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Un loco en la ciudad

Julián vino del pueblo cuando ya no quedaba nadie allí. Jamás había salido de su querida aldea, pero intrigado por el hecho de que todos fueran a la ciudad, decidió ir él mismo a investigar qué cosa tan maravillosa tenían las ciudades. Así que preparó un hatillo con un par de mudas, sacó brillo a su mejor sonrisa, y se fue para allá.

Nada más entrar tuvo un recibimiento inesperado. Un par de agentes le detuvo, y le preguntaron hasta la talla de calzoncillos. Al final resultó que Julián iba "sospechosamente alegre" para no tener casi nada, ni siquiera venir de compras, pero finalmente tuvieron que dejarle ir, sin dejar por un momento de sospechar de aquel tipo alegre y campechano.
Lo primero que llamó la atención de Julián en la ciudad fue la prisa. Todos iban con tanta prisa que pensó que aquel día ocurriría algo tan especial que nadie quería perdérselo, así que comenzó a seguir a un hombre que parecía dirigirse allí. Pero después de varias horas siguiéndole, terminó en un pequeño piso sin haber llegado a hacer nada interesante en todo el día.

Julián durmió en un parque. Aquel parque estaba lleno de papeles y plásticos, y como las papeleras estaban vacías, pensó que lo genial de la ciudad era que habían inventado plantas con flores de papel y plástico. Pero sólo pensó esto hasta la mañana siguiente, cuando un hombre dejó caer el papel del chocolate que acababa de terminar mientras caminaba tranquilamente entre decenas de papeleras.
Andaba Julián tratando de enterder lo que pasaba cuando llegó a unos grandes almacenes en los que entraba muchísima gente. "Esto debe ser el mejor museo del mundo", pensó al ver la cantidad de cosas inútiles que había allí. Pero luego vio que la gente cogía todas aquellas cosas, pagaba por ellas y se las llevaba. "¿Para qué querrá nadie un reloj en el que no se ven los minutos?" se preguntó al ver cómo una mujer salía toda contenta con un reloj modernísimo en la muñeca, y lo mismo pensó de unos zapatos con los que sería imposible caminar y un aparato electrónico que hacía mil cosas pero ninguna bien.
Nuevamente, decició seguir a la mujer del reloj, para comprobar desilusionado que su gran alegría se tornó en decepción en cuanto sus amigas vieron su flamante reloj con gesto de desaprobación. Julián comenzaba a sentir pena por haber dejado el pueblo y llegar a aquel sitio donde habiendo tanta gente nadie parecía feliz.

Entonces vio a unos niños jugando. Ellos sí parecían estar alegres, correteando y persiguiéndose; excepto uno que andaba liado con una maquinita a la que llamaban consola. La golepaba fuertemente con los dedos, poniendo todo tipo de gestos enfurecidos, y cuando alguno de los otros se acercaba para invitarle a jugar con todos, le alejaba con malos modos. Julián pensó que el niño trataba de destruir aquella maquinita que le hacía tan infeliz, y decidió ayudarle; se acercó, tomó la maquinita, la arrojó contra el suelo y la pisó, mirando al niño con gran satisfacción.

El niño montó en cólora, y no sólo él, sino sus amigos y casi todos los mayores que había por allí. Tanto le acosaron, que tuvo que salir de allí corriendo, y ya no paró hasta tomar el camino de vuelta al pueblo. Y mientras regresaba, no dejaba de preguntarse si todos se habrían vuelto locos...

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