veneno, tal y como afirmaba la carta. Entonces, Alejandro miró a su amigo Felipo a los ojos y reconoció en él a su amigo de la infancia. Cualquier sombra de duda desapareció en ese momento y, mientras le daba a Felipo la carta y cogía el cuenco con el brebaje, Alejandro dijo :

-Prefiero morir a desconfiar de mis amigos.

Alejandro bebió el brebaje y, en pocos días, se recuperó. De este modo, quienquiera que hubiera querido debilitar a Alejandro Magno no se salió con la suya. 

Así fue como Alejandro Magno dio una valiosa lección que nada tiene que ver con guerras ni conquistas: que la verdadera amistad no entiende de desconfianzas.

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