Un día soleado de invierno Albert paseaba por el pequeño parque de las palmeras.
Envidiaba las palmeras porque ellas tocaban el cielo.
Se detuvo ante la romántica fuente de la que brotaba serena el agua.
Los musgos del invierno, como esponjas verdes brillantes, decoraban la fuente añadiendo belleza y tiempo.
Unas palomas grises y sedientas bebían, inquietas y frágiles, desde la baranda del estanque. Albert las miró con cariño y con cierta envidia de sus alas. Los pájaros bebian vigilantes y graciosos.
Una de ellas, una hermosa paloma blanca, miró a Albert con interés y afecto.
- Buen día, paloma blanca, le dijo Albert
- Buen día, viajero
- Por qué tus plumas son blancas?
- De tanto volar por las nubes con mis alas y mis recuerdos
- ¿Tu corazón es tan puro como lo es tu aspecto?
- La nieve de la montaña me ha enseñado a ser sincera
- Si es así quiero ser tu amigo para aprender de ti a volar entre las nubes, a recorrer países y poder besar la nieve blanca y las amarillas flores del universo.
- ¿En qué piensas, amigo Albert?, ¿algo te preocupa?, le dijo la paloma blanca.
- No me preocupa nada, al contrario. Soy muy y muy feliz, solo me faltan tus alas para volar muy alto.
- ¿Para qué quieres las alas?
La pregunta de la paloma blanca quedó sin contestar. Albert dudaba si la paloma blanca podría entender sus ansias de infinito, su alma regenerada que se le marchaba del cuerpo. Y le dijo:
- Paloma, tú que has besado la nieve pura, ¿puedes ser mi confidente?
Recuerdas?
Había una vez, en un bosque de verdes encinares bañados por el sol un campesino dormido que, en su sueño, buscaba deliciosas trufas y preciosas flores amarillas.
Hacía mucho tiempo que buscaba y buscaba esos tesoros, pero entre zarzas espinosas y trampas de cazadores, sólo había conseguido rasguños, heridas y decepciones.
Pero él sabía que había un tesoro que no atinaba a saber cómo era. A veces pensaba en aquel proverbio chino. “si no sabes lo que buscas, nunca lo encontrarás”.
Esto le mortificaba porque todo aquello que encontraba no le satisfacía. Era feliz, pero sabía que había algo más allá, al otro lado del río que no podía traspasar.
Un día frío de invierno, agotado en su búsqueda del infinito, calló rendido y fatigado, perplejo y resignado, sobre la hierba tierna.
Un cálido beso le despertó. No podía dar crédito a sus ojos: el bosque de oscuras sombras se había convertido en un paraíso dorado, radiante, brillante, lleno de luz y armonía.
- ¿Qué es esto? ¿Quién me ha despertado con su beso?
Una hermosa hada dorada sonreía desde lejos: “He tejido con mi alma un puente de calor y afecto por el que podrás llegar al encuentro de tu anhelo”
- Gracias hada bendita, gracias por tu hermoso beso.
- ¿ Por qué me cuentas este relato, amigo Albert?, le dijo, curiosa, la paloma blanca
- Porque quiero que con tus alas viajeras lo expliques al mundo entero y en cada copo de nieve pongas mi beso de afecto.
Diciembre 2003
De muy dulce lectura, amigo Albert. Me ha gustado. Sensible y no poco pausible! Un afectuoso saludo